El crepúsculo del materialismo. Richard Bastien
(en inglés, brights) para distinguirse de los creyentes que, a su parecer, no son más que obscurantistas[6].
Este complejo de superioridad es frecuente en los ateos. En una entrevista publicada por el semanario Le Point en diciembre de 2016, el filósofo francés Jean Soler respondía como sigue a la pregunta «¿Piensa usted que los ateos sean personas más inteligentes que los creyentes?»:
Desde mi punto de vista, sí. Los ateos tienen mayor apertura de espíritu y más lucidez que los creyentes. Estoy convencido. Evidentemente, usted me dirá que predico para mi cofradía, si se puede hablar de cofradía a propósito del ateísmo (risas). Pero me inscribo en la línea de los griegos, que habían decidido ser inteligentes. Comprender no es una cuestión de genes, sino de voluntad. El deseo de comprender es fundamental en los ateos. Cuando se pasa de la creencia a la increencia, desde mi punto de vista, sí, se ha dado un paso en la dirección de la inteligencia[7].
El gran sacerdote del ateísmo francés, Michel Onfray, no piensa otra cosa. En respuesta a un periodista que le preguntaba por qué tanta gente continúa creyendo en Dios, aunque el ateísmo haya sido defendido por los más grandes pensadores y numerosos científicos, explicó que los creyentes son espíritus débiles que «preferirán siempre un error que les tranquilice a una verdad que les inquiete. […] Siempre preferirán una ficción tranquilizadora a una verdad angustiosa —de ahí el parentesco característico de las sectas, de los creyentes de todas las religiones, de los comunistas, freudianos, lacanianos y otros sostenedores del pensamiento mágico, que devienen muy violentos en presencia de las lecturas racionales de sus mitologías—»[8]. Así pues, un Tomás de Aquino, un Francisco de Asís, un Juan Pablo II, un Benedicto XVI o una Madre Teresa no son más que cobardes existenciales que no se distinguen en nada de los chamanes y de los brujos, siendo su común destino ser incapaces de asumir «una verdad que les inquieta», a saber, que no hay nada después de la muerte. Bien entendido, Michel Onfray nunca ha podido ofrecer la sombra de una demostración de la «verdad» de su ateísmo.
Lo que es preciso comprender es que la pretendida incompatibilidad entre ciencia y religión no tiene nada que ver con la ciencia propiamente dicha, y que se trata en realidad de un colosal camelo, de un proyecto ideológico que trata de negar la existencia de Dios y neutralizar la influencia moral y cultural del cristianismo. Tal toma de conciencia es tanto más necesaria porque las mentalidades están hoy cada vez más influenciadas por las ciencias naturales. Esta influencia es en sí algo muy deseable, pues el espíritu científico puede ayudarnos a pensar correctamente, a distinguir entre lo que está controlado por la experiencia y lo que no lo está. En todo caso, comporta también un riesgo de talla: el de dar libre curso a la ideología cientista según la cual la sola y única vía de acceso a la verdad es el método científico. «Fuera de la ciencia, no hay conocimiento verdadero», afirma el cientifismo, que es, no un pensamiento científico, sino un imperialismo de la ciencia y, por decirlo todo, una gigantesca impostura intelectual. Al hacer desaparecer la distinción entre una auténtica actividad científica y las pretensiones de ideología cientista, se acaba por perder de vista la inteligibilidad de la fe cristiana.
Este libro tiene un doble objeto: de una parte, explicar cómo se ha llegado a pretender que ciencia y fe cristiana son incompatibles; de otra parte, mostrar cómo el cristianismo, lejos de haber perjudicado el desarrollo del pensamiento científico, lo ha sostenido y alentado.
