Si el tiempo no existiera. Rebeka Lo

Si el tiempo no existiera - Rebeka Lo


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le hacía sentir miedo. Un miedo que se enraizaba en su interior oprimiéndole el corazón con la fuerza de un gigante con cada minuto que pasaba. Con el breve recuerdo de saliva compartida. Quería rodearla con sus brazos, quería ser tan imprescindible para ella como el mismo aire. Quería abrazarla fuerte, beberla deprisa, saborearla despacio, escucharla lento, hablarle rápido hasta vaciar su alma, lo quería todo, pero tendría que esperar. El amor hace perder la cabeza y él no iba a quebrantar sus propias reglas por mucho que le tentara la idea, se repitió a sí mismo en un desesperado intento de autoconvencerse.

      Ahora mismo tenía otros asuntos de los que ocuparse. La tregua ya era un hecho y el capitán Paye no tenía intención de desperdiciar el tiempo. Le había adelantado que tenía en mente una incursión a un puerto cercano. Las tropas del rey Enrique se retiraban y eso se traducía en mares más en calma. Además, el tiempo era todavía lo suficientemente bueno como para que la empresa fuera un éxito. Unos cuantos sustanciosos botines más y podría pensar en retirarse a un lugar más tranquilo como Holy Island o incluso a un destino más soleado, rodeado de libros y plantas… Si es que su compromiso con Paye se lo permitía.

      Todo había ocurrido hacía unos cuantos años, cuando el estúpido de su hermano pequeño, Sean, había contraído una deuda de juego de una importante cuantía con los hombres del corsario. Dado que no podía satisfacerla, el capitán Paye, almirante de los Cinco Puertos, había propuesto una solución alternativa: que el chico se enrolara a su servicio en el Mary hasta considerar saldada la carga. La familia se había reunido para sopesar las alternativas. Sean era un crío cabeza hueca de constitución débil y no aguantaría mucho en ese ambiente. Su hermano mayor, Declan, era imprescindible. Debía continuar con su formación para ocupar su lugar al frente de la hacienda familiar cuando llegara el momento. La única solución viable era que Samuel ocupara su lugar. Después de todo, Paye no era un simple pirata, era un corsario respaldado por el rey inglés que hacía la vista gorda a los saqueos que llevaba a cabo cuando no precisaba de sus servicios.

      Puede que en esos momentos no contaran con dinero, pero los Waters seguían siendo una familia noble y por ello asignaron al joven un puesto como oficial aprendiz. Le formaron en técnicas de navegación y otros aspectos navales, era listo y aprendía rápido. Pronto se ganó la confianza del capitán, un hombre con carisma que manejaba hábilmente dónde terminaba la camaradería y complicidad con su tripulación y dónde empezaba la autoridad; algo imprescindible para controlar revueltas y motines. La vida a bordo era difícil y la muerte les acechaba en cada esquina, no solo por lo peligroso de sus actividades, sino también por la enfermedad. Pero era una escuela muy efectiva y Samuel ascendió pronto a primer oficial. Como Espronceda describiría años más tarde en su célebre Canción del pirata empezó a saber apreciar ese modo de vida en que la ley era la fuerza del viento y su Dios la libertad.

      Y del trueno,

      al son violento,

      y del viento

      al rebramar,

      yo me duermo

      sosegado,

      arrullado

      por el mar.

      Solo que ya no estaba sosegado. No desde que Blanca había aparecido y lo había puesto todo patas arriba.

      Una mano deslizándose por su pecho desnudo le sacó de su ensimismamiento. El avance de la mano fue acompañado de un suave gruñido.

      —Sammy… —dijo una voz somnolienta.

      Se había olvidado por completo de Mencía, una de las damas de la condesa, con la que ya había compartido alguna que otra noche de pasión y no había sido la única… La mano decidió seguir con su exploración ascendiendo por los fuertes y largos muslos hacia territorios más íntimos pero conocidos. Samuel la detuvo.

