El sueño de Gargantúa. Antonio José Antón Fernández
pues si Hume negaba las causas últimas del mundo y toda demostración de la voluntad divina, y defendía que el orden del universo proviene de una autorregulación interna «Smith postula una teleología monista, generada externamente, en la que el universo queda retratado como una unidad única interdependiente y diseñada, más que como una colección de microsistemas autónomos»[82].
Aquí llegamos al punto crucial: si se afirma que «la mano invisible» opera dentro de los principios de la naturaleza, ¿entendía Smith por «naturaleza» un conjunto de causas pura y simplemente inmanentes al mundo material y social? No exactamente, pues estas funcionan como las partes de un reloj, «a las que no adscribimos deseos o intenciones, sino al relojero»:
Cuando por principios naturales nos vemos llevados a avanzar hacia tales fines, que una razón refinada e ilustrada nos recomendaría, estamos muy legitimados en imputar a esa razón, respecto a su causa eficiente, los sentimientos y acciones por medio de los cuales promovemos esos fines, e imaginar aquella como la sabiduría del hombre, cuando en realidad es la sabiduría de Dios[83].
Si como citábamos antes, el «autor de la Naturaleza» busca la «felicidad de la humanidad», y esta depende de la «prosperidad material», el crecimiento y riqueza de la que Adam Smith es testigo en su época (y en su clase) es la prueba de que esa «mano de Júpiter» acompaña a aquellas sociedades en las que el interés propio rige la actividad social, y no es frenado por grupos espurios. Hay un «orden espontáneo», un «vasto equilibro generado y mantenido por leyes naturales de origen divino» que se reflejan en disposiciones inscritas en los hombres: la simpatía modera el vicio y las interacciones humanas y genera una justicia espontánea; el egoísmo y la avaricia producen una abundancia universal; el instinto de intercambio comercial produce la división del trabajo y la abundancia que esta genera; las desigualdades de riqueza son benéficas a largo plazo; la preferencia natural por los productos nacionales benefician al propio país, etcétera. Por tanto, la única tarea de los individuos es seguir sus impulsos inmediatos y desistir de alterar el orden divino espontáneo[84].
Sin embargo, estas dos recetas, adecuadamente mezcladas, pueden resultar en conductas tan extrañas al homo oeconomicus de los profesores liberales como necesarias para el funcionamiento del capitalismo. Por ejemplo: entrar en un estado de convulsiones, risas incontrolables, «llorando y temblando, y después gritando, en patente agonía del espíritu, desvaneciéndose en éxtasis hasta quedar eliminada toda apariencia de vida animal, pareciendo entrar en un trance»[85].
Este el resultado de uno de los sermones de Richard McNemar, en 1801, en medio del fervor religioso americano del Second Awakening. Una multitud de hasta 20.000 personas se había congregado en Kentucky, en la villa de Cane Ridge, para rezar y convertirse a una nueva fe, tan indescriptible en términos teológicos como simple en su práctica cotidiana: un nuevo culto cristiano individualista que rompería definitivamente con el calvinismo y el puritanismo hasta entonces dominante, introduciendo un nuevo gnosticismo de mercado, un «culto cristiano al dinero» que llega hasta nuestros días, y como decíamos antes, se retransmite a millones de televisores en EEUU y muchos otros lugares.
La actividad de McNemar y otros predicadores similares vino precedida de dos siglos de lenta maduración: ya en los albores de la colonización de Nueva Inglaterra la práctica comunitaria de las distintas variantes del protestantismo estuvo rodeada (asediada, dirían ellos) por tradiciones populares de cultos cuasi-animistas, alquímicos, prácticas que atribuían poderes mágicos al oro, a talismanes o al dinero mismo, no siempre mediante la importación de creencias nativas. Pero, y esta es la clave, las propias comunidades cristianas de colonos no fueron ajenas, pese a su inicial aversión a Mammon y al lujo, a la progresiva seducción del mercado. De hecho, llegarían a ser un soporte fundamental del capital nacional. Los primeros predicadores de éxito, como John Winthrop, combinaban ya en el siglo XVII una cierta preocupación por la pobreza dentro de sus comunidades, con la visión de un gran destino para Nueva Inglaterra, concebida como la utópica «Ciudad sobre la Colina» (de la que después hablaría Reagan): la agustiniana Ciudad Celestial una vez más, esta vez sí, surgiendo de las riquezas de una tierra virgen, bendecida para usufructo de los colonos.
