El siglo de los dictadores. Olivier Guez
clase de deportes (incluso equitación y vuelo a vela, hasta entonces reservados a una élite)… La contrapartida de todo esto fue un sólido adoctrinamiento, por supuesto. En su pasivo: el Volkswagen (el “auto del pueblo”, también llamado KDF-Wagen), financiado a partir de 1936 con un préstamo forzado, del que se privó al 90% de los suscriptores como consecuencia de la declaración de guerra, que reservó ese vehículo para el ejército.
Paralelamente, el aparato represivo se racionalizó con la creación de la Gestapo (policía secreta de Estado) bajo el mando de Goering (antes de que Heinrich Himmler obtuviera, en 1936, el título de jefe de todas las policías) y la creciente cantidad de campos de concentración. El 14 de julio de 1933, el edificio se completó con la constitución del NSDAP como partido único, así como todas las organizaciones de juventud que existían se reunieron en la Juventud Hitleriana y los movimientos paramilitares provenientes de la República de Weimar en las SS o las SA.
Las SS, nacidas en 1925 como simple “sección de protección” (Schutzstaffel) del Führer, fueron dirigidas por Himmler a partir de 1929 y rápidamente se convirtieron en un Estado dentro del Estado, con sus propios servicios de policía y de inteligencia, y a partir de 1939, con un cuerpo de élite militar (las Waffen-SS), que lucharía en todos los frentes, no sin arrogarse un papel decisivo en la formación ideológica de los alemanes y en la implementación de la política racial propuesta por Hitler según los términos de las leyes de Núremberg de 1935.25 En cuando a las SA (Sturmabteilung o “Secciones de asalto”), que en 1933 contaban con 200.000 hombres y sin las cuales Hitler nunca habría ganado la calle frente a los comunistas, su papel declinó bruscamente después de la Noche de los Cuchillos Largos del 30 de junio de 1934, cuando el Führer se deshizo brutalmente de su jefe, Ernst Röhm, uno de sus camaradas de la primera hora, acusado de preparar un complot para destituirlo.
La realidad era sin duda más compleja. Röhm, partidario de la “revolución permanente”, le había advertido hacía mucho tiempo a Hitler sobre el “aburguesamiento” del Partido. Su prestigio entre sus adherentes más populares, especialmente los que provenían de las filas comunistas, empezó a preocupar al ejército, cuyo sostén era vital para el nuevo régimen… Pero al eliminar a ese personaje molesto, Hitler no había pensado solamente en su respetabilidad, incluso internacional: también respaldaba a Himmler y a los partidarios del racismo biológico a los que Röhm se había enfrentado desde el principio. Este giro político fundamental, cuyas implicancias ulteriores saltan a la vista, fue totalmente ignorado en aquel momento, al igual que otro aspecto, no menos capital, de la Noche de los Cuchillos Largos: la decapitación de la derecha alemana conservadora, encarnada por el ex canciller Schleicher, asesinado en la noche del 30 de junio al mismo tiempo que varios dirigentes de la corriente católica… Un detalle que los medios económicos tomaron en esa época como parte de las pérdidas y beneficios, demasiado felices al ver que el nuevo hombre fuerte eliminaba lo que quedaba de su ala izquierda.
A la sombra del Führerprinzip
Para que su dictadura fuera completa, le faltaba todavía un detalle: la desaparición del presidente Hindenburg. Esto se cumplió el 2 de agosto de 1934. Ese día, el Reichstag votó la fusión de las funciones de presidente y de jefe del gobierno. Hitler se convirtió oficialmente en Führer y canciller, un título que materializaba su poder absoluto y que fue plebiscitado por los alemanes el 19 de agosto, con el 89,9% de los votos. Pero hizo mucho más. Tomó personalmente el mando del ejército alemán y obligó a todos los oficiales y a todos los soldados a prestar un juramento de fidelidad no ya solamente a la patria, sino a su persona: “Ante Dios, juro solemnemente obedecer en todas las cosas al Führer del Reich y del pueblo alemán Adolf Hitler, comandante supremo de la Wehrmacht. Como un valiente soldado, estaré dispuesto en todo momento a dar mi vida para respetar este juramento”.
