Todo el mundo sabe que vuelves a casa. Natalia Sylvester

Todo el mundo sabe que vuelves a casa - Natalia Sylvester


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clase de nostalgia. Lo más cerca que estuvo de obtener una explicación fue el día en que un vendedor telefónico particularmente insistente le colmó la paciencia a la mamá de Claudia.

      —¡No sé cuándo va a regresar! —gritó Elda después de la cuarta llamada—. Nos abandonó hace años, así que mejor usted dígame a mí qué pensar.

      Colgó, satisfecha consigo misma. Isabel miró fijamente su plato de cereal, fingiendo que no había escuchado nada.

      Años después, Isabel aún podía recordar con facilidad la cadencia de esa negación familiar. Cuando ella y Martín se comprometieron e invitaron a Elda a su prueba de pastel, el repostero preguntó si debían esperar también al papá del novio.

      —Mi suegro ya no está con nosotros —dijo Isabel.

      Esperó a ver si Martín la corregía; si quizá, después de todos estos años, una boda podría bastar para que se reconciliaran. Él preguntó sobre los diferentes betunes y el asunto terminó ahí.

      Excepto que ahora los ojos de Martín se nublaron y su vasta mi­rada se quedó fija en el ventilador del techo como esperando a que el aire le ahorrara la vergüenza de las lágrimas. Cuando pareció no funcionar, enterró la cara en el cuello de Isabel y estiró un brazo sobre su estómago.

      Ella nunca lo había visto así. Sabía que debía compartir su sufri­miento, pero una parte de ella se sentía reivindicada. Una parte de ella pensaba: esto es lo que cambió, esto es lo que significa estar casados. Saber que nunca más habría alguien con quien Martín pudiera mos­trarse tan vulnerable hizo que Isabel quisiera ser fuerte para él.

      —Por lo menos ahora puedes dar el asunto por concluido —di­jo—. Pudo haber sido peor. Se pudo haber muerto y desaparecido para siempre y nunca te hubieras enterado.

      —No quiero dar nada por concluido. No quiero verlo ni hablar con él. Nada más no te acerques si regresa, ¿ok? —Sus palabras le quemaron la piel—. Lo arruina todo.

      —Nadie ha arruinado nada.

      Le acarició el cabello con los dedos hasta que se quedó profun­damente dormido. Luego se deslizó para levantarse, se vistió y se dirigió a una pequeña sala que había en su suite nupcial.

      Ahí estaba otra vez Omar, encorvado en el sillón de cachemira con las manos en las rodillas. A Isabel se le bloqueó la garganta.

      —Me asustaste.

      Omar se encogió de hombros como pidiendo perdón.

      —Bu.

      —No es chistoso.

      —Un poco sí.

      —¿Has estado ahí todo el tiempo? Mientras nosotros...

      Dios mío, no. Nada de eso.

      —¿Pero entonces supiste cuándo regresar? ¿Cómo?

      —Sólo lo supe.

      Le lanzó una expresión confundida, y después de algunos bal­buceos y falsos comienzos, Omar pareció encontrar las palabras para explicarse.

      —Cuando estás muerto, sientes todas las cosas que te perdiste en vida. Humores, ritmos, el estado de ánimo de una persona. No sus pensamientos —añadió rápidamente—. Pero de algún modo estamos más vivos que antes.

      Se acercó a él. No había nada en este hombre que no la intrigara. Mientras caminaba rodeando la mesa de centro y el lujoso sillón blanco que había entre ellos, deseó que éste fuera un hotel menos elegante, de esos que tienen cafeteras con bolsitas de plástico indi­viduales de café molido. Pero éste era el tipo de lugar donde había servicio a la habitación las 24 horas. A pesar de que la boda fue un viernes para bajar los costos, habían rebasado su presupuesto para reservar la suite. Se imaginó explicándoles a los empleados del hotel que el espíritu de un difunto había entrado a su sala. Casi le dio risa.

