Las Iglesias ante la violencia en América Latina. Andrew Johnson

Las Iglesias ante la violencia en América Latina - Andrew  Johnson


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roles de género y la eclesiología de las diversas congregaciones, así como las repercusiones que estas singulares formas de religiosidad han tenido en la sociedad, la política y la violencia. Aunque los evangélicos han proliferado en toda Latinoamérica, ha suscitado un especial interés su rápido desarrollo en sociedades que sufrieron situaciones de violencia extrema como Guatemala (Brenneman, 2011; Chesnut, 1997, 2003; Cleary, y Steigenga, 2004; Freston, 2008; Garrard-Burnett, 1998, 2010; Garrard-Burnett, y Freston, 2014; O’Neill, 2010; Smilde, 2007; Steigenga, 2001; Steigenga, y Cleary, 2007; Wolseth, 2011). Al mismo tiempo, el atrincheramiento de la Iglesia católica con los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI desató investigaciones sobre los legados del catolicismo progresista y la teología de la liberación dentro de la propia Iglesia y los movimientos sociales de las democracias latinoamericanas. Otras importantes líneas de trabajo abordaron el renovado interés en los aspectos institucionales, la ortodoxia doctrinal y la moral familiar tradicional, así como la “competencia” con los evangélicos a través de nuevas corrientes espirituales como el Opus Dei y el catolicismo carismático (Burdick, 1993, 2004; Cleary, 2011; Cleary, y Stewart-Gambino, 1992; Drogus, y Stewart-Gambino, 2005; Fleet, y Smith, 1997; Hagopian, 2009; Levine, 1992). El dinamismo, tanto del catolicismo como de las Iglesias protestantes durante el pasado medio siglo —así como el alcance y la profundidad de este campo de investigación— se aprecian en la impresionante síntesis elaborada por Daniel H. Levine en Politics, Religion, and Society in Latin America (2012) [Política, religión y sociedad en Latinoamérica].

      Con imaginación, los autores en el presente volumen se han servido de múltiples parcelas de este amplio corpus bibliográfico, centradas en nuestro especial interés en las reacciones religiosas ante la violencia, y esos son los enfoques que se apuntan a partir de este momento. Sus estudios comparten la cuidadosa atención al contexto y al análisis multidimensional de los actores políticos que caracterizan las mejores investigaciones de este campo. Al mismo tiempo, habría que dejar claro que en la mayoría lo que prima es nuestro especial interés en indagar en la acción religiosa constructiva que tiene influencia social. Esto significa que solo nos ocupamos selectivamente de la espiritualidad piadosa, que ha sido una importante y dinámica vertiente de la religiosidad, tanto católica como evangélica y pentecostal. Del mismo modo, los elementos más conservadores de ambas tradiciones (pero sobre todo del catolicismo) aparecen menos en este volumen que en la realidad latinoamericana. En el pasado y el presente, los prelados y los pastores conservadores —y con ellos sus fieles— fueron y son más habituales que los ministerios de corte social analizados en nuestra investigación. Sí hay varios capítulos que analizan, por ejemplo, la legitimación religiosa de la violencia ejercida por el Estado (véanse los de Catoggio y Morello), pero, en gran medida, la amplia influencia de las jerarquías católicas más conservadoras que propiciaron los papados de Juan Pablo II (1979-2005) y Benedicto XVI (2005-2013) —cuyo ejemplo actual más destacado es el del cardenal arzobispo Juan Luis Cipriani de Lima— escapa al ámbito de nuestra investigación.

      En los dos apartados siguientes de esta introducción se abordan dos cuestiones, los derechos humanos y el acompañamiento pastoral, que recorren diferentes capítulos del libro. Ambas han sido importantes como instrumentos para comprender los ministerios sociales que han reaccionado ante la violencia. Las dos aparecen en la literatura académica, pero creemos que al conjugarlas aquí se ofrece una serie de nuevas interpretaciones que proporciona coherencia e integridad a nuestro trabajo.

