2000 años liderando equipos. Javier Fernández Aguado
para solicitar al pueblo no aceptar el honor, el monje Hugo el Blanco le detuvo y predicó: «Hermanos míos: bien sabéis que este es Hildebrando, quien ha exaltado y libertado a la Iglesia desde los tiempos del papa León; por lo cual, y no siendo posible elegir otro mejor ni igual, elegimos para el pontificado a un hombre que desde largo tiempo se ha dado a conocer y ha obtenido la aprobación general». Resulta curioso que quien había contribuido a formalizar el proceso de elección llegase al solio por aclamación. Fue entonces ordenado sacerdote y recibió el episcopado el 30 de junio de 1073.
Gregorio VII se ocupó de defender los derechos de la Iglesia frente a los intereses seculares. Advirtió que condenaría mediante excomunión a quien no se plegara. La lucha se concretó en Enrique IV. Trató primero de acercarse amistosamente, pero fue infructuoso. Escribió a Godofredo el Jorobado: «Si –Dios no lo quiera– nos devuelve odio por amor y si, desconociendo la justicia de Dios, paga con menosprecio el gran honor que ha recibido, la sentencia (maldito sea el hombre que desvía su espada de la sangre) no caerá ciertamente sobre mí».
En marzo de 1074, el papa convocó en Roma el primer sínodo de la Cuaresma y quedó establecido que ningún clérigo simoníaco sirviese a la Iglesia, que los beneficios logrados con ese dinero fuesen abandonados y se conminó a la excomunión de los implicados. Al pueblo se le prohibió acudir a ceremonias en las que interviniesen.
La vorágine, fundamentalmente en Alemania, era grande. El obispo Otón de Constanza no solo permitió a los clérigos que siguiesen viviendo con sus mujeres, sino que promovió que quienes no la tuviesen buscasen una. En medio de este desbarajuste, parejo al contemporáneo, fue preparando el Dictatus papae, conjunto de veintisiete proposiciones con el título Quid valeant Pontifici Romani, donde se pormenorizan las prerrogativas del pontífice romano. Se plasmaba negro sobre blanco la autoridad papal en un mundo en el que el cesaro-papismo estaba extendido. Algunos creen que ese documento fue la causa de la consabida batalla de las investiduras. En realidad fue solo un episodio más. Si bien los papas se inmiscuían a veces en cuestiones temporales, era frecuentísimo que la nobleza y los monarcas trataran de obligar a la jerarquía de la Iglesia a tomar partido. No pocos pretendían que el obispo y los párrocos fueran gestores de propiedades que a la muerte del prelado retornaban al encumbrado terrateniente miembro de la aristocracia, hasta la sustitución por otro de su cuerda.
El decreto de 1059 para la elección del papa anhelaba poner coto al deseo de soberanos y nobles de influir en la decisión de quien sería el sucesor de Cristo. El sistema, reitero, era avieso: Enrique IV nombraba obispos a personajes de nula preparación y disposición, y estos consignaban lo que se les solicitase, porque iban a cobrarlo de su clero en cuanto tomasen posesión. Los sacerdotes, a su vez, lograban rehacerse de la inversión a costa de los bienes y realidades más sagradas. No es estrambótico por esto que de todos los obispos nombrados por Enrique IV solo muriese católico uno, Bennón de Misnia.
En la vigilia de Navidad de 1075, hampones enviados por el emperador y dirigidos por Cencio secuestraron al papa tras herirlo durante la celebración de los actos litúrgicos. Gregorio VII padeció con mansedumbre. Una vez vino a saberlo el pueblo, hubo reyerta con el grupo de fanáticos. El papa regresó a Santa María la Mayor para ultimar la misa abruptamente suspendida.
El emperador por su parte siguió confiriendo la investidura a obispos indignos y se amistó con el mayor enemigo del pontífice, Guiberto de Rávena. El papa llamó a este a Roma, pero el disidente se desentendió. Es más, convocaron un conciliábulo en Worms con idea de deponer al pontífice. La carta enviada al sucesor de Pedro desborda exabruptos: «Falso monje», «sembrador de cizaña», contrario a la «potestad regia que Dios concedió». Y concluye: «Puesto que armaste a los súbditos contra los señores, predicaste el menosprecio de los obispos ordenados por Dios y diste facultad incluso a los seglares para deponerlos y condenarlos, ¿y tú quieres deponerme a mí, rey inculpable a quien solo Dios puede juzgar, siendo así que los obispos declararon que a Dios solo incumbía pronunciar sentencia contra un Juliano apóstata?».
