Si el tiempo no existiera. Rebeka Lo
me resultaba sorprendente escucharme. Se me habían pegado los modismos de la época en tan solo unos días. Lo cierto es que me esforzaba por desentonar lo menos posible, eso me mantenía a salvo de preguntas indiscretas y dado que no teníamos las respuestas (ni queríamos darlas) me convenía mucho.
Río y me di cuenta de que era el sonido más bonito que había escuchado en mucho tiempo. Procuré componer un gesto de indiferencia mientras seguía rebuscando entre los libros. Encontré una pequeña copia de El libro del buen amor. En el colegio me había parecido un tostón de cuidado, pero en aquel momento me resultó casi premonitorio, el tiempo cambia la perspectiva de las cosas. La abrí con cuidado temiendo dañarla, aunque no conseguía concentrarme teniendo a Samuel tan cerca. Estaba pegado como una lapa. Aquel hombre no conocía el respeto hacia el espacio personal.
—Una elección interesante —dijo arreglándoselas para mirar por encima de mi hombro, lo que no le resultó difícil, ya que calculé que medía cerca de metro noventa.
Le ignoré por completo, o al menos lo intenté, y seguí examinando el libro, no tenía pinta de marcharse. Medio escondido entre libritos religiosos, cantares de batallas y cuentos de juglares, descubrí una especie de cuadernillo, apenas unas cuantas hojas cosidas con mimo y con una caligrafía florida pero legible. Estaba en latín. Yo no había traducido un texto desde el instituto, sin embargo, a medida que intentaba descifrarlo, empezó a resultarme familiar.
Me había olvidado, por un momento, de la presencia de Samuel. Estaba completamente absorbida por mi tarea. Pasaba el dedo por las líneas como si estuvieran escritas en braille y fueran a hablarme. La voz profunda y armoniosa de Sam resonó a mi espalda, tan cerca de mi pelo que lo movía como si fuera una cálida brisa de primavera.
—En cuanto oí mi primera historia de amor empecé a buscarte, sin darme cuenta de que la búsqueda era inútil. Los amantes no se encuentran por el camino, están ya en el alma de cada uno desde el principio.
Me volví todavía con el cuadernillo entre las manos, casi sin aliento, aunque el suficiente para preguntarle.
—¿Qué quieres de mí?
Pareció sorprendido.
—Solo pretendía ayudaros con la traducción.
—¿En serio? —Estaba realmente enfadada—. Lo encuentras divertido, ¿verdad?
De repente había perdido todo mi acento medieval y volvía a ser la Blanca de siempre.
Cruzó los brazos y se apoyó en una estantería. Temí que se derrumbara porque su aspecto era bastante frágil y Samuel corpulento.
—¿A qué os referís?
—A jugar conmigo —le espeté clavando mi dedo índice en su hombro. Le hubiera abofeteado allí mismo, pero el librero ya nos miraba con recelo.
Dejé el cuadernillo sobre una mesa y salí con decisión. Me siguió. Yo avanzaba a zancadas, pero sus piernas eran más largas y no le costó alcanzarme. Me cogió por el brazo.
—¿Tan mal concepto tenéis de mí?
—El que tú has ayudado a forjarme —dije entre dientes—. Y ahora suéltame.
Emitió un pequeño ruido a medio camino entre el gruñido y una sonrisa triste.
—Sí, supongo que doy esa imagen.
Me soltó, pero se quedó mirándome. Yo no comprendía nada. La atracción entre nosotros era real y tan palpable que habríamos podido encender una hoguera solo con la chispa de nuestras miradas al cruzarse, por no hablar de lo que ocurría cuando nos tocábamos. Eso sí que era una sacudida en toda regla. Ninguno de los dos se había movido ni un centímetro, parecía que estuviéramos pegados al suelo.
—Solo quise ser sincero con vos, Blanca. Por si no lo habíais notado, soy un pirata.
—No pensaba que tuvierais tantos escrúpulos… —comenté con ironía.
—Hasta el más odioso de los hombres tiene principios.
