2000 años liderando equipos. Javier Fernández Aguado
viva en la residencia de los novicios, donde estos meditan, comen y duermen. Asígneseles a estos un anciano que sea apto para ganar almas, para que vele sobre ellos con todo cuidado (…). Si promete perseverar (…), tras dos meses léasele por orden esta regla y dígasele: ‘He aquí la ley bajo la cual quieres militar. Si puedes observarla, entra; pero si no puedes, vete libremente’». De mantenerse tenaz, se le llevaba a la residencia de los novicios y proseguía la probación. Seis meses después se le leía la regla. Si proseguía impávido, se repasaba con él el texto cuatro meses más tarde. No se ocultaba la exigencia, ni se edulcoraba.
La problemática de los millennials estaba presente. La resuelve san Benito desde el punto de vista formal: «Los jóvenes honren a sus mayores, y los mayores amen a los más jóvenes. Al dirigirse a alguien, nadie llame a otro por su solo nombre, sino que los mayores digan hermanos a los más jóvenes y los jóvenes díganle padres a sus mayores, que es expresión que denota reverencia».
La afectación de directivos o subordinados daña. Sobre la cuestión se previene, ya que algunos se imaginaban ser segundos abades y se atribuían un poder que nadie les había conferido. Eran fuente de escándalos y discrepancias. Brotaban disensiones, envidias y desórdenes cuando no se coordinaban prior y abad. Cada grupo adulaba a uno u otro esperando recibir prebendas.
Las normas había que memorizarlas y se leían reiteradamente a la comunidad, como hoy en día se instalan paneles con los valores de la organización. La comunicación había de ser vertical, en ambos sentidos: «Si sucede que a un hermano se le mandan cosas difíciles o imposibles, reciba este el precepto del que manda con toda mansedumbre y obediencia. Pero si ve que el peso de la carga excede absolutamente la medida de sus fuerzas, exponga a su superior las causas de su imposibilidad con paciencia y oportunamente, y no con soberbia, resistencia o contradicción».
Si tras las alegaciones el superior mantiene su decisión, el subordinado ha de obedecer siquiera a regañadientes.
Algunas enseñanzas
Ante situaciones extraordinarias se precisan decisiones excepcionales
Los sabios escuchan el silencio
Hay personas que no saben lo que quieren, más vale alejarse de ellas
Los maestros impelen más que los eruditos
Conocer y reconocer los antecedentes es honrado y no menoscaba la autoridad
Las iniciativas valiosas se inventan y se reinventan
Mucho y bien el pájaro no vuela. Vivir es tomar decisiones
Los sistemas de control son imprescindibles, también entre personas supuestamente honestas
El líder ha de estar preparado en lo técnico y ser bueno éticamente
Gobernar reclama empatizar con los dirigidos
Las buenas ideas
trascienden el tiempo
Los benedictinos (529)
La tentación de san Antonio, por Hieronymus Bosch, c. 1530-1600. Fuente: Shutterstock.
La originaria vida monástica de la que venimos hablando se presentó en dos modalidades ortodoxas. San Pacomio lideró a los cenobitas; san Antonio, a los eremitas. Hasta el siglo III no había aparecido ninguna organización como tal separada del resto de fieles. A finales de esa centuria se comienza a denominar monjes a los solitarios, por el origen griego del término solo.
San Pablo de Tebas (228-342) fue probablemente el primero que se retiró al desierto para asumir una vida eremítica. Siglos más tarde, inspirándose en él, surgiría en Hungría, por impulso del beato Eusebio de Esztergom (1200-1270), la Orden de San Pablo Primer Eremita o monjes paulinos. A esa orden, cuando escribo estas líneas, le ha sido encargado el culto del monasterio de Yuste (España). Lo que conocemos de san Pablo de Tebas es más piadoso que histórico. Por hache o por be, los líderes de las dos opciones son los citados san Pacomio y san Antonio.
