Si el tiempo no existiera. Rebeka Lo
emerge con fuerza. —Tenía una voz magnética y profunda—. ¿Os incomodo? —añadió con una sonrisa maliciosa dibujándose en la comisura de sus labios. Estaba segura de que sabía que estaba tensa, pero no parecía tener la más mínima intención de irse a pesar de que varias damas habían pasado a su lado fingiendo descuido y enviando mensajes que no admitían equívoco.
Desconocía por completo las normas protocolarias de la época, ¿no se suponía que habría un cortejo al pie de una torre laúd en mano que le permitiera a una tomar el control de la situación? Si es que esto podía considerarse un cortejo. Empezaba a temerme lo peor, cuando no sabía cómo salir de un aprieto siempre me ponía especialmente desagradable. Como recurso era pobre, pero bastante efectivo, y no podía seguir soportando los ojos de Samuel sobre mí. Ni un minuto más.
—¿No tienes otra cosa más interesante en la que invertir tu tiempo, Samuel? Te llamas así, ¿no? —Le estaba hablando como si tuviera un gin-tonic en la mano un sábado de madrugada y el DJ hubiera pinchado a Scorpions.
—Vos me resultáis interesante —dijo acercando su boca a mi oído hasta que su cálido aliento se me coló dentro. Seguro que era una de sus técnicas estrella y… funcionaba. Antes de que sucumbiera mi ángel de la guarda apareció y me cogió por el codo.
—Blanca, hemos de sentarnos ya. —Bernal inclinó la cabeza hacia Samuel a modo de saludo.
—Un placer…, Blanca —pronunció mi nombre como si el aire de su voz fuera capaz de alcanzar mi boca. Un estremecimiento recorrió mi piel.
Me dejé conducir por Bernal con un huracán de sensaciones golpeando mi cabeza. Sam olía a sal, a mar, durante el resto de la noche fui incapaz de oler otra cosa.
Constanza nos esperaba sentada en una de las largas mesas que estaban dispuestas paralelas entre sí. Estaban ricamente adornadas con flores y tantas velas que prácticamente parecía que habían instalado electricidad. Sobre una tarima se ubicaba la mesa que iban a compartir los condes con sus invitados más ilustres: los emisarios del rey Enrique, Lope Cortés y Bernal. Sirvieron un vino fresco y delicioso. Y como mi tío nos había adelantado, la condesa Isabel llenó las mesas con deliciosas y humeantes viandas. El comercio de la sal que los condes dominaban seguía rentando buenos beneficios y la condesa quería que los mensajeros le contaran al rey lo que habían visto, que en Gixón no solo no se pasaba hambre, sino que la ciudad sitiada estaba mejor provista que la misma mesa real.
Constanza también estaba cumpliendo a la perfección con su parte. Se encargó de difundir la historia que habían ideado para mí y que se extendió con rapidez entre los comensales aburridos como estaban de asedios, treguas y más asedios. La condesa nos observaba desde su privilegiada posición, pero no pidió que nos acercáramos. Sentí su mirada escrutándome en más de una ocasión. A la derecha del conde se sentaba un joven de aspecto noble y cuidadas maneras, lo bastante atractivo como para acaparar la atención de las damas de las mesas cercanas. Nuestras miradas se habían encontrado en un par de ocasiones y él había mantenido la vista fija en mí sin el menor pudor. Sentía curiosidad de modo que le pregunté discretamente a la italiana.
—¿Quién es el joven que se sienta al lado del conde?
Constanza estiró su largo cuello para poder ver a quién me refería.
—Es Don Pero Niño, hermano de leche del rey y hombre de su máxima confianza. La propuesta de tregua es seria, de otro modo no le hubiera enviado precisamente a él.
—¿Hombre? —me reí—. ¡Si es solo un crío!
—No te confundas, Blanca, no hace tanto que ese crío lograba abrir una brecha en la puerta del palenque. Cruzó el foso y arremetió contra la Torre de Villaviciosa herido y con la lanza hecha pedazos, como una auténtica fiera. Cuando regresó al campamento real los vítores de sus hombres podían oírse desde aquí. Él mismo se presentó voluntario para cruzar la cordillera cantábrica y sofocar la sublevación. No es un niño, es un guerrero de los que solo nacen cada mucho tiempo. De los que alimentan leyendas y cantares por generaciones. Le recordarán cuando sus huesos sean polvo.
