Si el tiempo no existiera. Rebeka Lo
—Bernal… es muy valeroso. Todo un héroe, sus hombres lo seguirían a ciegas hasta las puertas del mismísimo infierno, pero no está en su mano decidir. Los soldados cumplen órdenes, aunque los conduzcan a la perdición. —Dudó un momento antes de continuar—: Te ha tomado mucho cariño, ¿sabes?
Esperé a que prosiguiera, tenía curiosidad por saber a dónde quería llegar. Me agarró por el codo con suavidad, pero con firmeza instándome a seguir con el paseo.
—Es un hombre excepcional, hay pocos como él. —Hizo una pequeña pausa—. Y como podrás comprender, yo no voy a permitir nada que pueda perjudicarle, capisci?
Frené en seco para poder mirarla directamente. Estaba claro que era del tipo de mujeres que gusta de dejar las cosas claras y el chocolate espeso.
—Lo entiendo perfectamente, Constanza. Y te aseguro que no soy ningún peligro para él, ni para nadie.
—Bien. —Reflexionó por un momento—. En ese caso vayamos a visitar al sastre, necesitarás ropa.
Mi abuela solía decir: «Así te ven, así te tratan». De modo que me pareció muy buena idea lo de hacerme con un atuendo apropiado. Claro que yo era completamente insolvente y abusar de la generosidad de Constanza y Bernal, quien había insistido en que no reparáramos en gastos, me escocía un poquitín. Suspiré y me dejé llevar. No había remedio para ese punto por el momento.
No esperaba una boutique, pero el establecimiento de monsieur Dumont no tenía nada que envidiarle. Monsieur Dumont era un hombre bajito y con aspecto de ratón de campo. Con sus diminutos pies iba de un lado a otro de la tienda correteando, como si nada pudiera quedar fuera de su supervisión. Al vernos entrar se detuvo un momento.
—Madame Valeri, ¡qué inesperado placer veros de nuevo! ¿En qué puedo serviros?
—Veréis, esta joven es la sobrina del capitán Bernal Villa. —El ratón me observó con curiosidad profesional, ya debía de estar tomándome las medidas desde detrás del sólido mostrador de madera maciza—. Llegó hace poco con la idea de una breve estancia, pero este fastidio del asedio la ha obligado a permanecer más tiempo con nosotros y no tiene nada apropiado que ponerse para los meses que se avecinan.
—Entiendo. Ciertamente esta desafortunada situación nos trae de cabeza. —Carraspeó y se corrigió de inmediato nervioso. Quizás la sobrina de un capitán del ejército del conde encontrara justificada la revuelta y un buen comerciante debía ser neutral o al menos parecerlo—. Desafortunada porque aún no he recibido el cargamento de lana inglesa que estaba esperando, quería decir. Dios sabe que nuestro señor el conde Enríquez tiene en gran estima a Gixón y vela por nuestro bienestar.
—Desde luego, desde luego —replicó Constanza—, pero ya sabéis, monsieur, la política es tan soporífera para nosotras las integrantes del bello sexo…
Lanzó uno de sus teatrales suspiros, algo que complació por completo a monsieur Ratón.
—Sin embargo, aún tengo algunas reservas de exquisito terciopelo que guardo para ocasiones especiales como esta. —Nos guiñó un ojo—. Iré a por ellas ahora mismo.
—Qué necio, todo su cerebro es del tamaño de una castaña. ¿Sabes que ni siquiera es francés?
—¿En serio?
—Es inglés, de Portsmouth o algún otro terrible sitio como ese. —A Constanza le parecían terribles todos los lugares que no fueran Italia—. Pero decidió cambiarse el nombre, y la nacionalidad, para hacer prosperar el negocio. Llamarse Will Taylor no le pareció muy comercial. Y lo cierto es que le fue bien con el cambio, antes del sitio muchos se desplazaban desde otras partes del Reino para venir a verle y lucir sus diseños. Tengo que reconocer que tiene cierto talento.
