Las pulsaciones de la derrota. Damaris Calderón
también estoy mirándote.
Con un tazón de cerezas en la mano
con el privilegio de un tazón de cerezas en la mano
cuando otros no conocen la palabra cerezas
el sabor
el aroma
el color encendido de la palabra cerezas
durante años en tierra
estrechándose en secreto las raíces
ellas también hermanas apretadas
guardando la respiración
las cerezas comiéndome
devorándome
como si fueran amantes
plantas carnívoras
viendo cómo me convierto en semilla
en cuesco
en cáscara esparcida al sol.
En esta hora en que el bisturí entra en tu carne
vaciándote
los ovarios
el útero
con que concebiste a los hijos
en esta hora en que el carnicero te faena
como a otra res del cubículo
tú eres otra vez la hija
el cuerpo donde se encuentran los elementos
la vida y su fermentación.
Enkidu era un guerrero, no más grande que tú, y tuvo miedo.
Gilgamesch era un dios, no más grande que tú, y tuvo miedo,
pequeños niños asustados.
Toda la epopeya canta a las batallas de los guerreros, esos niños.
Yo canto la epopeya
de la mujer que pare sus hijos de la que los pierde
canto (escucho) sus gritos en el quirófano
como el ave guía que pierde a algún pájaro de su bandada
o el marinero una embarcación de su flota.
Yo canto a la parturienta y a la mujer estéril
a la que fue abrazada y besada en todas sus articulaciones
y a la que nadie miró.
Canto tu vida fuerte, hermana mía,
ese galopar incesante
que no detuvo nada
madre ni bridas.
Ardimos como velas en la noche, como fósforos
El más amado,
como Juan, el discípulo
de los peces de la provincia
en el techo de un cuarto
del sur
en lo remoto del mundo
vi los astros
y tu cara, otro astro,
en el azul profundo
creando las calles del país,
las pocas cosas, las manos,
el arroz,
las primeras itálicas
la lengua
extinta de los marineros.
Anclados en un bar que no existe
escuchamos
la música de un tiempo ido
el Bola las palabras
que no alcanzamos a decir.
La mano apura
la almohada dura
donde recostar la cabeza.
Tus ojos alcanzan otra vez
los diecisiete años
el follaje del ciervo
entre los árboles.
El viejo carpintero
Hizo su casa de maderos gastados.
Con obstinación
recogió lo que no se llevó la ola
lo que dejó la resaca:
cuerpos cardúmenes
pequeñas cosas.
Vio el solsticio
(filo de obsidiana)
en un sótano
las murallas de La Habana de Jericó
levantarse y caer.
Cuando llegaron los bárbaros
juntó un poco de delicadeza
como quien junta las manos
en una breve
imposible oración.
Caligrafía de invierno (rostro a cuchilla)
El sol declina sobre tu cuerpo que también declina
(otra manera de estar sola sin condescendencia)
sin tibieza o cáscara que resguarde
ni albatros ni pelícano
al que la vida robó su presa
escuchando las cañerías
el ruido de las cañerías
el corazón
el augurio
el ronquido secreto subterráneo
las preguntas que ni la muerte
podría responder.
Los pájaros no conocen la muerte
su follaje.
La muerte. Su follaje
Dame una cuna una tumba.
Un espacio donde recostarme.
Dame una palma
(la palma de tus manos)
el jadeo del plátano
sonante
la vegetación insular
el ronquido insular los grillos
el océano sin mordaza los pulmones
de un padre agua natal sin sus ahogados
blanca caravela.
Una rosa es una rosa es una rosa
un obús es un obús es un obús
Una cuna es una tumba.
Una cuna es una tum
ba. Hazme
nacer. Ciérra
me los ojos.
Un parpadeo y la muerte rubrica.
Mujer larva Otto Dix
añorando un vientre una patria
tumbada en el pasto en posición fetal.
Entonces esta carencia, el poema, como si fuera a
Escribir acabar
cavar
azotar palabras
las masas del lenguaje chocan entre sí
colisionan
alguien entierra un diamante
en la garganta de lodo
el neobarroco no es transplantino