Las almas rotas. Patricia Gibney

Las almas rotas - Patricia Gibney


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delante del baño de camino al salón. Un lado estaba iluminado y el otro, donde no había ventana, a oscuras; solo una pared verde con un cuadro anodino.

      Dejó el gorro sobre el radiador y se dio cuenta de que estaba helado. Maldición. Comprobó el termostato; estaba al máximo. Algo no funcionaba. Tenía que pasar justo hoy.

      Se sentó en el sillón y desbloqueó el teléfono para localizar el número del encargado. No recordaba su nombre. Mills o Wills, algo así. Tenía el cerebro adormecido por el dolor que había experimentado los últimos meses. Y debía reconocer que la mayor parte de ese dolor estaba en su corazón, a pesar de que se había metamorfoseado en un cáncer metastásico, que la sacudía con espasmos sin previo aviso. Había solicitado la baja en el trabajo. Tenía que volver la próxima semana, pero no podía. Todavía no. Nada se había resuelto. Y él todavía seguía ahí fuera, se partía de risa y contaba mentiras sobre ella. Sintió otra punzada de dolor en el pecho y trató de controlar la respiración.

      Su mirada se vio atraída hacia la vieja maleta marrón encajada en la estantería bajo el televisor. Una maleta con los recuerdos de otra persona. Una maleta que había ido con ella a todas partes desde que se había marchado a Dublín a estudiar para ser profesora. Una maleta maltrecha y rota. Como ella misma. «Dios —pensó—, soy un cliché».

      Fue hasta el dormitorio, se quitó los vaqueros mojados y los colocó sobre el radiador. Frío. Ah, el encargado.

      Al abrir el armario vio el vestido, bajo el plástico transparente, al final de la barra. Se burlaba de ella. ¿Por qué lo había guardado si nunca se lo pondría? Ya no sabía nada. Él había robado hasta el último pensamiento original de su cerebro y, luego, la había abandonado con una carcajada. Sintió el ácido alojarse en su garganta y pensó que iba a vomitar, pero se lo tragó, como tendría que tragarse el orgullo para enfrentarse a sus amigos y colegas. Algún día. Pronto. ¿O nunca?

      Desechó ese pensamiento y sacó la percha con el vestido cubierto por el plástico. Se lo probaría una última vez y, luego, lo pondría a la venta en eBay.

      Sonó un crujido en algún lugar del apartamento.

      Se detuvo; el vestido le pesaba en el brazo. ¿Qué había oído? Prestó atención. Nada. Serían los radiadores.

      —Ahora sí que me estoy volviendo loca —dijo en voz alta.

      Dejó el vestido sobre la cama y se quitó la camisa. Bajó la cremallera de la funda de plástico y sacó la prenda de satén salpicado de diamantes. Sus ojos se llenaron de lágrimas por el día que nunca llegaría. Sostuvo el vestido y se lo puso. La tela fría le cubrió el cuerpo como una segunda piel mientras se lo colocaba con delicadeza sobre los hombros y se estiraba para subir la cremallera del costado.

      Ahí estaba otra vez. Un crujido. Una puerta que se abría.

      Había cerrado la puerta de entrada, ¿verdad? Aparte de su dormitorio, la única otra puerta que había en el apartamento de un solo ambiente era la del baño. En el espejo del armario vio su rostro palidecer y su boca abrirse; tenía un grito ahogado atascado en la garganta.

      Avanzó lentamente hasta el salón, el vestido se le enredaba a los pies.

      —¿Hay alguien ahí? —preguntó, esperando que nadie contestara.

      Nada. Nadie.

      Miró en la pequeña cocina. Estaba vacía.

      Otro crujido, y la puerta del baño se abrió.

      Retrocedió contra el radiador helado.

      Había alguien en el apartamento.

