2000 años liderando equipos. Javier Fernández Aguado

2000 años liderando equipos - Javier Fernández Aguado


Скачать книгу
gobierna las almas dechado de los demás en sus obras, señalando a los súbditos con su conducta el camino de la vida, de suerte que el rebaño, imitando las costumbres y escuchando la voz de su pastor, camine más bien llevado por sus ejemplos que por sus palabras. Aquel que por deber de su ministerio está obligado a hablar de sublimes verdades, está forzado también a dar sublimes ejemplos; que cuando la conducta del que predica está de acuerdo con lo que enseña, sus palabras penetran más fácilmente en el corazón de sus oyentes, presentando como llano y hacedero con sus ejemplos lo que impone con sus enseñanzas. (…) Quien tiene a su cargo el predicar de cosas celestiales parece como si, levantándose por encima de los negocios de la Tierra, descansara sobre una alta cumbre, siéndole así más fácil arrastrar a sus súbditos hacia el bien, por hallarse, con los ejemplos de su vida, predicando desde las alturas».

      Un aspecto relevante de esta magna obra es la descripción de setenta clases de enfermedad del espíritu para las que propone terapias. Señala que cuando se nublan u oscurecen los ojos, dóblanse las espaldas. Dicho de otro modo, que cuando quienes gobiernan disipan la visión estratégica, sus subordinados acaban por pagarlo. Exhorta a que no asuman cargos de gobierno personas que carecen de preparación técnica y ética. Al encausar a quienes no obran con integridad, evidencia la debilidad de quienes se alimentan de inciensos, a fin de que quienes sean conscientes de sus imperfecciones rechacen responsabilidades, y que quienes aun en terreno llano flaquean eviten al riesgo de cimas y simas.

      No faltan pasajes disputados, como el que exalta la predicación en menoscabo de la vida contemplativa. «Hay algunos que, dotados de sobresalientes cualidades, se consagran con entusiasmo a la sola contemplación y al estudio, se niegan a cooperar con la instrucción de los fieles en la predicación, prefieren el retiro y el asueto, entregados a las delicias de la especulación. Si ha de juzgarse rigurosamente su proceder, deduciremos que son, sin lugar a duda, reos de la perdición de tantas almas como son las que hubieran podido salvar saliendo a predicar en público. ¿Con qué animo prefiere su propio retiro a la salvación de los prójimos quien podría aprovechar en el ministerio de las almas, cuando el mismo Unigénito del Eterno abandonó el seno del Padre y emprendió su vida pública para provecho y salvación de muchos hombres?». Su diatriba se entiende en el ámbito de la urgente necesidad de oradores.

      Abordó también la obsesión por el poder. Quienes movidos por ambición aceptan prelaturas deben remembrar que hasta Moisés temblaba ante la responsabilidad del mando. Frente a ese ejemplo, hay quienes vacilantes bajo el peso de sus propios cuidados pretenden cargar con los ajenos. Les ridiculiza: no pueden soportar el lastre que llevan y anhelan doblar la carga. El capítulo X se centra en las cualidades que ha de acopiar quien anhela promoción a un puesto de gobierno: ser plenamente ético, desdeñar los bienes materiales, no arredrarse ante las contradicciones, no estar obstaculizado por la debilidad de su cuerpo ni por la porfía de su espíritu, ser manirroto con lo propio, estar inclinado a la misericordia, compadecerse de las fragilidades ajenas, mostrarse ante los demás digno de imitación…

      Gregorio I, teólogo y pensador, se sintió siempre cercano a los sucesos del momento. Cuando en mayo de 593, tal como se ha comentado, las tropas lombardas se dirigían hacia Roma bajo el mando de Agilulfo, predicó: «Han aumentado nuestras tribulaciones; por todos lados nos rodean las espadas, en todas partes se cierne sobre nosotros el peligro de muerte. Unos vuelven con las manos cortadas, otros son hechos prisioneros, otros degollados al filo de la espada. Yo me veo obligado a callar, porque según frase de Job, mi cítara se ha tornado en luto y mi instrumento solo da voces de sollozo y llanto. Todos los días debo beber el cáliz de la amargura; ¿cómo podría yo, en estas circunstancias, prepararos la suave bebida de la sagrada Escritura? Entre los azotes que por nuestros pecados sufrimos no nos queda otro recurso que gemir (…). Nuestro Criador es a la vez nuestro padre y unas veces nos da el pan que nos alimenta y otras veces nos corrige con el castigo; pero ya sea por el camino del dolor, ya por el de las caricias, nos guía siempre a la heredad perpetua del Paraíso».

