El jefe necesita esposa. Shannon Waverly
No pierde el tiempo en conversaciones triviales. Se dedica a trabajar, sin meterse en la vida de los demás. Lo que estoy intentado decir es…
–Que yo no voy a comentar nada de ese fin de semana cuando vuelva el lunes a trabajar –le dijo ella por él.
Sonrió y en su mejilla le aparecieron unos hoyuelos maravillosos.
–Exacto.
A Meg le sorprendió que él se hubiera dado cuenta de eso. Ella era un engranaje más de una estructura. Y aquel hombre era el propietario. El propietario. El presidente.
–No es que vaya a pasar nada escandaloso –añadió él, con una sonrisa en su mirada. Meg tuvo que mirar para otro sitio–. Pero preferiría mantener en el anonimato mi vida personal
Meg lo entendía. A pesar de que era una persona con mucha vida social, Meg siempre había pensado que Nathan Forrest era una persona que se ponía a la defensiva.
–De verdad que me gustaría hacerle ese favor, señor Forrest, pero no puedo. Ya había quedado.
Pero al parecer aquel hombre no aceptaba una negativa por respuesta.
–Seré franco con usted. Además quiero que venga para que me ayude a salir de una situación un tanto comprometida.
–¿Una situación comprometida? ¿Yo?
–Sí usted. La necesito para evitar una situación desagradable.
Meg se colocó las gafas y frunció el ceño.
–¿Qué quiere decir?
–Es difícil explicárselo –suspiró–. Supongo que sabe que no estoy casado, ¿no?
–Sí.
–Y probablemente habrá oído que quiero seguir soltero.
Meg dudó. Si le decía que sí, era aceptar que había escuchado los cotilleos de la oficina. Afortunadamente él no esperó su respuesta.
–He de confesarle, que quiero seguir soltero por lo menos durante cinco o seis décadas más. El problema es mi madre. Ella quiere que me case. En consecuencia, cada vez que me tiene cerca, trata de casarme con la hija o sobrina soltera de cualquiera de sus amigas.
–¿Es que le busca chicas? –le preguntó Meg. No era un hombre al que tuvieran que concertarle citas con chica alguna.
–Sí. No son citas exactamente, pero me coloca al lado de esas chicas con la esperanza de que continúe viéndolas después y a lo mejor me enamore. Pero este fin de semana no tengo tiempo para esas cosas. Ni tampoco tengo paciencia. Si usted viniera, podría evitar esa situación.
Meg sintió que su rostro se sonrojaba.
–No estará sugiriendo, señor Forrest, que demos a entender a todos que nosotros…
Se quedó mirándola, con el ceño fruncido.
–No, por Dios. Lo que pasa es que si usted viene, yo no tendría que estar pendiente de nadie más. Sería de poca educación dejarla sola entre gente que no conoce.
Meg se puso colorada. ¿Cómo había sido tan estúpida como para malinterpretarle?
Ella sabía que no era fea, pero tampoco demasiado guapa. Era una chica normal y corriente. Era oscura de piel, con los ojos de color castaño.
A lo mejor con un poco de maquillaje y los labios pintados podía mejorar. Pero con una niña de tres años, no tenía tiempo por las mañanas para nada.
Mantenía un aspecto clásico, conservador, el adecuado para la oficina. No era en absoluto el tipo de mujer con la que Nathan Forrest podía quedar para salir.
A pesar de mostrarse muy caballeroso en un momento determinado le dijo lo que le iba a pagar por trabajar ese fin de semana.
–¿Cuánto ha dicho?
Repitió la cifra.
–¿Por dos días de trabajo? –el corazón le empezó a latir con fuerza.
Él asintió.
–Si quiere tiempo para pensárselo, puede darme su respuesta mañana, aunque la verdad es que es viernes y quería salir en cuando terminemos aquí.
–¿No es la reunión familiar el sábado?
–Sí, pero estaba pensando que podíamos trabajar un par de horas el viernes cuando lleguemos.
–¿Dónde dijo que estaba la casa?
–No muy lejos. En Bristol. Es un sitio muy bonito y relajante. Se ve el mar desde la casa.
Meg estuvo a punto de dejarse convencer. Habría dado cualquier cosa por pasar un fin de semana al lado del mar. Y más con el señor Forrest. Parecía un sueño.
Pero inmediatamente se disgustó con esos pensamientos. No podía aceptar aquella propuesta. Le había prometido a Gracie que la iba a llevar el sábado al zoo.
Aunque con el dinero que le iba a dar… Podía hacer muchas cosas con ese dinero.
Por otra parte ¿qué precio tenía el tiempo que pasaba con su hija? Reuniendo todas sus fuerzas Meg le respondió:
–Lo siento, pero no puedo.
–Si lo que le preocupa es la ropa que tiene que llevar…
–No –no le preocupaba porque no iba a ir.
–No tiene que ponerse nada en especial –insistió él. Era un hombre acostumbrado a ganar–. Un par de vestidos valdrán. Y la traeré el domingo por la tarde.
–Se lo agradezco mucho pero…
–Me doy cuenta de que puede que no tenga tiempo para organizar sus cosas para el lunes, así que si quiere se puede tomar el lunes por la mañana libre. ¿Qué le parece?
Le parecía excelente.
–Es usted muy generoso, señor Forrest, pero no puedo.
Antes de que él siguiera insistiendo, Meg se puso de pie.
–¿Está segura de que no se lo quiere pensar? –él también se levantó.
–Sí, estoy segura.
–La cita que tiene debe ser muy importante para usted.
–Lo es –le respondió y le dejó pensar lo que quisiera.
A eso de las cinco y media Meg había conseguido salir del atasco y se dirigía a su casa, situada en una de las zonas pobres de la ciudad. Gracie y ella vivían en un apartamento que había encima del garaje de los Gilbert. Algunos días parecía como si las dos familias vivieran juntas.
Como era habitual, Meg se sintió culpable cuando sus pensamientos con respecto a sus arrendatarios se volvieron negativos. Vera y Jay Gilbert habían sido muy amables con ella y la habían aceptado desde el primer día que su hijo se los había presentado.
Derek y ella se habían conocido en una gestoría en la que los dos trabajaban. Él trabajaba de auxiliar administrativo a sus dieciocho años, recién salido del instituto. Por las noches seguía estudiando, para terminar empresariales.
Estuvieron saliendo juntos hasta que se licenció en junio, momento en el cual le propuso que se fuera a vivir con él al este de la ciudad. Ella había aceptado dado que en la zona donde vivía sólo le quedaba su tía Bea, que acababa de morir.
Después de aquello, todo cambio muy rápido. A los diecinueve Meg se casó y vivía con Derek en el apartamento que los padres de él habían construido encima del garaje. A los veinte había dado a luz a Gracie. Aquél fue sin duda el día más feliz de su vida. A los veintiuno, sin embargo, fue el más triste, cuando Derek murió en un accidente de automóvil. Y se quedó viuda.
Recordando todo aquello, Meg se preguntaba qué habría sido de Gracie y ella si no hubieran tenido cerca a Vera y Jay. Porque ella no tenía familia, ni fuente de ingresos,