      3

      Lottie estaba sentada delante de la pantalla llena de hojas de cálculo, volviéndose loca. Las devoluciones de presupuesto de fin de año eran inminentes. Ni siquiera había completado las hojas de rendimiento de noviembre. Odiaba los números. Odiaba los informes, los archivos y los ordenadores. Pero también sabía que era una parte integral de su trabajo como inspectora de la ciudad de Ragmullin, algo que el comisario en funciones David McMahon le recordaba constantemente.

      —Concéntrate —se dijo, con la esperanza de que su propia voz consiguiera infundir motivación y convicción en su cerebro.

      —¿Otra vez estás hablando sola? —El sargento Mark Boyd estaba de pie en la puerta del cuchitril que era su despacho.

      —Buenos días. —Lottie apartó el teclado—. Parece que anoche te bebiste hasta el agua de los floreros.

      —Deberías ver cómo está Kirby. —Boyd se apoyó contra el marco de la puerta.

      Lottie tenía que admitir que no presentaba muy mal aspecto, pero era lo bastante astuta como para atisbar los círculos oscuros bajo sus ojos.

      —¿Qué le ha pasado?

      —Nada que no se cure con una cerveza más.

      La inspectora miró por encima del hombro de Boyd hacia la oficina principal.

      —Aún no ha llegado. No habrá encontrado un pub abierto a estas horas de la mañana, ¿verdad?

      La zona donde trabajaba Kirby estaba desbordada de papeles, carpetas y envoltorios de comida, pero no había ni rastro del detective. La detective Maria Lynch estaría de baja por maternidad como mínimo hasta enero, así que habían transferido al detective Sam McKeown desde Athlone. El hombretón de cabeza afeitada estaba sentado en su escritorio y aporreaba el teclado. A Lottie le gustaba Sam, aunque todavía tenía que averiguar más cosas sobre él. Esperaba que permaneciera en el equipo cuando Maria regresara al trabajo.

      —Diría que está de camino —comentó Boyd—. Esta mañana se ha ido de mi casa antes que yo.

      —Entonces habrá sido una buena juerga. —Una punzada de celos se coló en la voz de Lottie. No la habían invitado a salir. Pero ¿por qué deberían hacerlo? Ella era la jefa y, tal vez, querían una noche de chicos. De todos modos, se sintió molesta.

      —¿A qué viene ese mal humor? —Boyd cruzó los brazos y apoyó un pie contra la pared.

      —Será de verte ahí plantado sin hacer nada.

      —¡Ja! Es porque no te invitamos a venir con nosotros, ¿verdad?

      —¡No, no lo es! —replicó Lottie, pero sonrió. Boyd siempre le leía el pensamiento y, aunque sorprendente, también era un poco inquietante.

      —Fuimos a Cafferty a ver un partido, y ya sabes cómo es, una pinta llevó a otra y luego a otra…

      —Recuerdo muy bien esos días —interrumpió, rememorando los años posteriores a la muerte de Adam en que se había dado a la bebida. Había tardado un tiempo, pero ahora estaba sobria. Casi. Solo tenía que mantener el control para cuidar y proteger a su familia.

      —¿Qué tenemos hoy? —preguntó el detective.

      —Vamos atrasados con los informes de noviembre.

      —Yo ya he enviado el mío —respondió Boyd, con una sonrisa de suficiencia.

      —Por supuesto que sí. —Si tuviera la mitad de la capacidad de organización de Boyd, a esas alturas ya sería comisaria jefe.

      —¿Quieres que te eche una mano? —El detective separó los brazos y avanzó hacia el escritorio de Lottie.

      —No, gracias.

      —Puedo terminarlos el doble de rápido. Deja que te ayude.

      —Me las arreglo sola, muchas gracias. —Su intención no era sonar tan brusca, pero algunos días no podía evitarlo. Se disponía a añadir algo más cuando sonó el teléfono.

      Al terminar la llamada, se levantó y se puso la chaqueta.

      —Coge tu abrigo —indicó.

      —¿Adónde vamos?

      —Ha


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