Las Iglesias ante la violencia en América Latina. Andrew Johnson
mujeres y comunidades indígenas (Burdick, 2004; Cleary, 2007; Cleary, y Steigenga, 2004; y los capítulos de Levine y de Tate).
Con diversos grados de participación activa, las Iglesias también han defendido los “derechos humanos”; han visto en ellos un ideal amplio con vertientes sociales, económicas y culturales que, según ellas, participa del repertorio de derechos necesario para llevar la vida plena que Dios quiso para la humanidad (véanse los capítulos de Levine y Wilde). Los derechos civiles y políticos fundamentales, así como el derecho a la integridad física y a la propia vida, fueron los más defendidos durante las décadas de 1970 y 1980, y por desgracia siguen siendo objeto de especial preocupación en la América Latina actual. Dentro de la Iglesia católica ha pervivido una forma de entender los derechos humanos amplia y holística, que, aunque se aprecia en sus manifestaciones públicas, resulta más limitada en la práctica. En ciertas circunstancias el conflicto social ha atizado unas transformaciones teológicas que, como demuestra Arellano-Yanguas tan perspicazmente en su capítulo sobre Perú, otorgan legitimidad religiosa a la defensa de los derechos humanos relacionados con nuevos problemas como los medioambientales. Hoy en día, en muchos lugares de Latinoamérica se están produciendo conflictos de ese tipo entre comunidades locales e industrias extractivas, y el recurso de una concepción de los derechos humanos amplia y de corte religioso augura la colaboración con nuevos aliados y la influencia en las agendas públicas a través de una práctica pastoral de índole social (cf. Levine, y Wilde, 1977).
En el presente libro, una de las cuestiones primordiales es averiguar por qué los derechos humanos entraron a formar parte de la misión religiosa de las Iglesias, pero nuestra investigación nos ha conducido hacia otra vertiente igualmente importante de su vida como comunidades de fe: a la concepción que de sí mismas conlleva el hecho de que tengan en cuenta la violencia al ejercer su ministerio pastoral. Esos ministerios van más allá de la incorporación de un concepto laico como el de los derechos humanos, ya que constituyen realmente la interfaz entre la fe vivida y un mundo violento.
Ministerios y acompañamientos pastorales
El ministerio pastoral, tradicionalmente entendido como “cuidado de las almas”, experimentó un giro decididamente social a comienzos del siglo xx, tanto en la Iglesia católica como en las protestantes. Para responder a los profundos cambios sociales y económicos que trajeron consigo la industrialización y la urbanización, surgieron nuevas teologías que, invocando el objetivo de la “justicia social”, apuntaban hacia una relación más estrecha de la religión con valores y estructuras del mundo laico. Estimularon la creación de nuevos ministerios eclesiásticos de corte social como Acción Católica (especialmente influyente en Europa y Latinoamérica), así como la participación de Iglesias protestantes progresistas en movimientos de reforma social (sobre todo en Estados Unidos). Esta nueva tendencia hacia la justicia social de la primera mitad del siglo xx allanó el camino para la evolución de las Iglesias en el período histórico estudiado en este libro.
El concepto y la práctica del “acompañamiento” pastoral surgieron de los cambios atizados por el Vaticano II y de las directrices pastorales que los obispos latinoamericanos dieron durante sínodos regionales celebrados en Medellín, Colombia (1968) y Puebla, México (1979). En 1971 los obispos colombianos —que se consideran de los más conservadores del hemisferio— proclamaron un activo ministerio pastoral, crítico con la misión religiosa de la Iglesia: “si el mensaje cristiano sobre el amor y la justicia no manifiesta su eficacia en la acción por la justicia en el mundo, muy difícilmente parecerá creíble a los hombres de nuestro tiempo” (citado por Pachico, las cursivas son mías). La teología de la liberación, aunque a menudo enfrentada a obispos de toda la región, también hizo suya la idea de que, tal como la expresa Levine, “la auténtica fe necesita que los creyentes (y la Iglesia) compartan la experiencia de los pobres y de los que no tienen acceso al poder, apoyen y empoderen a las víctimas y de construir el reino de Dios a partir de ahora”. En líneas generales, si la Iglesia quiere acompañar a los pobres debe estar presente en las circunstancias concretas de su vida. Como útilmente aclaran Garrard-Burnett y Arellano-Yanguas, una relación pastoral con los pobres no constituye una manifestación del dominio político por parte de los clérigos, que deben apoyar a la comunidad, no dirigirla. El acompañamiento de la Iglesia debe ser el de un testigo (y cuando las circunstancias conllevan una violencia extrema, parece especialmente pertinente utilizar la expresión de “testigo misericordioso” de Tate).
