La última hoja de la margarita. Nicolás Horbulewicz
mandó suavemente el esférico al fondo de la red. ¡Go! ¡La! ¡Zo!
Uno a cero arriba, comienzo inmejorable, principalmente porque Wolf, el alma del otro equipo, los primeros minutos se había mostrado desaparecido, irreconocible futbolísticamente, a tal punto que debió recurrir a lo discursivo para que todos supiéramos que estaba en la cancha:
—Chicos, me saco la campera —avisó.
En desventaja, los neuquinos empezaron a poner mucho más huevo. A los pocos minutos, tapé un mano a mano, y en la jugada siguiente, un remate esquinado al mejor estilo Pato Filliol. Parecía que iba a ser mi tarde, no obstante, la alegría me duró poco. Bautista, que sin la campera había vuelto a ser el mismo de siempre, me clavó un golazo de media chilena y, enseguida, un cabezazo al ángulo magistral. En dos minutos nos habían dado vuelta el partido. El empate costó unos cuantos minutos de asedio al área rival: lo logró Ponce con un lindo remate de media distancia. Ya en el epílogo, ninguno de los dos bandos quería arriesgar demasiado, pero en un ataque de habilidad al que no nos tenía acostumbrados, el Narigón eludió a casi medio equipo y entró al área perfilado para su pierna menos hábil. Con la zurda y en velocidad, le pegó primero al piso y la pelota se estrelló en el palo. Se quedó tirado lamentándose como un niño al que le sacan su juguete.
—¡¡¡Volvé, hijo de puta!!! —le gritamos todos, porque el arquero de ellos había sacado rápido y le había entregado la pelota a Wolf que, con espacio, era más que peligroso. No podíamos, de ninguna manera, perder el partido en la última jugada. El Narigón se levantó y volvió corriendo como un toro enceguecido. Cuando llegó a la altura donde estaba Bautista, este enganchó para atrás y lo hizo pasar con un caño humillante, a tal punto que los equipos que se encontraban afuera esperando para entrar estallaron en aplausos. Julio no se bancó la ofensa y, quizás un poco caliente todavía por la jugada anterior, ahí nomás le aplicó una descomunal trompada a Wolf que, del golpe, cayó fulminado en el suelo. Todos se le fueron al humo al Narigón y, en dos segundos, esa ignota canchita de fútbol en el norte de la Patagonia, se convirtió en Stalingrado. La batahola fue colosal. El Gordo López parecía un luchador de sumo en el medio de un torbellino de golpes, piñas y botinazos. Lo encaraban de a tres y él no retrocedía.
—¡Vengan de a uno neuquinos putos! —rugía, y se golpeaba el pecho como si fuera un jugador de los All Blacks cantando el haka.
Ponce recibió varias, pero también repartió a diestra y siniestra. Yo, como el cagón que siempre fui, intentaba separar, pero créanme que aquello fue una guerra. Alguna que otra le pegué a Wolf porque la verdad es que siempre me había parecido un cara de verga y le tenía bronca. La única manera de parar semejante desenfreno fue con la policía. Todos terminamos en la comisaría. Allí esperamos un par de horas, en cuartos separados, por supuesto, hasta que cerca de la medianoche volvimos a nuestro hogar.
El asunto es que la pelea fue noticia de primera plana en los medios de la región y eso, increíblemente, exacerbó la rivalidad ya existente entre las ciudades de Cipolletti y Neuquén de manera alevosa. Esa misma semana, una enorme cantidad de cipoleños que cruzaban el puente todos los días para estudiar Ingeniería en la Unco —entre ellos Ponce—, fueron injustamente desaprobados en un examen por un titular de cátedra neuquino. En represalia, en la Facultad de Medicina —ubicada en Cipolletti—, la mayoría de los aplazados en la materia Anatomía II fueron misteriosamente neuquinos. Hasta se comentaba por lo bajo que el docente le había cambiado la nota a un cipoleño que tenía domicilio legal en Neuquén, pero que residía de hecho desde hacía años en la ciudad cuyo nombre homenajea al famoso ingeniero italiano.
La policía también parecía jugar su papel en el pleito: en la margen rionegrina, los oficiales se valían de ficticias legislaciones para aplicarle multas a los automovilistas con patentes de Neuquén, y los neuquinos comenzaron a hacer lo mismo con las chapas de Río Negro. Como en Troya, la escalada de la violencia parecía no tener fin. Y todo había empezado por el amor de una mujer.
