El sueño de Gargantúa. Antonio José Antón Fernández
de una lista de productos que él mismo ofrecía, como anticipo de los bienes materiales que la fe les traería, junto al resto de bienes espirituales: velas, platos, bocacíes, estampados ingleses, etcétera. No en vano Whitefield era la oveja «negra» en una próspera familia de empresarios. Pero no perdía los buenos hábitos. A sus fieles recomendaba –y él mismo ponía en práctica– la gestión de su vida cotidiana como si de un libro de contabilidad se tratase: «un buen comerciante espiritual mantendrá al día su libro de contabilidad del alma»[92].
La popularidad de Whitefield (que llegó a vender nada menos que 300.000 copias de sus obras) atraía a miles de personas a sus eventos, y provocaría después incluso la búsqueda de reliquias relacionadas con él (durante la Revolución americana, un batallón profanó el cementerio de Newbury para extraer su collar y portarlo como reliquia al campo de batalla[93]). El éxito de masas de McNemar en Cane Ridge era sólo cuestión de tiempo; después de McNemar, a partir de la década de 1830, Charles Grandison Finney, abogado comercial convertido a predicador, daría un paso más añadiendo a la individualización de la experiencia religiosa el componente temporal que faltaba, el vínculo causal entre oración, fidelidad a la nueva «comunidad» y bendiciones mercantiles: «la razón de que sus oraciones no fueran satisfechas es que […] no rezaban con la fe de esperar que Dios les diera las cosas que ellos pedían»[94]. Las cosas que ellos pedían: no sólo mercancías para los colonos más humildes, sino más capital para los feligreses más prósperos, desde las familias más acaudaladas de Nueva York o Rochester, algunas también abolicionistas, pues deseaban una mano de obra libre. En Kentucky, por otro lado, aprovecharían el impulso de Cane Ridge predicadores esclavistas y terratenientes como Finnis Ewing.
Bien entrado el siglo diecinueve, otros predicadores de la nueva fe, John Todd, Theodore Hunt, Henry Ward Beecher o Lyman Abbott estuvieron vinculados al capital comercial de sus ciudades, y el gran predicador Matthew H. Smith combinó el púlpito y Wall Street, sin contradicción alguna: «Adán fue creado y colocado en el Jardín del Edén por motivos empresariales», escribió en 1854. Thomas P. Hunt escribía en 1836 su tratado «El libro de la riqueza, en el que se prueba a partir de la Biblia que el deber de todo hombre es hacerse rico»; y también predicó durante bastantes años el escritor y editor por antonomasia del self-made man, Horatio Alger, cuyos personajes lograban pasar de pobres a magnates, siempre desde la devoción religiosa y el trabajo. Incluso la fe mormona, que desde John Smith se labró la fama de ser una nueva secta populista e implacable con los privilegiados, en realidad no sólo fue el primer modelo protestante de empresa evangelizadora multinacional sino que convergía plenamente en este nuevo ethos religioso capitalista: «si sigues mis mandamientos, serás próspero en tu tierra». No sorprende que la anterior ocupación de Smith fuera la de buscatesoros, pertrechado con las herramientas de la astrología, los espíritus guardianes… y la credulidad de sus inversores[95].
Sin embargo, la economía capitalista necesitaba, según se acercaba el siglo XX, sermones más explícitos, como los que daría Russell Conwell, famoso por su discurso «Acres de diamantes», basado en la historia del granjero de Golconda; este habría emigrado a España siguiendo el mal consejo de un budista sin saber que la riqueza estaba desde el comienzo en la mina situada bajo su granja originaria. En sus multitudinarios sermones, Conwell daría forma final al sueño liberal: bajo los pies de todo americano estaba la oportunidad para enriquecerse, concedida por dios; y esta oportunidad no podía dejarse escapar. Si la oportunidad surge, el mandato divino es aprovecharla, sea cual sea el medio: «El dinero es poder, y debes ser razonablemente ambicioso para lograrlo […] el número de pobres con los que se puede simpatizar es muy poco. Simpatizar con un hombre al que Dios ha castigado por sus pecados […] es hacer el mal»[96].