—¿Ahora vas a darme una clase magistral de filosofía? —Puse los ojos en blanco.
—No lo entiendes, ¿no es así? Intento protegerte —dirigió la mirada a sus pies y jugueteó con un guijarro.
Él también cambió su tratamiento y pasó a tutearme reforzando la idea de que se había establecido, de nuevo, una tangible intimidad entre ambos.
—¿De qué? —Le levanté la barbilla obligándome a mirarme.
—De mí.
Tiró de mí y me condujo hacia un callejón estrecho y oscuro, más discreto. Me colocó con la espalda apoyada en la pared midiendo con cuidado la presión del abrazo que mantenía su cuerpo pegado al mío. Aquello era más de lo que yo podía soportar. Me puse de puntillas para poder alcanzar sus labios y le besé. Un beso tierno, apenas un ligero roce sobre sus labios, como el aleteo de una mariposa.
—No necesitas protegerme de nada. Soy una mujer adulta.
Cogió mi mano y besó la palma.
—No soy bueno para ti —insistió—. Vivo en el mar. Hoy estoy aquí, pero mañana puedo partir. Esto podría hacerte daño, Blanca, y no me lo perdonaría.
—No me asusta.
Era mentira, estaba muerta de miedo, pero no quería que eso me impidiera sentir lo que en ese momento estaba sintiendo.
Su respiración se volvió irregular, sus pupilas brillaban. Pasó delicadamente un dedo por mis labios y acercó su rostro al mío.
—Pues debería —dijo casi en un susurro. Levantó mi mentón y se demoró haciéndome desear un beso que no llegó.
Me sentí frustrada y me pregunté si había hecho un esfuerzo por controlarse o pretendía volverme loca. Me hervía la sangre. Quizás tuviera razón, después de todo, y yo no estuviera preparada para jugar a este juego. Samuel Waters era el agua que deseaba que bañara todo mi cuerpo despertando cada centímetro. Y eran aguas turbulentas, ya me lo había advertido.
—Y ahora te acompañaré a casa. ¿No es eso lo que hacen los caballeros decentes?
Pues vaya momento más genial que había elegido para reformarse y dejar de ser un desvergonzado. Justamente cuando me encontraba a mí y me ponía a mil.
Aquella noche no pude conciliar el sueño. Ni el familiar ronquido de Beo conseguía calmarme. Las primeras luces del día me encontraron con los ojos como platos y la cabeza como un bombo. La noche es mala consejera y para más inri me había dado por ponerme a hacer un repaso a mi historial amoroso.
El último era un buen tipo. No, no…, ese fue el penúltimo, sobre el último mejor correr un tupido velo. Marcos, el penúltimo, era un buen tipo, pero no se encontraba en el momento adecuado. Acababa de divorciarse y seguía un poco colgado de su ex, así que me tocó ejercer más de terapeuta que de pareja. Tenía remordimientos por pensar en dejarle, pero ¡Dios!, si no lo hacía acabaría con mi salud mental. Y, por otro lado, necesitaba desesperadamente un buen polvo. Yo era tan buena escuchando, tan comprensiva, tan idiota, en definitiva, que él acababa llorando sobre mi hombro cada vez que nos veíamos y dejándome con las ganas porque Marcos estaba cañón. Y yo, con mi mala suerte habitual, no iba a poder beneficiarme de ello. La nuestra fue una ruptura un poco complicada porque él empezaba a tener un pelín de dependencia emocional.
Fue, precisamente, esa premura física la que hizo que acabara en los brazos de David, el último. David era el negativo de Samuel, de pelo oscuro, muy moreno de piel y con unos ojos negros como pozos en los que hundirse. Y vaya si me hundí. Era un portento en la cama. Ya se sabe que el conocimiento se perfecciona con la práctica y él había practicado… mucho. El problema era que seguía practicando y no siempre conmigo. Supongo que el universo pensó que sería muy egoísta por mi parte tener la exclusiva, lo que ocurre es que a mí se me da un poquito mal compartir. Tengo que reconocer que estaba coladita por él, a pesar de todo, y que fue él