      La noche anterior había bebido, no demasiado, solo lo suficiente para relajarse y apartar la imagen de la española de su mente. Aguantaba el alcohol lo bastante bien como para que esa cantidad no le nublara el juicio. Mencía había aparecido solícita en su puerta, tan bella y olía tan bien… La cogió por la cintura sin decir nada y la llevó hasta su cuarto. Se conocían lo suficiente para que no hicieran falta palabras, la besó. Un beso largo y húmedo, dejando que la lengua explorara libremente. Ella comenzó a devorarle sin preámbulos. Lo desnudó con prisa dejando al descubierto el musculoso torso de Samuel con aquel adorable pelo rizado en el centro. Los hombros fuertes y redondeados y esos brazos torneados con los que ella soñaba cuando no estaban enredados en su cuerpo. Su piel tenía un tono dorado hasta en los lugares que suelen permanecer ocultos a la vista. Estaba de pie frente a ella, desnudo. Mencía se recreó un momento en el espectáculo, era un ejemplar magnífico. Luego se desvistió ella misma con parsimonia, dejándole desearla, apenas llevaba un camisón bajo la capa. Él tiró de ella hasta que cayeron revueltos en la cama, rodando y peleando para decidir quién se colocaba encima. Samuel acabó cediendo cuando ella le mordió y la dejó hacer, agarrando con suavidad sus caderas para guiarla. Mencía arqueó la espalda hasta apoyarse en la cama mientras Sam trepaba por el cuerpo de ella para llegar a sus pechos, pequeños y plenos. Ella gimió.

      —No pares…, no pares —pidió Mencía asiendo los rubios rizos y tirando de ellos para dejar el cuello de él al descubierto y abalanzarse como una vampiresa ávida de alimento.

      La imagen fugaz de los ojos de Blanca cruzó la mente de Samuel, se deshizo de ella concentrándose en su tarea con mayor dedicación hasta escuchar el sonido procedente del fondo de la garganta de Mencía que le anunciaba que acababa de explotar. Le besó con rabia pidiendo más. Sam se lo concedió, aunque muy dentro de sí mismo reconoció un escozor, no era eso lo que deseaba… Ni con ella.

      La voz de la dama le hizo volver al momento presente. El roce de sus dedos le quemaba la piel. Quería gritarle que parase, pero se contuvo.

      —¿Estás dormido? Puedo ayudarte a despertarte… si quieres —sugirió juguetona.

      —Lo siento, pero tengo que reunirme con el capitán Paye —contestó Samuel abandonando precipitadamente la cama. De repente tenía una terrible necesidad de salir de allí—. Debo irme.

      Mencía hizo un amago de protesta. Sam se sentía mal. Ella no tenía la culpa, puede que no tuvieran una relación, un compromiso, pero no le gustaba mentirle, sin embargo, estaba ansioso porque se fuera. Quería borrar el recuerdo de la noche anterior hasta olvidar que había existido. No era ningún santo, pero ahora tenía claro lo que necesitaba compartir y con quien, con ninguna otra cosa se sentiría completo. La gente no es consciente de lo que le falta hasta que lo encuentra. Y él acababa de encontrarlo.

      Se vistió y salió apresuradamente hacia el lugar donde se reuniría con Harry Paye. Estaba hospedado en una de las casas de arrendatarios que poseía el conde, pero Harry siempre prefería discutir sus planes en el Mary, su barco. Decía que le hacía sentirse inspirado, el mar era su casa.

      Bajó la cuesta a grandes zancadas y entonces la vio. Caminaba seguida de ese perro gris que iba con ella a todas partes. Jugaban y ella reía. En un momento dado se volvió y se quedó mirando hacia el lugar donde Samuel se encontraba. Sintió una descarga eléctrica de tal magnitud que pudo ver su propio cuerpo estremecerse por la sacudida. No podía demorarse más, no si quería cumplir con la palabra que se había dado a sí mismo. Siguió su camino hacia el barco.

      Regresé a casa por un caminito que conducía a la parte posterior y subí las escaleras hasta el primer piso. Al pasar frente a las ventanas del corredor le vi. Bernal estaba preparándose para salir en una patrulla. Había que asegurar la villa y algunos de los ciudadanos habían avisado de la presencia de salteadores que aprovechaban que las tropas del rey Enrique se habían retirado para hacerse con un buen botín. Los caminos eran inseguros y la guardia de la villa iba a barrer la zona. Bernal se puso al frente de una partida de soldados. Era el tipo de hombre que no se limita a dar órdenes, sino que no tiene reparos en meterse en el fango como uno más.

      Ajustó las cinchas de su caballo sobre el empedrado que daba entrada a Villa Valeri mientras Constanza se acercaba y le abrazaba por detrás. Estoy segura de que sonrió a pesar de que desde mi ventana solo


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