San Antonio (251-356) es reconocido como el incipiente precursor de la vida eremítica. Las primeras comunidades se establecieron en el este del delta del Nilo, hacia el desierto de Libia, y también hacia el sur, siempre en torno al caudal. Levantaban celdas en rededor de un templo. Los signos definitorios de este modelo son la soledad, la tensión por adquirir virtudes y una estricta penitencia. Los monjes vivían en cubículos separados. Solo se reunían sábado y domingo para el culto divino en la capilla. Carecían de una regla común estable. Los ya apergaminados desplegaban autoridad sobre los más jóvenes y enseñaban a modo de tradición las claves de su modo de vida. En circunstancias especiales se apiñaban para abismarse en la Biblia. La ausencia de reglas claras y estables implicaba desbarajuste, y algunos comenzaron a sentir la necesidad de organizarse. También para regularizar el trabajo y unificar la política alimentaria.
San Pacomio contribuyó a sistematizar con una regla cuando fundó el primer cenobio hacia el 315. Propuso el reconocimiento de una autoridad y el agrupamiento de los monjes dentro de un mismo círculo o cenobio (del griego, vida común). Lo esencial era fijar una observancia sensata y obligatoria, manteniendo cierto margen de libertad en función del celo de cada uno.
San Benito, como acabamos de ver, no sería el fundador de este estilo de vida, pero sí el regulador de referencia. Su desafío era promover la vida contemplativa, distribuyendo el día entre la plegaria litúrgica, la oración, el estudio y el trabajo manual, ocupando el lugar central el mencionado oficio divino (opus Dei). Hasta el mismo trabajo manual tenía por objeto la liturgia; se dedicaban con predilección a la confección de bordados y miniaturas, obras de arte destinadas al culto.
En el capítulo anterior se han espigado enseñanzas de la regla benedictina para el management. Me detengo ahora en momentos esenciales de la orden y de su influencia en la historia europea. De algún modo, el viejo continente es hijo de esta orden. Lo verificaremos también al hablar de reformas como Cluny y el Císter. De algún modo puede ser calificada, empleando terminología del siglo XXI, como exonomics o economía exponencial.
Pintura de santo Tomás de Aquino y Anselmo de Canterbury en el Santuario Nuestra Señora del Sagrado Corazón, de Francisco Labarta,1960. Fuente: Renata Sedmakova, Shutterstock.com
En el siglo XI, el benedictino san Anselmo, obispo de Canterbury, fue persona emblemática. Con veintiséis años llamó a las puertas de la abadía de Bec en Normandía. Ansiaba convertirse en discípulo del maestro Lanfranco (+1089), admirado en toda Europa. En 1060, tras un trienio de preparación, solicitaba Anselmo la cogulla benedictina. Al ser nombrado Lanfranco para la sede abadial de San Esteban de Caén, Anselmo quedó como rector de la escuela del Bec. En 1070, Anselmo sería el nuevo abad. Más tarde, y durante dieciséis años, regiría la sede primada de Canterbury. Su empeño fue defender la independencia de la Iglesia frente al poder político. Innovador y místico, fue el formulador del axioma credo, ut intellegam (creo para entender). Es reconocido universalmente como el padre de la escolástica y remoto inspirador intelectual de santo Tomás de Aquino y san Buenaventura. Falleció el 21 de abril de 1109 con setenta y seis años.
Los benedictinos fueron incansables promotores del estudio. Bien lo refleja un dicho: claustrum sine armario, quasi castrum sine armamentario (monasterio sin biblioteca es como castillo sin armería). Como proclamaría sin ambages Leibniz, «los libros y las letras nos han sido conservadas por los monasterios». Bastantes se inspirarán en los benedictinos. Sin ir más lejos, san Francisco de Asís recibió su hábito de color gris de manos de un benedictino, el abad Benigno de Valleumbroso. Es la razón por la que los primeros hijos del de Asís fueron denominados en sus albores Hermanos Grises de San Benito. Como no tenían adónde ir, la abadía de Subiaco les cedió la iglesia y el entorno de la Porciúncula. San Francisco fue con