Ya no hay hombres. Luciano Lutereau

Ya no hay hombres - Luciano Lutereau


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el caso, vemos proliferar notas periodísticas que comentan estudios “científicos” que afirman que tener sexo durante las mañanas, o bien con amigos, etc., sería “saludable”. En nuestros días es más importante estar sano que vivir una vida que tenga sentido. Se aspira al ideal de una pureza sin arrugas, a expensas de las huellas de la experiencia.

      En este punto es que el psicoanálisis demuestra una posición radicalmente opuesta a la entrevista por Foucault. ¿Dónde, si no en un análisis, los hombres pueden hablar de esa impotencia que no se reduce al funcionamiento de un órgano? ¿Con quién, si no con un analista, un hombre puede destituir ese ideal que, en nuestros días, lo consagra a una erección permanente?

      Sin embargo, este imperativo no sólo condiciona la vida de los hombres, ya que también proliferan para las mujeres marcas de productos que imponen una nueva imagen de lo femenino: reservorio de múltiples orgasmos; mientras que la práctica del psicoanálisis aloja la queja frecuente de aquellas que no sienten aquello que deberían sentir, pero también de aquellas que sienten… aunque no sepan identificarse como “agentes” de esa satisfacción.

      Por esta vía se accede a dos motivos fundamentales de la sexualidad de nuestra época, para los cuales el psicoanálisis ofrece su escucha despojada de toda orientación normativa: para los hombres, la posibilidad de que la impotencia ya no sea un déficit, sino un modo de recuperación del sujeto ante una exigencia normalizante; para las mujeres, la ocasión de que su relación con el goce ya no se encuentre basada en el falicismo del orgasmo, de cuya cantidad sabemos que sólo presumen los varones.

      Para hombres y mujeres, en su discordancia fundamental, el psicoanálisis sigue siendo uno de los pocos dispositivos que permite pensar la posición sexuada por fuera de toda intención que reduzca la sexualidad a una performance.

      La sexualidad masculina tiene en su centro la identificación con el orgasmo como demostración de la potencia. En efecto, para el hombre coinciden la potencia, el orgasmo y la eyaculación. De ahí que, en última instancia, para el varón la cuestión sexual se resume en el modo en que se posiciona respecto de si pudo o… no. Y, en este sentido, la respuesta es concreta.

      Imaginemos la siguiente situación: un hombre invita a salir a aquel o aquella de quien está prendado y, luego de ir a cenar, al cine, etc. (complétese con los valores ideales correspondientes según el tipo subjetivo), llegado el momento de la verdad, la cosa no funciona. Por lo general, este es un incidente difícilmente superable; para las mujeres suele acarrear un desprecio insoportable y, para otros hombres, un incordio motivo de desesperación. La escena de galanteo sólo podía sostenerse con la presencia velada del falo; ahora bien, llegado el momento en que es convocado, la impotencia deshace la situación. En ese punto, ya no hay sustituto fálico (ver una película, conversar sobre la familia, etc.) para evadir la incomodidad. Algo ha pasado o, mejor dicho, lo que no pasó deja su marca.

      Asimismo, la coincidencia de la potencia con la eyaculación permite al hombre todo tipo de destrezas. Entre los más jóvenes, la competencia que permite contar (cuántos goles se metieron, cuántas chicas se transaron en el boliche, cuántos polvos…) y situar una medida según la cual hay más y menos. Mientras que para las mujeres siempre es difícil encontrar que puedan hablar de eso; e incluso a veces el orgasmo clitorideo puede ser un modo defensivo respecto de otro goce menos localizable y que no tiene referente. Si el hombre se identifica con su eyaculación, la mujer encuentra su fijación en la demanda amorosa, en la voluntad de ser amada (de la que Freud decía que era el equivalente femenino del complejo de castración).

      La potencia sólo es tal en el marco de su amenaza. Y, por cierto, entre muchos varones la impotencia es el mejor indicador del deseo. Aquel que tenía fama de mujeriego empedernido, el día que consigue salir con aquella que le interesaba demuestra… que la cosa no funciona. De esta manera, ¡la impotencia tiene un valor subjetivo importantísimo! El deseo no se reconoce sino por los tropiezos; es cierto idealismo de la época el que sostiene que si uno no llega a la meta es porque, en realidad, no estaba del todo motivado. El psicoanálisis viene a mostrar todo lo contrario, siempre el único acto es el acto fallido. Sólo podemos sintomatizar el acto, dado que también es la única vía de delimitar las coordenadas subjetivas que implica. En este sentido es que el psicoanálisis, al igual que la tragedia griega, se basa en la idea de que sólo hay un efecto didáctico en las pasiones negativas (“temor” y “compasión”, según Aristóteles en la Poética).

      Por lo tanto, la impotencia no es un avatar de la masculinidad. Mucho menos un síntoma de la época. En todo caso, nuestro tiempo pone de manifiesto una intolerancia radical al “no poder”. En La agonía del Eros, Byung-Chul Han dedica un capítulo al “no poder poder” que caracteriza a la relación sexual y que la sociedad capitalista contemporánea rechaza bajo una expectativa de rendimiento, cuyo correlato no es ninguna negatividad (como la del síntoma) sino la depresión y el agotamiento. Así es que Han analiza el best-seller Cincuenta sombras de Grey de acuerdo con un mandato que rechaza lo fundamental del sexo: la relación con el otro, entendido como alteridad radical. La sexualidad, hoy en día, se ha vuelto una destreza más; y perdió su capacidad de interpelación.

      Por eso, en el caso de los varones, es especialmente importante tener presente esa instancia negativa, la pérdida que fundamenta toda potencia; para no degradar la sexualidad en disciplina de consumo, pero también para que el sujeto no se dilapide en esa instancia anónima para la cual, en el mundo capitalista, nothing is impossible.

      3- En efecto, el goce fálico no es algo subjetivable, cosa que ya sabía Aristóteles cuando afirmaba que “La verga, como el corazón, son órganos que se mueven por sí solos”. Cf. Mimoun, S; Chaby, L., La sexualité masculine, Paris, Flammarion, p. 21. Asimismo, estos autores destacan que “paradójicamente, la erección es un fenómeno pasivo, y en cambio la flaccidez es un fenómeno activo” (Ibid., p. 18).

      En el libro Genealogía de lo masculino, Monique Schneider menciona un artículo de Maurice Clavel (en Le Nouvel observateur) en el que se refiere a la elección de Juan Pablo II, en 1978, en los siguientes términos:

      “Primero él. Lo veo. Los tiene. Duas et bene pendentes. Esos hombros, esas mandíbulas proletarias. Uno de esos mozos robustos, garañones, machos cabríos que tenían algo al menos que ofrecer a Dios…”

      Esta indicación de Schneider tiene como referencia el libro de Alain Boureau, La papisa Juana, que restituye en el contexto medieval, una leyenda según la cual una mujer disfrazada de hombre se apoderó del trono pontificial. Para no volver a caer en este desliz, se habría instituido un rito: en el momento de su nominación, el papa debía sentarse en un asiento agujereado, para que se realizara la fehaciente comprobación. Boureau deja la palabra a un cronista de 1379:

      “Para


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