He aquí la genealogía clave que explica por qué millones de norteamericanos hoy en día compran los DVDs de sus teleevangelistas preferidos o acuden al antiguo estadio Compaq Center, extáticos, para escuchar sermones de varias horas de duración, donde se les dice que «Dios ha elegido ya un coche para ellos». También explica –en parte, y dejamos el resto para los psicólogos– por qué envían dinero por correo a predicadores como Osteen, esperando una recompensa divina en forma de más dinero. Si en 1925 Bruce Barton explicaba a millones de lectores que Jesucristo había sido un empresario, y en pleno auge neoliberal los predicadores pentecostalistas defendían el laissez faire con un ardor inédito incluso en Chicago –remitiéndose a Mateo 22 para defender el Estado mínimo y la resistencia al pago de impuestos–, los empresarios cristianos de la llanura central norteamericana proyectaban ya un país en que se rezara los domingos y los sábados se comprara, cristianamente, en Wal-Mart. Por eso, afirma Chris Lehmann en su libro The Money Cult, «la religión en América nunca fue realmente secularizada; más bien se santificó al mercado».
Y la santificación, los rezos pecuniarios, la ofrenda diaria al dios del mercado en forma de billetes en sobres o donaciones vía PayPal, no es ni mucho menos un fenómeno exclusivamente cristiano. Es global, y su penetración, cada vez más profunda. En un artículo para la sección india de BuzzFeed, Gayatri Jayaraman describe la precariedad cotidiana y creciente entre la juventud de las grandes metrópolis mundiales: un imposible anhelo middle-class que ya sólo puede desearse mientras se acaricia un rosario digital. Un avemaría en Uber, Instagram, o Linkedin; un llamado a la misericordia divina, en medio de una miseria y precariedad apenas disimuladas. «Demasiados profesionales han aceptado la idea de que para llegar a ganar dinero, tienes que gastar mucho más», reza el subtítulo del artículo, resumiendo una situación que no está tan lejos de las masas de fieles congregadas en torno al money cult de la américa profunda.
Becarios de grandes firmas de abogados que duermen en el coche; recién contratadas que a partir del día 22 tienen que «tirar de tarjeta» ya no sólo para los gastos necesarios, sino para mantener una apariencia de consumidores activos y no arriesgarse a perder el empleo; desempleadas que se pasan varios días sin comer para poder pagarse un almuerzo en el Starbucks donde le gusta realizar sus entrevistas de trabajo al empresario. Todo se reduce al mismo esquema que hemos visto ya varias veces: la ofrenda divina, si se hace desde la fe, tendrá su recompensa empresarial. «Su inspiración no es difícil de encontrar. Sus historias de éxito en la economía startup se basan en empresarios […] que gastan cada paisa que les queda, para multiplicarla inmediatamente en una rupia». Y el resultado es que los millennials, en esta nueva economía sacralizada, deben «vestirse para los trabajos que queremos, olvidando que la mayor parte de salarios están ajustados para que nos podamos permitir sólo la ropa para los trabajos que tenemos». Como en un relato de Dickens; como el personaje de alguna novela picaresca; o como el príncipe ladrón de un antiguo cuento sánscrito, el muro de clase ha vuelto (a hacerse visible), y ante la imposibilidad de saltarlo, retornan los embustes, el disfraz, los hábitos supersticiosos.
«Nena, mi chófer tiene mejor móvil que tú», le dicen en una entrevista de trabajo a Jayaraman, la autora del artículo, detectando rápidamente en ella un insuficiente esfuerzo devocional, una oblación demasiado escasa al divino mercado; «¡Nena […] compra un iPhone, por el amor de Dios!»[97].
[1] Versión mía, a partir de Jacobus Arminius, The Complete Works of James Arminius, Grand Rapids, Baker Book House, 1986.
[2] Con pocas licencias, esta reconstrucción se basa en los datos hallados en Hugo Grotius: a lifelong struggle for Peace in Church and State, de Henk Nellen (trad. de J. C. Grayson, Leiden, Brill, 2007), y en The life of the truly eminent and learned Hugo Grotius, de M. de Burigny (Londres, 1754), además del grabado de Claes Janszoon Visscher del castillo de Loevensteyn, tal como era en 1619.