Si el tiempo no existiera. Rebeka Lo
y tirar de ellos haciendo que mi cabeza rebotara contra la silla—. Yo, en cambio, creo que nos espiabas. Has sido mala, muy mala.
Notaba los arabescos tallados en la silla clavárseme en la espalda. Las manos comenzaban a dormírseme.
—Y ahora vas a contarme la verdad si no quieres que deje de tratarte como lo haría un caballero.
—Paseaba —repetí.
Temía que mi respuesta le gustara menos que mi boca, así que esperé encogida mientras le observaba sacar una pequeña daga que llevaba al cinto. Parecía árabe, la empuñadura estaba hermosamente trabajada. Un sudor frío comenzó a bajarme por la espalda.
—Eres obstinada. Tienes que saber que lo considero una virtud —esperó un rato interminable antes de continuar—. Bien…, ahora haremos que te sientas más cómoda como acto de buena fe.
Cortó las ligaduras que me mantenían atada con un gesto rápido y eficaz al tiempo que el corazón me subía de golpe a la garganta. Estaba disfrutando con el juego, con mi respiración agitada, pero sobre todo… con tener el control. Sonrió acariciándome la mejilla arrebolada por la mezcla de nervios y miedo mientras yo me masajeaba las doloridas muñecas para reactivar la circulación. Algo llamó su atención. Nada parecía escapar de su perspicaz escrutinio.
Me cogió la muñeca izquierda y le dio la vuelta. Pasó el dedo por el contorno del pequeño tatuaje que representaba una hoja de roble. Se decía que era el símbolo de la realeza y la inmortalidad, aunque a mí sus hojas dentadas simplemente me producían una sensación de paz.
—Es una hoja de carbayo. —Me corregí—: De roble, quise decir.
No levantó la vista de mi mano para contestar, algo parecía desconcertarle.
—Sé lo que es. —Hizo una pausa antes de soltarme—. Vosotros los astures sois gente supersticiosa. No puedo entender cómo lo consiente nuestro piadoso rey.
Parecía molestarle que las antiguas leyendas celtas sobrevivieran en aquella tierra verde y brumosa, protegida por montañas desde que los tiempos fueron tiempos.
Le miré desafiante, empezaba a cansarme de todo aquello. Nunca he sido una mujer paciente e incluso asustada me estaba hartando.
—Y vosotros los castellanos unos ignorantes —susurré de modo apenas audible, pero… me oyó. Lo dicho, una bocazas.
Sus ojos ardían cuando se giró para mirarme. Temí que sus métodos tomaran un cariz más agresivo, pero por alguna razón fuera de mi alcance se contuvo. Apretó tanto los puños que las manos se le pusieron rojas, creo que se clavó las uñas hasta hacerse sangre.
—Hoy no es el día, mujer. Mas no te preocupes, llegará. Doña Catalina me ha encomendado custodiarte hasta llevarte a su presencia. Y solo por eso no voy a hacer lo que tenía en mente. Me lo guardo para nuestro próximo encuentro.
—Lo estaré esperando ansiosa.
¿Estaba loca? ¿Cómo se me ocurría provocarle de aquella manera?
Sonrió y lo hizo de un modo que estaba segura que derretía los corazones de las damas de la corte. ¿Conocerían ellas el lado brutal de Pero o se mostraría encantador narrando historias de sus campañas? Había oído decir que era un espadachín consumado y la agilidad de sus miembros parecía confirmar los rumores.
Dio la vuelta alrededor de la silla en la que yo seguía sentada hasta colocarse justo detrás de mí y apartarme el pelo dejando a la vista mi oreja derecha. Podía notar su aliento. Me acarició la nuca haciendo que se me erizara el vello mientras recorría el lóbulo de mi oreja con su dedo índice. Se acercó hasta quedar a la altura de la vena palpitante de mi cuello.
—Yo también, sin embargo, creo que tendremos que posponer esa prometedora cita.
Me ofreció su mano para levantarme justo cuando una dama de la reina entraba en la tienda y se ruborizaba al mirar al apuesto Pero. Parecía molesto con la interrupción. No a todos los niños les gusta compartir sus juguetes.