El lema del antiguo régimen imperial “Ein Volk, ein Reich, ein Gott” (“Un pueblo, un Imperio, un Dios”) fue reemplazado por “Ein Volk, ein Reich, ein Führer” (“Un pueblo, un Imperio, un Führer”). El Führerprinzip, eje que estructuraba el régimen, se extendió, por delegación, a todos sus componentes, de modo tal que toda la sociedad se convirtió, según la expresión de Ian Kershaw, en una “comunidad carismática” organizada como un sistema satelital, más que como una pirámide. En el centro de la galaxia, Adolf Hitler dejaba que los niveles inferiores funcionaran con una relativa autonomía, con la condición de que contribuyeran a difundir su autoridad. De lo contrario, sobrevenía el castigo. El general von Fritsch y el Feldmarschall von Blomberg, respectivamente comandante en jefe del ejército de tierra y ministro de Guerra, pasaron por esa amarga experiencia, en 1938, por no haber apoyado con bastante celo el anuncio hecho por Hitler de que se terminaba la era de las conquistas pacíficas y que la verdadera guerra no tardaría en llegar.26 Contrariamente al fascismo italiano, auténtica “estadolatría” (Marcel Prélot) que no mostraba ninguna excepción a la verticalidad –solo existía un Duce, como en España solo existía un Caudillo–, el hitlerismo hacía convivir el terror político (cuya violencia implacable superaba infinitamente la brutalidad del régimen mussoliniano o la crueldad del régimen franquista) con una confianza limitada, pero real, en la autodisciplina de los servidores del culto. Esta autonomía muy relativa lo diferenciaba también fundamentalmente del régimen estaliniano. Aunque en la Alemania de Hitler, como en la Rusia soviética, el Partido controlaba todo, la habilidad de los nazis consistió en no generalizar las prohibiciones. Seguro de la eficacia de la enorme máquina de propaganda que estaba a cargo de Joseph Goebbels, Hitler, por ejemplo, estimuló la fotografía y el cine amateurs, que deseaba convertir, gracias a las películas Agfacolor y a las cámaras de 8 mm, relativamente baratas, en un instrumento de promoción del régimen. Ese cálculo dejó huellas que subsisten hasta hoy: comparados con los centenares de documentales realizados a partir de las colecciones privadas que sobrevivieron al Tercer Reich, ¿cuántos ilustran la historia de la Unión Soviética con escenas de la vida cotidiana inmortalizadas por ciudadanos soviéticos? Ninguno, ya que estaba estrictamente prohibido fotografiar y filmar en las calles, y además, prácticamente no existía el equipamiento necesario para hacerlo.
Al fijar en kilómetros de película en color la intimidad del dictador, Eva Braun, que disponía de una cámara 16 mm semiprofesional,27 no escapaba a esa pasión hitleriana por el cine y la fotografía. Con la diferencia de que, en el caso del Führer, ese testimonio estaba destinado a permanecer secreto.
“Casado con Alemania”, como le gustaba decir y como lo sugería la propaganda, Hitler le dedicaba supuestamente todo su tiempo a su país y hasta ignoraba la palabra “ocio”. “El Führer instituyó las vacaciones para el pueblo, no para él”: esta frase se repetía una y otra vez en los noticiarios filmados que elogiaban las realizaciones del régimen. ¿Qué habrían pensado los que miraban esos films si hubieran sabido que ese mismo Führer pasaba la mayor parte de su vida de vacaciones? Huyendo de las obligaciones oficiales (salvo las reuniones gigantescas que le gustaban, como el congreso del partido, en Núremberg, cada segunda semana de septiembre hasta 1938), Hitler, que parecía ignorar el cansancio en las campañas electorales –hasta el punto de tener hasta cinco reuniones públicas por día, en los cuatro puntos cardinales de Alemania–,28 fue, a partir de 1933, un “dictador perezoso” (Ian Kershaw).
Devoraba los libros (por gusto), pero detestaba leer informes. Reunía a sus colaboradores (aunque muy pocas veces a sus ministros) cuándo quería y dónde quería, pero solo por su conveniencia personal. Hay que leer el relato de una jornada de Hitler reconstruida por Claude Quétel para comprender que había adaptado su vida pública a sus hábitos de bohemia, adquiridos durante la década de 1910, y no a la inversa. Es cierto que, en los momentos más críticos de la guerra, se reunía con sus generales a la medianoche, pero no lo hacía para actuar lo más cerca posible de la situación, sino porque su jornada comenzaba a mediodía y se encontraba increíblemente desfasado con respecto al ritmo de la mayoría de los hombres de Estado, que solían estar activos desde la madrugada. Desayuno a las once y media de la mañana, almuerzo a las tres de la tarde, té a las seis y cena raramente antes de las diez de la noche, sesión de cine u obligación de asistir a un interminable monólogo del Führer hasta las dos o tres