A los pocos días, el noticiero central del Canal 7 de Neuquén decidió poner al aire como primicia una nota en la que el dueño de la cancha donde se había jugado el partido reclamaba el pago de la misma. Es que ese día y en medio del escándalo, la policía arribó y, sin preguntar demasiado, subió a los dos equipos en varios patrulleros y así, sin pagar, fuimos al destacamento. Si bien Internet no era lo que es hoy, la entrevista se hizo viral en las arcaicas páginas y blogs de la época y, al poco tiempo, en todos los bares, clubes, colegios, comercios y oficinas a ambos lados del río Neuquén, no se hablaba de otra cosa. Todos opinaban sobre qué había que hacer. Las radios realizaron encuestas sobre cuál era el equipo que debía abonar la deuda, y hasta algunos editorialistas tuvieron el tupé de dar clases de moralidad desde los medios en los que trabajaban. Lo que casi nadie tenía en cuenta era que el atraso no había sido mala intención, sino que, simplemente, en el medio del despelote nadie se había acordado de pagar.
Por supuesto que entre los equipos participantes las acusaciones de responsabilidad eran cruzadas. El cotejo, encima, había quedado empatado, por ende, ni siquiera esa excusa podía usarse para dirimir la cuestión. Lo más fácil era dividir los costos, pero esa opción estaba totalmente descartada desde un principio y eso era, irónicamente, lo único en que coincidían ambas facciones. Al honor del grupo, se le sumaba ahora el orgullo de toda una ciudad detrás, y hasta de una provincia. Por lo tanto, había que buscar una nueva forma de solucionar la controversia: volver a jugar un partido en esas condiciones era una locura. Se decidió entonces hacer una reunión con sólo algunos representantes de cada grupo y, como por desconfianza ninguno se animaba a pisar tierra enemiga, el encuentro tuvo lugar en la mitad del puente carretero viejo, es decir, en el límite exacto entre ambas provincias.
Si bien —por razones obvias— se preveía una asamblea tediosa y de larga duración, la realidad es que todo fue bastante ameno y sencillo. Los neuquinos llevaron muchas propuestas, aunque todas eran de corte lúdico: un partido de truco, una mano de póker y hasta incluso una generala. Nosotros las refutamos argumentando que en esas cuestiones el factor suerte iba a tener mucho que ver y, en esta instancia, era algo que no nos podíamos permitir. Con Ponce propusimos una carrera de bicicletas, una sola, una persona por equipo y el que perdía pagaba. Simple. Los neuquinos aceptaron con la condición de que el recorrido fuera íntegramente en su territorio. Les dijimos que sí porque en algo teníamos que ceder, y porque el Narigón de chico corría en bicicross y había ganado varios torneos, y ese era nuestro as bajo la manga. Volvimos para Cipolletti y anunciamos la decisión. Esa misma tarde nomás, nos enteramos a través de los medios de que ellos, como no podía ser de otra manera, habían elegido a Wolf como su oponente.
El Narigón se tomó el desafío como un trabajo y todas las tardes lo acompañábamos a entrenar. En la facultad pasó a ser el pibe más popular, por lejos. En los recreos se la pasaba rodeado de mujeres que le prometían el oro y el moro en el caso de un triunfo, y le dejaban su número de teléfono anotado en algún apunte o en un envoltorio de chocolate. Las radios se llenaron de mensajes de aliento y los alumnos de la Escuela Municipal de Bellas Artes le pintaron una bandera enorme con su cara. Hasta el Intendente, en un desesperado intento por captar algún que otro voto, afirmó en una entrevista que, si el Narigón ganaba, elevaría una propuesta al Concejo Deliberante para que se cambiara el nombre de la calle Roca por el de Aristegui.
El día de la carrera armamos una caravana con varios autos, pasamos a buscar al Narigón en la camioneta del padre de Ponce y lo llevamos en la caja para que escuchara el vitoreo del público. Antes de ir para Neuquén dimos una vuelta por el centro de Cipo y el aliento de la gente fue maravilloso. El Narigón levantaba los brazos y hacía poses de fisicoculturista, mostraba los dientes como un perro rabioso, se sentía un guerrero entrando a Roma. Ya en el puente la euforia de la gente amainó, y al cruzar a Neuquén padecimos las primeras hostilidades que se fueron acrecentando a medida que avanzábamos por la ruta 22. Doblamos en el cruce con Olascoaga y ahí subimos por la Avenida Argentina hasta el Monumento a San Martín, que era el punto de partida del circuito.
La Municipalidad debió haber previsto el gentío y cortado las calles, pero la realidad es que como era un domingo por la mañana la cantidad de autos no era demasiada. Los neuquinos le habían ofrecido a un estudiante de locución