—Habla —dijo dirigiéndose a la dama.
—La reina ha mandado llamar a doña Blanca.
Pero no se volvió siquiera a mirarla, se apartó lo suficiente para permitirme salir. Intenté recomponerme de los dos incidentes antes de llegar a la tienda de la reina.
Capítulo 8
ENCUENTRO CON UNA REINA
Catalina de Lancaster, primera princesa de Asturias, no tenía mucho que ver con el enfermizo aspecto de su marido.
La endeble salud de Enrique se hacía evidente en su irritable carácter y su aspecto macilento. La enfermedad le había dejado marcas en la cara. Todo ello le había valido el sobrenombre de «el doliente». Pero más allá de sus limitaciones el rey seguía siendo el rey y tenía arrestos suficientes para no permitir que las arrogantes pretensiones de su tío llegaran a buen término. O para intentarlo, al menos.
Catalina, en cambio, era alta, robusta, con el cabello de un hermoso castaño rojizo y toda la lozanía de los veintiún años. No quise imaginarme cómo podía haberse sentido cuando la casaron con Enrique a los quince años. Un mocoso de nueve años como marido y a la sazón nieto del asesino de su propio abuelo. Una solución «limpia y fácil» para dar legitimidad a la línea de sucesión Trastámara y zanjar una vieja disputa familiar. La madre de Catalina y su esposo, el duque de Lancaster, renunciaban con esa boda a sus pretensiones sobre el trono de Castilla no sin antes sellar el destino de su hija: Enrique no podría acceder al trono si no era con Catalina a su lado. Este acuerdo conseguía, además, asegurar la paz entre Castilla e Inglaterra donde Catalina había sido educada como una auténtica princesa en el castillo ducal de Melbourne siendo instruida en latín, español y escritura. Sí, había estado hojeando los libros de Constanza. Me había empapado de todo lo que había podido acerca de las personas de las que estaba rodeada. Y el culebrón Trastámara había llenado muchas páginas.
Su dama me condujo hasta el interior de una tienda grande y decorada con riqueza. La luz del fuego que caldeaba la estancia iluminó a la reina resaltando el color de su pelo, visible a través de la delicada tela de su toca. Me incliné con respeto.
—Pasad, no tengáis miedo. ¿Ha resultado muy intimidatorio vuestro encuentro con Don Pero? A veces, le fallan los modales —hablaba un castellano con ligero acento inglés.
Se giró lentamente y unos ojos profundamente azules se posaron sobre el torques de mi cuello. Era hermosa y parecía analizarlo todo.
—Una bella pieza, sin duda. —Se acercó para examinarlo con más detenimiento—. Parece el torques de un antiguo guerrero del astur. Creo que se asentaban precisamente aquí, en la antigua Noega.
Mientras tanto yo ponía toda mi voluntad en hacer una reverencia lo más lograda posible. Nunca había sido particularmente buena en cuestiones protocolarias, así que recé para que me permitiera levantarme antes de aterrizar de bruces contra el suelo.
—Así es, mi señora. Lleva generaciones en mi familia —respondí con la vista fija en mi sencilla saya manchada por el viaje y francamente sorprendida por los conocimientos de la reina.
La gens de los cilúrnigos, o caldereros, que habían forjado el torques, había sido un pueblo guerrero astur que llegó a adquirir fama cuando el imperio romano reclutó a sus jinetes de élite para servir en uno de los fuertes que defendían la muralla de Adriano. Formaban el Ala I Hispanorum Asturum. Quizás hasta sirvieron al lado del famoso rey Arturo, quien, según algunos estudiosos de la leyenda artúrica, fue un militar romano de nombre Lucio Artorio Casto.
Mi torques era realmente antiguo. Había pasado de mano en mano de mi familia a través de los años y con él se había transmitido oralmente la historia que hablaba de su primera dueña: la esposa de un guerrero de la gens perteneciente al clan de los luggones. Astuta, inteligente, había logrado salvar a su aldea, la antigua Noega, de un ataque rival, lo