El hombrecillo apareció seguido de un aprendiz delgaducho que cargaba inestable unos cuantos rollos de terciopelo de preciosos colores otoñales, verde, azul noche, algo de granate y un amarillo oscuro parecido a la mostaza de Dijon. Se dispuso a extenderlos sobre el mostrador cuando el tintineo de la campanilla de la puerta reclamó su atención. Un nuevo cliente había entrado en la tienda. Monsieur Ratón no podía mirar por encima de nuestros hombros para ver de quién se trataba puesto que tanto Constanza como yo le sacábamos unos cuantos centímetros, así que recuperando su nerviosismo habitual correteó hasta el extremo del mostrador para poder averiguarlo.
—Monsieur Waters, mon ami! Sed bienvenido de nuevo a mi humilde establecimiento. Hacía tiempo que no tenía el gusto de veros. —El sastre gorjeaba como un pajarillo satisfecho.
Como movida por un resorte Constanza giró sobre sus talones con el ademán grácil que acompañaba cada uno de sus movimientos. Yo hice lo propio, bastante menos grácilmente, para toparme de lleno con los ojos azul océano de la taberna. Visto de cerca resultaba aún más perturbador, tenía una mirada cautivadora y la costumbre de clavarla en quien tenía delante con intensidad. Era bastante alto y fornido, lo que hacía que Dumont pareciera todavía más diminuto en comparación, aunque no tanto como Bernal. Se había echado el cabello hacia atrás con la mano al entrar dejando que los rubios rizos acariciaran su cuello. Goteaba, supuse que el orbayu habría vuelto a aparecer como le gustaba hacerlo, por sorpresa. Nos miró con interés mientras el sastre parloteaba sin cesar. Se me aceleró el pulso.
—… y por supuesto, debéis conocer a estas encantadoras damas —estaba diciendo Dumont, ninguno parecíamos estar prestándole atención, así que carraspeó para hacerse notar.
—Pardon, monsieur —dijo Waters con un depurado acento francés—. ¿Me decíais?
Monsieur Ratón se nos acercó y con un gesto exagerado se dispuso a hacer las oportunas presentaciones.
—Madame Valeri y mademoiselle Villa, les presento al señor Samuel Waters. Un caballero con un gusto impecable para vestir, he de añadir.
El sastre se hinchó satisfecho como un gorrión con su miga de pan. Era evidente que se creía pieza fundamental del aspecto de Waters que esa mañana había cambiado el exótico atuendo de la taberna por una elegante chaqueta de excelente paño de color azul que resaltaba aún más sus ojos. Bajo la misma asomaban una camisa blanca y unos pantalones que me parecieron de cuero dibujando unos muslos fuertes y largos.
«Toda una rock star o una sex bomb, según se mire…», pensé.
Waters me miró desde detrás de un mechón rubio y mojado que se había escapado de su control como si fuera capaz de leer mis pensamientos. Tragué saliva.
Constanza se inclinó en una sutil reverencia. Traté de imitarla, lo mejor que pude. Samuel Waters la correspondió con cortesía tomándola de la mano para besarla. Rezaba para que no cogiera la mía, estaba sudando desde que le había visto entrar, pero lo hizo y al hacerlo se detuvo un fugaz instante. El tiempo justo para susurrarme algo.
—Creo haber visto antes esos ojos en un lugar menos recomendable. —Levantó los suyos para mirarme con picardía a través de las largas pestañas rubias—. Y yo nunca me equivoco.
Retiré la mano azorada y me volví hacia la signora Valeri. No sabía dónde meterme. Aquel hombre era la proporción áurea con patas.
—Constanza, me siento un poco fatigada. Me vendría bien un poco de aire fresco. —Fue un milagro que me saliera la voz.
¿Fatigada? A quién quería engañar. La proporción áurea se estaba cobrando una víctima. Eso era lo que realmente pasaba.
—Desde luego, cara mia. Te has puesto pálida. Monsieur Dumont, ¿tendría la amabilidad de visitarnos en mi casa para tomar medidas y escoger las telas? —indicó con actitud resuelta.
—Será un placer, madame. Mañana mismo pasaré a verlas.
Una media sonrisa se dibujó en los carnosos labios de Sam Waters. No tardaría en descubrir que era un gesto habitual en él.
—Espero volver a verlas pronto, madame Valeri. Su presencia es un rayo de sol en este otoño —declaró mientras nos