De la derecha de Constanza surgió la cabeza de un caballero que había escuchado nuestra conversación. Parecía ansioso por aportar su granito de arena al historial de Pero.
—Es muy sagaz y hábil —apuntó—. Cuentan que cuando tenía solo doce años le atinó al trote a un olmo centenario ¡hasta doce dardos! Y sin fallar un solo tiro. Desde entonces no ha hecho más que mejorar. Se ha hecho famoso por sus victorias en justas y torneos.
Volví a mirarle, esta vez con un deje de admiración. Levantó la copa en mi dirección y sonrió. No era como la sonrisa de Samuel, la de Pero se asemejaba más a un cazador avistando a su presa.
—Ten cuidado —me advirtió Constanza—. No nos conviene que llames tanto la atención de un castellano.
Seguí su consejo y bajé la vista para concentrarme en el plato.
En otra de las mesas Harry Paye y su oficial hablaban, bebían y tomaban buena nota de todo. Podían parecer despreocupados, pero nada más lejos de la realidad. Sabían de todo el poder y la tensión concentrada en aquella sala. Ahora mismo prestaban sus servicios al conde, pero eran mercenarios y su espada podía venderse a otra causa si les resultaba más conveniente. Eran hombres de negocios y se les había brindado una oportunidad de oro para conocer mejor el terreno que estaban pisando. Supuse que no la desperdiciarían.
El largo día comenzaba a pasarme factura y estaba deseando meterme en la cama con Beo roncando suavemente a mi lado. Bernal se acercó por fin hasta nosotras.
—Se hace tarde y mañana será un día importante. Los condes han ordenado que nos retiremos.
Suspiré aliviada, aquellos zapatos me estaban matando. En cuanto puse el pie en mi habitación me desvestí rápidamente y me metí en la cama. Mi perro lobo subió de un salto y se acurrucó a mis pies, su respiración me fue calmando, pero el recuerdo del aliento de Sam en mi cuello seguía quemándome. Le había visto salir en compañía de una joven de larga cabellera castaña y cuerpo de junco, flexible y hermoso. No quise pensar en dónde habrían acabado, pero tenía la impresión de que esa noche habría más camas con sábanas revueltas aparte de la mía.
Mientras trataba de conciliar el sueño me acordé de Alice. Estaba claro que necesitaba una amiga, Constanza era encantadora, pero a quien necesitaba a mi lado en esos momentos era a Alice. Para ser una australiana de pura cepa, Alice era tremendamente pequeña. No sabía cómo tanta mala leche y picardía podían caber en tan poco espacio. Tenía el pelo rubio, formando unas ondas surferas tan perfectas que parecía recién salida de un anuncio de Aussie.
¡Oh, sí! Hubiera sido brutal tenerla cerca para comentar las mejores jugadas del partido. Echaba de menos sus predicciones, casi siempre acertadas, cuando le echaba el ojo a un tío. Tenía su propio sistema de clasificación que iba perfeccionando con el tiempo y la experiencia.
Estaba el Polvo de una noche, el Magreo decepcionante, el Machito necesitado de una lección, el Quiere una madre y no una novia, el Solo apto para amor platónico y la lista seguía y seguía hasta alcanzar la categoría reina: «Amor of my life». Casi una utopía porque ninguna de las dos había conocido a ningún individuo merecedor de ocupar ese puesto. Bueno, quizás sí, pero ya estaba pillado.
¿En qué categoría colocaría Alice a Samuel? No era una amateur. Se tomaba muy en serio el estudio del sujeto en cuestión y el análisis de alguien como el primer oficial Waters hubiera requerido más de una cena reflexionando frente a una pizza y un montón de botellines de cerveza.
Había desarrollado su sistema tras un par de sonados fracasos amorosos que superamos llorando las dos a moco tendido en la primera fase (mi empatía con el lloro ajeno era digna de estudio) y cagándonos en todo en la fase dos. Para terminar, analizando la situación con frialdad y concluyendo que estaba mejor así. Una vez alcanzado ese territorio seguro pudo dedicarse a la elaboración de su tesis sobre los tíos.
Me mordí los labios y cambié de postura procurando no despertar a Beo. Siempre me lanzaba una