      —¿Qué es tan chistoso? —preguntó Omar.

      —No me estaba riendo.

      —Pero tu humor cambió. Hace un minuto estabas asustada.

      —No realmente asustada. Sorprendida.

      Se sentó frente a él. Incluso con las luces apagadas, podía ver sus rasgos profundos bañados en la frescura de las luces de la calle que brillaban a través de las ventanas. Ahora que tenía un momento para observarlo, le impactó cuánto se parecía a Martín, o más bien cuánto se parecía Martín a él. Tenía una cabellera canosa y una barba espesa y entrecana. El cabello de Martín era completamente negro y él siempre estaba rasurado al ras, pero para el mediodía sus cachetes ya picaban. Como resultado, la piel de ambos hombres lucía gruesa; sus poros abiertos les daban una apariencia tosca y ero­sionada que ella siempre había encontrado atractiva. Omar era un poco más bajo que su hijo, con hombros más anchos. Era un ejemplo perfecto del después del antes de Martín, una representación inquie­tante de la progresión natural del tiempo.

      Claro que también estaba la pequeña diferencia de la morta­lidad. Antes, en el auto, ella había estado demasiado abrumada para notar que la quietud de Omar oscilaba. Cuando lo veía di­rectamente parecía tan sólido como cualquier otro ser, pero en el momento en que veía hacia otro lado y la imagen de Omar se desplazaba a su periferia, vacilaba, como una llamada en video que se actualiza constantemente si la conexión es de mala cali­dad.

      Tenía ganas de despertar a Martín, de abrazarlo y dejar que la anclara en su mundo. Pero se resistió al recordar lo que su esposo le había pedido antes de quedarse dormido.

      Esposo. Hasta pensarlo se sentía como una revelación.

      Omar se cruzó de piernas y deslizó su tobillo hacia arriba para ponerlo encima de su rodilla.

      —Dios mío, hasta tienen los mismos gestos —dijo ella.

      —¿Es demasiado raro para ti? Puedo irme.

      Esta vez Isabel no se molestó en reprimir su risa.

      —Tienes razón. Por supuesto que lo es —dijo él.

      —Lo único que podría ser más raro que el hecho de que estés aquí sería que te pidiera que te fueras ahora que estás.

      —Me parece que mi hijo no estaría de acuerdo contigo —dijo, bajando la voz.

      Puede ser que tengas razón. Pero no tienes que susurrar. Él no despertaría ni aunque hubiera un terremoto.

      El sueño de un hombre muy feliz.

      No se molestó en discutirle eso. Afuera había comenzado a llover, gotas silenciosas que no golpean las ventanas pero silban cuando los autos resbalan sobre ellas en las calles apenas mojadas.

      —No pensé que fueras a regresar después de lo que pasó en la tarde.

      —No planeaba hacerlo. Intenté visitar a Elda y a Claudita antes de que empezara la recepción, pero no quisieron verme.

      —Qué raro —siempre había sospechado que Elda aprovecharía cualquier oportunidad para reclamarle a Omar—. No parecían para nada molestas esta noche —al contrario, Claudia estaba desacostumbradamente alegre.

      —Entonces me alegra saber que no les arruiné la fiesta.

      —¿Por qué no estarían contentas de verte? ¿Por qué Martín no lo estuvo? Yo lo habría esperado, después de tantos años.

      El tiempo no hace desaparecer los sentimientos. Sólo hace que la gente esté más dispuesta a hacerlos a un lado. Pero ellos no. Tendría que morirme ochenta veces para que estuvieran felices de verme, e incluso así simplemente disfrutarían la oportunidad de verme morir otra vez.

      —Lo dudo.

      —No conoces a mi familia como yo.

      Sus palabras le dolieron a Isabel más de lo que esperaba. Él pareció arrepentirse de inmediato.

      —No debí decir eso. Es insensible de mi parte


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