      Adoptó el citado título de Siervo de los Siervos de Dios frente a los que ostentaban sus predecesores como Vicario de Cristo, Sumo Pontífice de la Iglesia Universal o Primado de la Iglesia. Refutó el término ecuménico por parte del patriarca de Constantinopla, Juan el Ayunador. Tenía claro que Roma era la sede primada y Constantinopla no estaba a la par. Logró su propósito, y a partir del 607 se dejó de emplear. Posteriormente, Juan le decepcionó. Escribió en el 595 al patriarca y al emperador: «Quien despectivamente niega la obediencia a las prescripciones canónicas, que ultraja a la Santa Iglesia universal, que tiene el corazón hinchado de soberbia, que codicia títulos singulares para enaltecerse a sí mismo, que se exalta sobre la dignidad misma de vuestro imperio con ocasión de un simple vocablo, (…) regrese al recto camino y cesará todo disentimiento». Nadie dudaba de que estaba hablando de Juan: «Lo que con la boca predicamos, lo destruimos con el ejemplo; perdemos carnes con los ayunos, mientras nuestro entendimiento se hincha con la soberbia; cubrimos nuestros cuerpos con ropas despreciables, pero con el orgullo del corazón vencemos la púrpura; nos postramos en la ceniza y, en cambio, ni las cosas más excelsas nos bastan para nuestra ambición; predicamos la humildad y nos adelantamos a todos en la soberbia y bajo capa de corderos ocultamos dientes de lobo».

      Su afán por la justicia le llevó a imponer en Palermo que se indemnizase a los judíos por las sinagogas que les habían sido expropiadas para transformarlas en templos católicos. Pilotó la nave de Pedro, recordando el mensaje cenital, la espiritualidad, a través de tres sínodos. Fue mansurrón y compasivo, ayudando a pobres y enfermos. Desplegó la necesaria fortaleza. Se lee en misiva a Gianuario, obispo de Cagliari: «A juzgar por lo que me han dicho, te has hecho tan culpable en tu avanzada edad que nos veríamos obligados a lanzar contra ti el anatema si un sentimiento de compasión no nos lo impidiese. Y ya que queremos perdonarte por respeto a tus canas, diremos a modo de exhortación: vuelve sobre ti una vez más, oh vetusto, y mortifica esa tu gran ligereza y perversidad en el obrar. Cuanto más te acercas a la muerte, tanto más cuidado has de tener de ti mismo y más temeroso has de ser de Dios». El malhadado obispo tenía costumbre de cobrar desproporcionadamente por los entierros. Le afea san Gregorio: «Sobre el gemido del dolor has añadido el molesto peso de los gastos. Grave es e impropio del oficio sacerdotal poner precio a la tierra que se concede a la putrefacción y lucrarse con los gemidos que exhala el dolor del prójimo. No sigas exigiendo pago tan penoso». Y añade: «No te preocupes más del dinero que de las almas. Los bienes terrenos los hemos de mirar al sesgo; en cambio, hemos de conservar íntegras nuestras fuerzas para el mejor bien de los hombres. Almas, almas quiere Dios del obispo, no dinero».

      El final de su vida fue agónico a causa de múltiples dolencias. Murió el 12 de marzo de 604. En su lápida se escribió: «Cónsul de Dios». No carecía de razón quien así lo decidió, pues al igual que los antiguos cónsules romanos, había alzado la fe como un estandarte por diversos países a través de los misioneros por él remitidos. Escribió el protestante alemán Ferdinand Gregorovius (1821-1891) en su Historia de Roma en la era medieval: «Nadie como él comprendió la grandeza de su misión ni la sostuvo con tan gran celo y valentía: sus afanes y sus relaciones se extendieron a todos los puntos de la cristiandad. Ningún pontífice dejó la abundancia de escritos que él –que por esta razón fue llamado el postrero Padre de la Iglesia– ni ocupó jamás la cátedra de San Pedro un alma tan sublime y generosa como la suya». Resulta particularmente interesante ese juicio. No por error el jesuita Johan Hardon describió a Gregorovius como «un amargo enemigo de los papas».

      La Iglesia concedería a Gregorio I el título de doctor, situándolo entre los cuatro grandes doctores latinos: Jerónimo de Estridón, Agustín de Hipona y Ambrosio de Milán. También se le menciona, con toda justicia, como Padre de Europa.

      Algunas enseñanzas

       Ab asino lanam quaerere, o no pretendas lograr lana de un asno. No hay que buscar frutos en un erial

       Entornos mediocres dificultan metas valiosas

       Conocer la realidad facilita las decisiones

       La largueza engrandece el alma

       Ab actu ad posse valet consecutione aut illatio, o del pasado podemos aprender para las decisiones futuras

       Gobernar


Скачать книгу