Sin embargo, incluso la idílica comunidad cristiana defendida por Winthrop, pía y caritativa, se vio arrastrada por luchas sectarias, vinculadas a los vaivenes monetarios de los puertos comerciales, y al famoso 20 por 100 de ganancias obligatoriamente tributadas a la Corona Británica. En última instancia, la rigidez de la vida puritana estaba destinada a declinar y los sermones de Winthrop a ser sustituidos por el discurso más cómodo de predicadores como Roger Williams o Anne Hutchinson. La ortodoxia protestante en sus primeras variantes poco a poco se fue diseminando entre cuáqueros, baptistas, muggletonianos, sabbatarianos, etcétera, e incluso un general renacimiento de tipo arminiano[86]. Y mientras, las «brujas» ardían, habitualmente por ostentar signos de «una riqueza ganada injustamente» y ofrecer «dinero, sedas, telas de calidad o ayuda en los partos»[87], en lo que parece más un intento por conservar el control comunitario sobre la gestión de la naciente economía que el resultado de una crisis teológica. Como si la religión fuera una herramienta con la que dar sentido al caos económico; como si necesitara, en definitiva, un soporte teológico mínimo para poder creer en las teorías económicas liberales que prometían prosperidad, entre ellas la teoría de John Locke sobre el inmutable e intrínseco valor del oro: «la Piedra Filosofal está en nuestras cabezas y puede convertir la materia en plata u oro por el poder del pensamiento», decía el predicador John Wise en 1721[88]. En una darwiniana (y smithiana) diversificación competitiva, el calvinismo se diluyó en decenas de versiones alternativas, a cada cual más extraña, buscando un credo estable que pudiera sostener el cada vez más acelerado despliegue del capital.
El propio hijo de Winthrop, rodeado de libros herméticos y manuales alquímicos, cambiaría poco después el púlpito por el proyecto de fundación de un banco colonial, presentado ante la Royal Society en 1661. Un signo profético. En 1667, John Davenport comenzaría ya a predicar «promesas divinas de bendiciones temporales», en un contexto en que la caridad (ante la prodigalidad de «bienes naturales» con los que dios había decidido rodear a los colonos) ya era «superflua», o como diría Ebenezer Frotingham desde su púlpito en Connecticut un siglo después, «Dios considera absolutamente necesario que toda persona actúe individualmente […] como si no hubiera otra criatura humana sobre la Tierra». Bien entrado el siglo XVIII, George Whitefield combinaría la denuncia del establishment calvinista, con un nuevo credo individualista, proyectado al margen de la comunidad puritana y preparado para dar la bienvenida a las poderosas fuerzas de los mercados:
Cristo adquirió […] pagando en sangre [la redención de los pecadores]; fue una dura transacción […] Os aconsejo venir y comprar el oro de Jesucristo, sus vestiduras blancas y el colirio[89].
Esta cita de Apocalipsis 3:18 no es casual. En sus sermones, los creyentes siempre estaban del lado de lo bueno y lucrativo, y los no creyentes, del lado de lo inútil e improductivo. Es decir, los creyentes «sabían cómo hacer un buen trato»:
Dios creó a Adán, le proporcionó unos suministros, los bendijo, le colocó en un paraíso de amor, y él pronto quedó en bancarrota. [Pero ahora] nuestro stock está en manos de Cristo, [y] él sabe cómo administrarlo[90].
Sus fieles debían ser «ambiciosos, y ser tan ricos [como pudieran] ante Dios», pues «el banco del cielo es […] un banco fiable», del que había extendido «miles de cheques […] sin que ninguno me haya sido devuelto»[91].