Gregorio VII respondió en el sínodo cuaresmal de 1076, al que acudieron ciento diez obispos. Excomulgó al emperador, lo que implicaba que sus siervos eran libres para desobedecerle. El pontífice salió de Roma en diciembre y se dirigió a los territorios de la reina Matilde. Se detuvo en Mantua antes de proseguir camino hacia el castillo de Canossa, en los Apeninos. En parte porque corrían cotilleos de que el rey viajaba allí con escolta armada dispuesto a dar un golpe de mano. No fue así. Tras un triduo penitencial en el portón de la fortaleza recibió el permiso para entrar. El 28 de enero de 1077, Hildebrando acogió a Enrique. Escribiría el mencionado Gregorovius: «Tres días estuvo el infausto rey aguardando a la puerta más humilde de la fortaleza, descalzo sobre la nieve y con el hábito de penitente echado sobre sus vestiduras, suplicando ser recibido y llorando amargamente». Fue absuelto.
No tardó el emperador en venirse arriba. Entre otros motivos porque los obispos opuestos al papa temían perder prebendas si el pontífice ejecutaba la selección. Promovieron a un antipapa, Clemente III (1080-1100), Guiberto de Rávena. El problema de Enrique IV se origina por su deficiente formación. Casquivano, su madre Inés no lo encauzó, ni tampoco su preceptor, el obispo Adalberto de Bremen, que fue un consentidor. Cuando Annón, arzobispo de Colonia, trató de poner límites, lo único que consiguió fue exasperar al malcriado, futuro Enrique IV.
En 1076, en carta dirigida por el papa a los príncipes y obispos de Alemania se lee: «En estos días de peligro, en los que el anticristo se agita en todos sus miembros, difícilmente se hallará un hombre que anteponga sinceramente los intereses de Dios a sus propias conveniencias. Testigos sois de que si he luchado contra los malos soberanos y los sacerdotes impíos no ha sido impelido por idea alguna de poderío temporal, sino por el convencimiento que he tenido de mi deber y de la misión de la Sede Apostólica. Mejor es para nosotros arrostrar la muerte que nos den los tiranos que hacernos cómplices de la impiedad con nuestro silencio».
Gregorio VII, como venimos comentando, había recibido una Iglesia acanallada y sometida a sátrapas. Empeñado en soltar amarras y purificarla sometió a control a los clérigos incontinentes. También se enfrentó frontalmente a las prácticas simoniacas. Anticipando lo que hoy en día se denomina posverdad, escribió: «No desconozco cuán distintamente me juzgan los hombres y que por una misma acción unos me juzgan cruel y otros demasiado benigno».
Cuando los normandos se retiraron de Roma, Gregorio VII también consideró prudente seguirlos. Se dirigió primero a Montecassino y de allí a Salerno. En esa ciudad renovó la excomunión contra el emperador y contra el antipapa. En enero de 1085 reunió una asamblea para rematar el conflicto. Otón de Ostia era el cardenal delegado, junto a arzobispos y obispos puntales de Gregorio VII. Frente a ellos, jerarcas sufragáneos defendían la causa de Enrique por temor a perder sinecuras. El papa feneció el 25 de mayo de 1085, tras pronunciar la famosísima sentencia: «He amado la justicia y odiado la iniquidad, por esto muero en el destierro».
Quien había definido en el Dictatus Papae que el romano pontífice era omnipotente en las decisiones referidas al nombramiento, remoción o traslado de obispos, y también que le era lícito deponer a los emperadores, o que sus sentencias no podían ser rechazas por nadie, falleció viendo dislocados principios que consideraba inviolables. Fue sepultado en la iglesia de San Mateo (Salerno).
Tras él, otros monjes llegarían al papado, como Desiderio de Montecassino, con el título de Víctor III (1086-1087); Odón de Chatillón, con el nombre de Urbano II (1088-1099); o Juan Conciulo, como Gelasio II (1118-1119). Las grescas entre el poder religioso y el secular concluirían gracias a Calixto II (1119-1124), en 1122, cuando en un nuevo concordato (de Worms) firmado con el emperador Enrique V se resolvió el nombramiento de obispos y abades a favor de la Iglesia. El emperador desistía de la selección, que pasaba a ser exclusiva de la Iglesia, y el romano pontífice reconocía al monarca el derecho a dispensar a los investidos el cetro que identificaba el cargo.
Algunas enseñanzas
Desaprender malas costumbres no es sencillo
Cuando la selección es negligente cuesta ordenar el futuro
El afán por loar a quien ha triunfado es irreductible al sentido