      Derechos humanos

      La causa de los derechos humanos es un puente entre el pasado y el presente. En las décadas de 1970 y 1980 los derechos humanos proporcionaron a las Iglesias una nueva forma de entender y abordar la violencia. Latinoamérica fue un importante escenario en la defensa internacional de los derechos humanos y las Iglesias de la región tuvieron un papel significativo en la legitimación de ese concepto y en la consolidación de nuevas prácticas. En las “democracias reales” de la actualidad, las cuestiones relacionadas con los derechos humanos conservan su presencia y relevancia. Aunque compiten con otros asuntos en las agendas públicas, continúan siendo un referente político (Wilde, 2013a). Para los ministerios pastorales católicos que afrontan el conflicto y la violencia, los derechos humanos se mantienen como la piedra de toque. Históricamente, lo mismo puede decirse de las principales Iglesias protestantes (véase el capítulo de Kelly), aunque no parece que lo fuera en la misma medida entre las evangélicas, por lo menos abiertamente (véase el capítulo de Brenneman). El lugar que las Iglesias otorgan a los “derechos humanos” es un elemento importante a la hora de evaluar las continuidades y los cambios registrados en las respuestas religiosas que ha suscitado la violencia a lo largo del tiempo, y también a la hora de preguntarse cómo influyen en dichas respuestas las diferencias existentes entre las teologías, doctrinas y prácticas católicas y evangélicas.

      Cuando los derechos humanos, como sucede hoy en día, son un tema consolidado, es fácil subestimar lo novedosos que resultaban en la década de 1970, época en la que se convirtieron en el fundamento de una nueva forma de resistencia moral frente a la violencia existente en Latinoamérica. Durante la Segunda Guerra Mundial los Aliados invocaron los “derechos humanos”, viendo en ellos una base ética para sus objetivos bélicos, y los convirtieron en principio rector de las Naciones Unidas, que en 1948 aprobó una Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero durante las primeras décadas de la Guerra Fría no fueron más que un factor marginal dentro de la lógica dual que regía la lucha ideológica mundial. Hasta la década de 1970 la idea de los derechos humanos no se convirtió en una causa social y en un auténtico factor dentro de las políticas nacionales y de la diplomacia internacional. Latinoamérica, regida por virulentos regímenes autoritarios, fue uno de los principales escenarios del naciente movimiento mundial de defensa de los derechos humanos y, por su parte, la región influyó enormemente en el “sistema” de derechos humanos que entonces comenzaba a formarse.

      Mucho tuvieron que ver en este proceso las Iglesias, sobre todo la católica. Una de sus principales aportaciones fue la propia aceptación de que tales derechos —ciertos valores fundamentales para la vida humana, universales e inherentes a su condición— debían consagrarse por ley. A lo largo de la historia, las Iglesias habían apelado a principios teológicos y morales, pero a los defensores religiosos de los derechos humanos la ley y las instituciones judiciales les proporcionaron formas nuevas y concretas de protegerlos. Este compromiso también inauguró la posibilidad de establecer alianzas con otros actores de la sociedad civil, como el Colegio de Abogados de Brasil o ciertos políticos democráticos de Chile (véanse los capítulos de Queiroz y Wilde). Siempre que una minoría de actores religiosos combativa (potencialmente catalizadora) daba ese paso, hacía suya una idea fundamentalmente laica que calaba tanto entre los religiosos como entre los que no lo eran (véanse los capítulos de Levine y Kelly). La aceptación del carácter universal de los derechos humanos también fue más allá de los “derechos de la Iglesia”, que para sí reclamaba la institución eclesiástica (aunque esa perspectiva histórica mantuvo su solidez en Argentina: véanse los capítulos de Catoggio y Morello). Cuando la Iglesia defendía los derechos humanos, redefinía su relación con el Estado. Sin dejar de proclamar la autonomía de su misión religiosa, ahora denunciaba las acciones violentas de los organismos públicos, calificándolas de violaciones de los derechos humanos fundamentales. En realidad, lo que planteaba era que el Estado, por su propia naturaleza, era absoluta y legalmente responsable de proteger esos derechos.

      El hecho de que los derechos humanos se plasmaran en leyes trajo consigo un compromiso implícito con la no violencia. Los estudiosos solo están comenzando a examinar cómo se hizo explícito y activo el compromiso católico con esos derechos (Green, 2010; Keck, y Sikkink, 1998; Méndez, y Wentworth, 2011; Moyn, 2010; Neier, 2012; Stites Mor, 2013).[3] Como ya se ha dicho, durante el período autoritario la Iglesia se mostró dividida en sus respuestas ante la violencia política y estatal. Principios fundamentales de la fe bíblica proclives a la no violencia —“no matarás”, “bienaventurados los pacíficos”— tuvieron que interpretarse en un entorno violento concreto (como ya había ocurrido, en realidad, durante dos mil años). En las décadas de 1970 y 1980 se entendió y justificó, con insólita frecuencia, que los conflictos violentos registrados en Latinoamérica eran fruto de la pugna entre ideas políticas seculares —la revolución marxista de


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