Todo el mundo sabe que vuelves a casa. Natalia Sylvester

Todo el mundo sabe que vuelves a casa - Natalia Sylvester


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que lo fui. Intenté serlo. Pero a veces nuestras mejo­res intenciones se convierten en nuestros peores errores.

      Algo en la manera en que su voz tomaba distancia de ella, como si quisiera esconder esta confesión, la impresionó. Era peor que impotencia, era injustica: peor incluso que despojar a una persona de su último deseo. Aquí estaba, sufriendo al intentar decir las cosas que nunca tuvo oportunidad de decir, pero la reticencia de ella a escucharlo lo había reducido a acertijos y verdades a medias. Le hubiera gustado hacer más por él.

      —Dile a mi hijo que volveré a buscarlo el año que viene.

      Le dio un beso en la frente, suave como brisa. Isabel sonrió y cerró los ojos. Cuando los abrió, Omar había desaparecido.

      En las semanas que siguieron a su boda, Isabel y Martín descubrieron que la vida de casados se parecía mucho a la vida premarital, y disfrutaron diciéndole a la gente que les preguntaba, una y otra vez: "¿Cómo los trata la vida de casados?", que era más o menos lo mismo.

      Pero eso es bueno, por algo me casé con ella —decía Martín tras una pausa incómoda.

      Le encantaba este chiste y a veces Isabel lo complacía fingiendo que estaba tan sorprendida como la persona a la que se lo estaba contando, para luego unirse con los demás en una sonora carcajada.

      —¿Cuándo crees que la gente nos deje de preguntar? —dijo Martín una noche.

      Estaban caminando a su auto desde el departamento de Claudia, cargando una botella de ron a medio terminar que su novio, Da­mián, había insistido en que se llevaran a su casa para la próxima vez. Para alivio de Isabel, los invitados habían sido una mezcla de profesores de la escuela de Damián y auxiliares de vuelo que trabajaban con Claudia. Hicieron las preguntas acostumbradas que la gente hace para conocerse, pero eventualmente la sala se convirtió en una reunión de profesores mientras los amigos de Claudia tomaban vino y compartían historias de terror de pasajeros en la cocina. Isabel escuchó la mayor parte del tiempo y se rio de los chistes de aviones aunque no los entendiera. Era mucho más fácil que intentar tener una conversación de verdad con Claudia, que mantenía su distancia con ella desde que se habían reencontrado.

      —Por lo menos un año —dijo Isabel, contenta de poder pensar en otra cosa—. O hasta que alguien más se case. La verdad no me importa.

      —Me sigues la corriente con el chiste, así que me imagino que no.

      —Estaba en mis votos: aguantar los chistes tontos de mi marido.

      ¿Cómo no me di cuenta?

      —Subtexto. Nunca fuiste bueno con el subtexto.

      —Ya veo —le dio la vuelta al auto y, en un movimiento teatral, abrió la puerta del copiloto para ella—. Mientras nos comportemos como un buen matrimonio.

      Isabel se rio y se metió al auto con las piernas levemente adormecidas por las tres copas de vino. En momentos como éste le parecía increíble que estuvieran juntos. Si bien lo conocía desde niños, Martín siempre la tomaba por sorpresa. Habían retomado contacto en los últimos dos años, durante una serie de encuentros extraños en fiestas de amigos en común en las que se encendieron chispas de interés en los peores momentos posibles.

      La primera vez que se encontraron, Isabel casi no lo reconoció. Tenía el pecho ancho y era varias pulgadas más alto que ella, de modo que su quijada quedaba justo al nivel de su vista. Su cabello oscuro caía en picada sobre su frente, y sus ojos (que a ella siempre le habían parecido demasiado grandes para su cara) ahora estaban perfectamente enmarcados en unos lentes de armazón delgado. Todo en él era igual, sólo que más resuelto y refinado. A Isabel le dio gusto ver que había superado lo que ella y Claudia llamaban secretamente su fase Kenny G, y por un momento dudó si decírselo. Al final optó por preguntarle cómo estaba su familia.