Se trata pues de poner en claro que el viejo contencioso entre ciencia y religión no se apoya de ningún modo sobre consideraciones de orden científico o teológico, sino más bien sobre una oposición de naturaleza esencialmente filosófica entre una concepción del mundo y del hombre de inspiración naturalista, materialista, atea e irracional, de una parte; y de otra parte, una concepción del mundo y del hombre fundada en la filosofía griega y medieval, a la vez teísta y racional. Algunos pensadores laicistas («secularistas», según la terminología angloamericana) o ateos reconocen que es así como hay que interpretar el litigio en cuestión. Lo atestiguan las palabras siguientes del biólogo americano Richard Lewontin:
Nuestra disposición a aceptar las tesis científicas que son contrarias al sentido común constituye la clave que permite comprender la verdadera naturaleza del conflicto entre la ciencia y lo sobrenatural. Nos alineamos del lado de la ciencia a pesar del absurdo manifiesto de algunas de sus pretensiones, a pesar de su incapacidad de cumplir sus numerosas promesas extravagantes en materia de salud y vida, a pesar de la tolerancia de la comunidad científica respecto a «afirmaciones sin fundamento que reposan sobre un compromiso previo, un compromiso a favor del materialismo» […]. La cuestión no es que los métodos e instituciones de la ciencia nos obliguen en cierto modo a aceptar una explicación material del mundo de los fenómenos, sino, por el contrario, que estamos forzados por nuestra adhesión a priori a las causas materiales a crear un sistema de análisis y un conjunto de conceptos que producen explicaciones materiales, y esto, cualquiera sea el carácter contra intuitivo, cualquiera sea el carácter mixtificador que resulta de ello para el no iniciado. Además, este materialismo es absoluto, porque no podemos admitir ningún modo de presencia divina («we cannot allow a divine foot in the door»)[9].
Lewontin se encuentra así afirmando que su materialismo no se apoya en una convicción intelectual dictada por su trabajo científico, sino sobre una “adhesión a priori” a la doctrina materialista. El físico británico Paul Davies es poco más o menos del mismo parecer. Estima que «la ciencia adopta como punto de partida y plantea como hipótesis que la vida no ha sido hecha por un dios o un ser sobrenatural» y reconoce que, por temor de «abrir la puerta a los fundamentalistas religiosos […] muchos investigadores se resisten a declarar públicamente que el origen de la vida es un misterio, aunque admiten a puerta cerrada que la cuestión les asombra»[10]. En suma, en general se rehúsa admitir la incapacidad actual de la ciencia para explicar el origen de la vida, a fin de no tener que admitir siquiera la posibilidad de una realidad sobrenatural.
El temor del que habla Davies no es algo propio suyo. Según el filósofo americano Thomas Nagel, «el temor a la religión» pesa bastante sobre el pensamiento de sus colegas laicistas, hasta el punto de que ha tenido «consecuencias importantes y a menudo perniciosas sobre la vida intelectual moderna»:
Hablo por experiencia, añade, tengo yo mismo ese temor. Quiero que el ateísmo sea verdadero, y el hecho de que algunas personas de las más inteligentes y mejor informadas que conozco crean en Dios me produce malestar. No es solo que yo no crea en Dios y espere tener razón en este asunto. ¡Es que espero que no haya Dios! No quiero que haya Dios; no quiero que el universo sea así. Me parece que este problema de autoridad cósmica no es algo raro y que es el responsable de una buena parte del cientifismo y del reduccionismo de nuestra época. Una de las tendencias que alienta es la ridícula utilización desmedida de la biología evolucionista para explicar todo lo que puede afectar a la vida humana, incluido todo lo que concierne al espíritu humano[11].
Resulta de todo eso que el ateísmo es en algunos intelectuales lo que piensan que la religión es para los creyentes: un opio. Dicho de otro modo, al describir la religión como un opio, los ateos no hacen sino proyectar sobre los creyentes su propia fantasía.
Pero no solo son las afirmaciones de algunos científicos y filósofos lo que nos autoriza a poner en cuestión el viejo cliché de la incompatibilidad entre ciencia y religión. También están los datos históricos. ¿Cómo ignorar, por ejemplo, que muchos hombres de ciencia célebres, entre los que figuran los que se consideran padres fundadores de disciplinas científicas, creían en Dios y no tenían ningún escrúpulo en confesar su fe? Y aquí van algunos ejemplos:
— Nicolás Copérnico (1473-1543), padre de la cosmología heliocéntrica;
— Francis Bacon (1561-1626), científico y teórico del método experimental;
— Galileo (1564-1642), matemático, físico y astrónomo;
— Johannes Kepler (1571-1630), padre de la astronomía física;
— William Harvey (1578-1657), padre de la medicina moderna;
— Robert Boyle (1627-1691), célebre físico y químico;
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