La última hoja de la margarita. Nicolás Horbulewicz
Wolf ya estaba allí, acompañado por sus secuaces y por Catalina Martinesse. Su bici era último modelo, vestía calzas, remera de running y lentes. Parecía un deportista de elite. Hasta casco tenía. El Narigón había ido así nomás, con una musculosa blanca y hasta creo que usaba el mismo pantaloncito pedorro del día del partido.
Julio acomodó la bici en el punto de partida, se subió a ella y miró a la Martinesse. Luego rotó su visión hacia donde estaba Bautista.
—Si sos tan macho, ¿por qué no corres sin casco? —le dijo.
Sin dejar de mirarlo, pero sin decirle una palabra, Wolf se desenganchó el protector de la cabeza y lo arrojó al boulevard.
—Suerte —le deseó Cata a su novio, y le dio un tierno beso en la boca que el Narigón prefirió no mirar.
Había llegado la hora. El locutor anunció que restaban treinta segundos para la partida y aprovechó para exhibir por primera vez ante la multitud, una pistola como las que se usan en las olimpiadas para dar la salida.
—¡Segundos afuera! —gritó.
Desde la vereda en donde me ubicaba, lo tenía al Narigón a unos tres o cuatro metros y lo veía concentradísimo, tanto que yo creo que ni se acordaba que la Martinesse estaba ahí a unos centímetros de distancia. De vez en cuando, miraba de reojo al juez de largada que ya había apuntado la pistola hacia el cielo. Wolf estaba a la izquierda y parecía tranquilo. Cuando restaban cinco segundos, ambos pusieron su pierna derecha en el pedal y largaron los frenos. El silencio de la gente era increíble, sólo se escuchaba de fondo alguna que otra bocina lejana y el ruido del viento, que como casi siempre en esa zona del mundo, venía del oeste.
—En sus marcas…listos…
El disparo de largada suscitó una avalancha de gritos de la gente que se agolpaba a lo largo de las veredas. El “Dale Narigón” con el “Vamos Bauti”, se entremezclaban creando un unísono de alaridos ensordecedor. Wolf fue el que picó en punta, pues claramente, era bastante más liviano. El circuito era remontando la Avenida Argentina hasta la Plaza de las Banderas, de ahí al Balcón del Valle, y luego todo en bajada por la misma avenida en sentido contrario hasta el Monumento. Eran unos tres kilómetros en total que se debían recorrer en, como mucho, unos cinco minutos de pura adrenalina. El Gordo López estaba estratégicamente ubicado en el cruce de la Avenida Argentina con Leloir para ir informándonos del desarrollo de los acontecimientos por radio. Después de la largada me olvidé de todo, me metí en la avenida y corrí de atrás a los ciclistas, mientras le gritaba al Narigón que por favor dejara la vida en cada pedalazo. Lo hice por unos doscientos metros hasta que los perdí de vista. Volví corriendo por novedades hacia donde estaban los demás.
—Ahí se acercannnnn —dijo exaltado el Gordo por la radio—. ¡Viene primero el Narigón!
Saltamos de alegría y nos abrazamos como si ya hubiese terminado la carrera.
—Está cansado, se lo nota cansado —agregó.
Ponce le sacó de las manos la radio al hermano del Narigón.
—¿Quién está cansado?, ¡da nombres gorrrrdo idiota! —le gritó, haciendo hincapié en la “r”.
López respondió, pero se escuchó una interferencia. Ponce le pidió que repitiera, pero la radio tenía poca batería o había muchas frecuencias en la zona. Los audios del Gordo se entremezclaban con música evangélica. La situación era desesperante. ¿Cómo no habíamos previsto otra forma de informarnos?
Mientras Ponce y los demás intentaban restablecer las comunicaciones, decidí dejarlos y remontar la Avenida Argentina para enterarme de todo lo antes posible y con mis propios ojos. Con el aire que me quedaba en los pulmones pude llegar hasta el cruce con Elordi. La espera se hacía larga. Luego de varios segundos, comenzaron a notarse dos siluetas bajando desde el norte a toda velocidad. Era imposible saber, desde esa distancia, quién venía a la cabeza. Al lado mío, dos jóvenes con la remera de Pacífico comentaban que Wolf llevaba una amplia ventaja, pero no parecía ser cierto. A la altura del Topsy, el semáforo estaba verde y, desde donde yo estaba, se notó que ambos necesitaron hacer malabares para esquivar unos autos. Se escucharon bocinas y hasta alguna que otra frenada. La maniobra perjudicó lamentablemente al Narigón, que tuvo que abrirse más de la cuenta para evitar chocar con un Renault 12. Sabía que era imposible que me escuchara, pero empecé a alentarlo con la poca voz que me quedaba. Mientras se acercaban comencé a decepcionarme, porque era cada vez más notoria la ventaja del neuquino. Cuando pasaron por mi posición como dos Fórmula Uno, la primacía de Wolf era irremontable.
Con unos treinta metros de ventaja y cincuenta por recorrer, Bautista se sintió victorioso y levantó los brazos para empezar a festejar. Antes de volver a apoyar las manos en el volante, miró hacia atrás para certificar la posición de su rival. Esa maniobra, inesperadamente, le hizo perder el equilibro y antes de que pudiera volver a retomar el control, se dio la nuca de lleno contra el cordón de la vereda. El Narigón venía como una tromba enfurecida, pero clavó los frenos y fue el primero en llegar a asistirlo. No había sangre, pero Bautista no reaccionaba. Dada la cercanía del lugar del accidente con el hospital, la ambulancia tardó apenas dos minutos en venir, pero no hubo mucho que hacer pues el golpe había sido demasiado fuerte. Wolf ingresó al Castro Rendón ya fallecido. Su velorio fue esa misma noche y asistió gente de los dos grupos, pues pareciera que sólo ante la adversidad de la muerte, el ser humano es capaz de dejar de lado sus estúpidas y frívolas diferencias.
Durante la semana siguiente, a pesar de ser vox populi, al menos entre nosotros se evitó hablar mucho sobre el tema. Sólo concordamos en ir a pagarle al viejo la cancha, algo que efectivizamos el martes por la tarde. Nadie, absolutamente nadie, lo culpó por lo sucedido, pero el Narigón se sintió responsable y, ese mismo año, abrumado acaso por la situación, dejó la carrera y se fue a vivir a España. Nunca más volvió. Actualmente vive en las afueras de Barcelona con su mujer catalana y su hijo Pol, a quien no le costó mucho comenzar a decirme “tío Nico” cuando fui a visitarlos. Por supuesto que una de las primeras cosas que me preguntó el Narigón cuando nos vimos fue si sabía algo de Catalina. No sé por qué preferí mentirle y decirle que no, pero la realidad es que la veo frecuentemente. Está casada desde hace años con Cecilia, el amor de su vida, una mujer que conoció tan sólo unos meses después de la muerte de Juan Bautista Wolf.
Конец ознакомительного фрагмента.
Текст предоставлен ООО «ЛитРес».
Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию на ЛитРес.
Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или Связной, через PayPal, WebMoney, Яндекс.Деньги, QIWI Кошелек, бонусными картами или другим удобным Вам способом.