      Se quedaron platicando en el pasillo estrecho del departamento de dos recámaras de su amiga, haciendo fila para el baño. Él bromeó sobre cómo, en una relación, la gente se pasa la mitad del tiempo ocultando sus funciones humanas más básicas y sin embargo uno está perfectamente dispuesto a pararse afuera de un baño a quejarse de cuánto debe esperar como si lo único que fuera a hacer al entrar fuera admirar las formas del mosaico.

      —O los jabones —dijo Isabel—. Me encantan los que tienen forma de caracol de mar.

      Él sonrió e intentó repetir "caracol" tres veces seguidas, pero no pudo. Se rieron y, cuando se abrió la puerta, Isabel se dio cuenta de que Martín había estado esperando a su novia.

      Se volvieron a encontrar cuatro meses después. Isabel estaba soltera. Reconoció a la novia de Martín antes de verlo a él, y al observar sus piernas largas y caderas anchas, sospechó que ella nunca sería su tipo. Se dijo a sí misma que probablemente no quisiera serlo. Terminaron la velada jugando Scattergories, y ella y Martín tuvieron las mismas respuestas tantas veces (cosas que la gente tira a la basura: vidas) que se volvió una misión personal superar al otro.

      Para cuando Martín estuvo soltero y la invitó al cine y a cenar, Isabel llevaba casi un año saliendo con uno de los representantes farmacéuticos del hospital donde trabajaba. La sorprendió tanto la invitación, que entendió que le estaba proponiendo una cita doble.

      —Richard se muere por probar el nuevo menú —dijo, demasiado tarde para corregir su error.

      La noche se puso incómoda en cuanto la chica que iba con Martín les preguntó de dónde se conocían.

      —Nos conocemos de toda la vida —dijo Martín.

      Le verdad es que apenas se conocían; sólo querían conocerse.

      Meses después de que por fin habían aprovechado una ventana de oportunidad para empezar a salir, Martín admitió que había decidido que le caía mal el ex de Isabel desde antes de terminar de cenar.

      —Cada vez que yo intentaba dejar de verte, notaba que él estaba mirando hacia otro lado. Como si no supiera lo que tenía.

      Su relación había sido enloquecida y apresurada. No había necesidad de presentarla en su familia: desde la primera vez que la volvió a ver, Elda actuó como si Isabel fuera una hija suya que acababa de regresar de un lago viaje. Claudia, por otro lado, la saludó con la indiferencia de alguien que ni siquiera se hubiera dado cuenta de que se había ido. Al principio no le importó demasiado; Isabel se lo mencionó a Martín y él le aseguró que su hermana era un poco huraña y nada más. Ella ya lo sabía, pero había otra cosa. Siempre era Elda, no Claudia, la que insistía en ponerse al corriente de los detalles de la vida de Isabel después de noveno año. Claudia jamás dirigía la conversación hacia el pasado, así que su historia como mejores amigas parecía irrelevante, como si su único propósito hubiera sido que Isabel y Martín se enamoraran. Empezaron a salir en verano y se comprometieron poco después de Año Nuevo.

      —Lo sabía —dijo Claudia cuando se lo contaron.

      —Gracias — Isabel no sabía si ella estaba contenta por la noticia o por el hecho de que había podido anticiparlo.

      —Siempre esperé que terminaran juntos —dijo Elda.

      Isabel escuchó a Martín reprimir una risa y supo que estaban pensando lo mismo: una mañana, después de que las niñas habían tenido una pijamada, Elda regañó a Martín por entrar a la cocina en calzones y lo mandó a vestirse insistiendo en que a Isabel todavía no iban a impresionarle sus cuatro pelos en pecho.

      —Mamá, me avergonzaste frente a Isabel cada vez que tuviste la oportunidad —dijo Martín.

      —Porque eran muy jóvenes para estar pensando en esas cosas.

      —Nosotros no éramos los que estaban pensando en eso.

      En momentos así, cuando Isabel sentía que era la única que no había olvidado su amistad con Claudia, Martín siempre se acordaba.

      Pero no se acordaba de todo.

      —¿Nunca te preguntas por qué tu hermana y yo dejamos de hablarnos? —dijo Isabel.


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