Tal como se utiliza en este libro, en capítulos dedicados tanto al pasado como al presente, “acompañamiento” designa una política pastoral activa de las Iglesias, que propugna su presencia entre los pobres. En “los pobres” se incluye a quienes viven en la pobreza, pero también a aquellos que carecen de los recursos —sociales, culturales, institucionales, espirituales— necesarios para llevar una vida más plena. Además de la presencia física, el “acompañamiento” pastoral también conlleva un movimiento junto a los pobres a lo largo del tiempo. Interpreta en un contexto histórico el mandato del padrenuestro —“Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad”—, convirtiéndolo en un compromiso con la plasmación de los designios divinos para la humanidad terrenal que, leyendo los “signos de los tiempos”, actúa en consecuencia a la luz de la fe.
La aparición del acompañamiento pastoral en este período ha tenido consecuencias de larga duración. Cuando la Iglesia ha situado a sacerdotes, monjas y seglares en contacto directo con los pobres, cara a cara, esa institución ha compartido su cambiante experiencia de la violencia. Esta disposición a hacerse presente en entornos peligrosos se observa tanto en ministerios pastorales del presente como del pasado, y tanto en las Iglesias evangélicas (véanse los capítulos de Johnson, Brenneman y Theidon) como en la católica (véanse los capítulos de Wilde, Morello, Arellano-Yanguas, Frank-Vitale, Pachico y Tate). El hecho de que se aprecie tanto en las Iglesias protestantes como en la católica indica muy claramente la existencia de una base común en el pensamiento y la práctica cristianos: una misma fe en el amor divino y en el valor de la vida humana, que debería quedar patente en sus ministerios. Ambos elementos invocan la necesidad de reconocer y defender la “dignidad” individual: un término recurrente que, en calidad de categoría moral, ha calado profundamente en las Iglesias y que se refleja en la disposición de esos ministerios a ponerse del lado de los desamparados de la sociedad, ya sean prisioneros de Brasil, expandilleros de Centroamérica, asediadas comunidades campesinas de Colombia o grupos indígenas de Perú. Este compromiso, que puede ponerlos en contra de las autoridades y la opinión pública, nos recuerda la singularidad de las comunidades religiosas.
Con todo, no cabe duda de que también hay diferencias entre las dos tradiciones cristianas. La práctica pastoral católica, por ejemplo, suele orientarse al conjunto de las comunidades —a creyentes y no creyentes—, en tanto que la evangélica y la pentecostal se centran más en los individuos que han pasado por una conversión religiosa o en quienes podrían tener la motivación para experimentarla. Las diferencias teológicas son importantes, pero los nuevos estudios de este libro, que analizan sobre el terreno diferentes tradiciones religiosas, cuestionan los contrastes simplistas, presentando un abanico de interpretaciones e hipótesis implícitas, basadas en formas alternativas de abordar los ministerios pastorales de índole social. Entre los ejemplos figuran:
—La mayor amplitud de la perspectiva católica puede permitir a los sacerdotes desempeñar una labor negociadora y mediadora entre diversas partes enfrentadas, involucrando a todos los actores afectados, entre ellos los violentos, con vistas a alcanzar soluciones pacíficas. En este carácter incluyente y este papel de mediación insiste Pachico en su capítulo sobre el Magdalena Medio colombiano, en el que cita al director del proyecto jesuita: que “uno de los objetivos fundamentales del programa ha sido lograr que la gente hable”. Por el contrario, Theidon, también en Colombia, descubre en la conversión religiosa personal una base para la fructífera labor que los evangélicos han realizado con excombatientes de las farc y los paramilitares, con vistas a “reconstruir las esferas íntimas de las relaciones sociales y las subjetividades individuales”.
—Frank-Vitale propone el útil concepto de “blindaje social” para describir el hecho de que la legitimidad que tiene un sacerdote mexicano en su comunidad y la confianza total