El sueño de Gargantúa. Antonio José Antón Fernández

El sueño de Gargantúa - Antonio José Antón Fernández


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pues si Hume negaba las causas últimas del mundo y toda demostración de la voluntad divina, y defendía que el orden del universo proviene de una autorregulación interna «Smith postula una teleología monista, generada externamente, en la que el universo queda retratado como una unidad única interdependiente y diseñada, más que como una colección de microsistemas autónomos»[82].

      Aquí llegamos al punto crucial: si se afirma que «la mano invisible» opera dentro de los principios de la naturaleza, ¿entendía Smith por «naturaleza» un conjunto de causas pura y simplemente inmanentes al mundo material y social? No exactamente, pues estas funcionan como las partes de un reloj, «a las que no adscribimos deseos o intenciones, sino al relojero»:

      Este el resultado de uno de los sermones de Richard McNemar, en 1801, en medio del fervor religioso americano del Second Awakening. Una multitud de hasta 20.000 personas se había congregado en Kentucky, en la villa de Cane Ridge, para rezar y convertirse a una nueva fe, tan indescriptible en términos teológicos como simple en su práctica cotidiana: un nuevo culto cristiano individualista que rompería definitivamente con el calvinismo y el puritanismo hasta entonces dominante, introduciendo un nuevo gnosticismo de mercado, un «culto cristiano al dinero» que llega hasta nuestros días, y como decíamos antes, se retransmite a millones de televisores en EEUU y muchos otros lugares.

      La actividad de McNemar y otros predicadores similares vino precedida de dos siglos de lenta maduración: ya en los albores de la colonización de Nueva Inglaterra la práctica comunitaria de las distintas variantes del protestantismo estuvo rodeada (asediada, dirían ellos) por tradiciones populares de cultos cuasi-animistas, alquímicos, prácticas que atribuían poderes mágicos al oro, a talismanes o al dinero mismo, no siempre mediante la importación de creencias nativas. Pero, y esta es la clave, las propias comunidades cristianas de colonos no fueron ajenas, pese a su inicial aversión a Mammon y al lujo, a la progresiva seducción del mercado. De hecho, llegarían a ser un soporte fundamental del capital nacional. Los primeros predicadores de éxito, como John Winthrop, combinaban ya en el siglo XVII una cierta preocupación por la pobreza dentro de sus comunidades, con la visión de un gran destino para Nueva Inglaterra, concebida como la utópica «Ciudad sobre la Colina» (de la que después hablaría Reagan): la agustiniana Ciudad Celestial una vez más, esta vez sí, surgiendo de las riquezas de una tierra virgen, bendecida para usufructo de los colonos.

      El propio hijo de Winthrop, rodeado de libros herméticos y manuales alquímicos, cambiaría poco después el púlpito por el proyecto de fundación de un banco colonial, presentado ante la Royal Society en 1661. Un signo profético. En 1667, John Davenport comenzaría ya a predicar «promesas divinas de bendiciones temporales», en un contexto en que la caridad (ante la prodigalidad de «bienes naturales» con los que dios había decidido rodear a los colonos) ya era «superflua», o como diría Ebenezer Frotingham desde su púlpito en Connecticut un siglo después, «Dios considera absolutamente necesario que toda persona actúe individualmente […] como si no hubiera otra criatura humana sobre la Tierra». Bien entrado el siglo XVIII, George Whitefield combinaría la denuncia del establishment calvinista, con un nuevo credo individualista, proyectado al margen de la comunidad puritana y preparado para dar la bienvenida a las poderosas fuerzas de los mercados:

      Esta cita de Apocalipsis 3:18 no es casual. En sus sermones, los creyentes siempre estaban del lado de lo bueno y lucrativo, y los no creyentes, del lado de lo inútil e improductivo. Es decir, los creyentes «sabían cómo hacer un buen trato»:


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