El jefe necesita esposa. Shannon Waverly
pasó la mano por el pelo y soltó una maldición. Ni siquiera podía poner a Margaret como excusa. La habían destinado a Walter. Le dio pena por ella y por él mismo.
Tenía que haber alguna forma de librarse de todo aquello. ¿Qué excusa podría ponerle a su madre? ¿Qué tenía que hacer para que dejara de buscarle novias?
Se quedó mirando el teléfono, pensó en llamar otra vez, pero abandonó la idea, porque no se le ocurría nada que decir. Había tratado de convencerla, pero de nada había servido.
Se miró el reloj. Eran las seis y media. Lo mejor sería irse a casa y tomarse una copa. A lo mejor relajándose se le ocurría algo. Alguna solución. Siempre lo conseguía.
Sintiéndose un poco mejor se puso la chaqueta y apagó las luces de su despacho.
A las siete y diez del viernes por la tarde, veinte minutos antes de que el señor Forrest tuviera que ir a buscarla, Meg estaba con el coche en el aparcamiento de Forrest Jewelry, preguntándose si no estaría cometiendo una locura.
Iba a pasar un fin de semana en compañía de gente que no conocía y con la que no tenía nada en común. ¿De qué hablaría esa gente? ¿De acciones? ¿De sus viajes a St. Moritz? Confiaba en que no sirvieran comida que ella no supiera cómo comer. ¿Y su ropa? ¿Llevaría la ropa adecuada para la ocasión?
Las preocupaciones que Meg tenía sobre todas esas cosas, nada eran comparada con la preocupación que tenía por su hija. Rezó para que no pasara nada en su ausencia.
Y por si sus preocupaciones no fueran pocas, a Vera y a Jay no les gustó mucho que trabajara el fin de semana. No lo entendían, y menos eso de irse a Bristol, hasta el punto de que estuvieron a punto de no quedarse con la niña.
Pero si tenía que elegir alguna preocupación por encima de las demás, elegiría al señor Forrest por tener que pasar con él tiempo en condiciones tan poco usuales. Por una razón, porque era su jefe y la autoridad siempre la ponía nerviosa. Aparte de que era una persona con carisma. Temía hacer cualquier estupidez.
Trató de pensar en otra cosa. Miró por la ventanilla y se dio cuenta de que los viernes por la tarde el aparcamiento se quedaba casi vacío y medio a oscuras. El sitio menos indicado para que una mujer sola se quedara esperando a alguien.
Pero ella había sido la culpable. Le había pedido al señor Forrest que salieran un poco más tarde, para poder cenar con Gracie. No es que ella hubiera comido mucho. Estaba tan nerviosa que casi no había ni podido beber agua.
El señor Forrest le había dicho que él la iba a recoger a casa pero ella se había negado. Podría enterarse de lo de Gracie. Así que le había convencido de que ella regresaría a la fábrica.
Todo aquello se lo había ganado a pulso. Le tenía que haber dicho la verdad desde el principio.
De pronto se retiró la mano de la boca. Se estaba mordiendo las uñas y se había hecho casi sangre. Tenía que tranquilizarse.
Pero casi le era imposible. De pronto apareció un coche deportivo por la puerta. Nunca antes había visto ese coche, pero sí al hombre que lo conducía.
Sacó las llaves del contacto, agarró su bolso y abrió la puerta. Salió del coche y esperó a que él llegara. Cuando lo hizo ya se sentía más tranquila.
–Buenas noches –le saludó, estirándose su chaqueta. Era el mismo traje de chaqueta que había llevado a trabajar. Se preguntó si no debería haberse cambiado de ropa. El señor Forrest lo había hecho y se había puesto ropa más informal.
–Hola –saludó él–. ¿Se ha traído alguna bolsa?
–Sí –abrió la puerta de atrás del Escort y sacó su bolsa de viaje. Cuando se dio la vuelta, se dio cuenta de que él la estaba mirando. Él retiró la mirada al instante. ¿Tan mal estaría?
Él tomó la bolsa de viaje y la metió en el maletero, al lado de la suya. Hasta ese momento, Meg no se dio cuenta de lo vieja que estaba.
Se metió en el coche y se acomodó en el asiento. Él se puso al volante y bajó el volumen de la radio.
–Parece que va a hacer buen tiempo este fin de semana –le dijo.
–Sí, eso he oído –se puso las manos en su regazo.
–Va a subir la temperatura…
–Sí, y no va a llover.
Los dos permanecieron en silencio. Ya habían hablado del tiempo, ¿Y ahora?
–Tiene un coche muy bonito.
El señor Forrest sonrió.
–Es un Studebaker Avanti de 1963.
–Lo siento, pero no entiendo nada de coches.
–No se preocupe. Casi nadie reconoce un Avanti. Es un clásico. Muchos diseñadores lo consideran una obra de arte. De hecho lo expusieron en el Louvre.
–Dios mío.
–Normalmente nunca lo saco salvo para ocasiones especiales, como ésta, que tengo que ir a casa de mis padres.
–Hablando de casa de sus padres y antes de que lleguemos allí quiero que sepa que no tiene que molestarse por mí. Preferiría no meterme en asuntos de amigos, ni familiares. De hecho, preferiría tener tiempo para mí sola. He traído un libro y estoy deseando leerlo. Así que, a menos que me necesite, no me importa que me deje sola.
–Ya veo que está deseando que pase pronto este fin de semana.
Meg se sonrojó. Estaba intentando pensar en alguna respuesta cuando él comentó:
–Le agradezco el sacrificio que está haciendo, Margaret.
–No importa, no me causa ningún problema –le respondió.
Él suspiró.
–A lo mejor sí –replicó él–. Anoche llamé a mi madre y me enteré de que ha amañado uno de esos encuentros que le comenté.
–Dios mío. Eso quiere decir que necesita que yo esté con usted todo el tiempo, ¿no? –Meg pensó que se iba a librar de esa obligación.
–Es peor que eso –Meg le escuchó tragar saliva y agarrarse fuerte al volante. ¡Nathan Forrest estaba nervioso! Nunca hubiera pensado que se pudiera inmutar–. Mi madre ha encontrado un arreglo también para usted. Quiere que conozca a mi primo Walter.
Meg giró la cabeza.
–¡No!
–Eso es lo que le he dicho yo, pero no me ha escuchado –se pasó una mano por la cara. Parecía cansado. Extraño, porque tampoco era un problema tan importante.
Avanzaron unos cuantos kilómetros en silencio. Estaban en la autopista que iba al sur. Hacía unos minutos que habían abandonado la ciudad.
–¿Y qué va a hacer? –le preguntó Meg. No le apetecía pasar el fin de semana con una persona que no conocía.
–Me he estado preguntando lo mismo las últimas veinticuatro horas. Y se me ha ocurrido de todo, desde decir que tenía una enfermedad contagiosa hasta que era homosexual.
Meg lo miró.
–¿Y no puede decírselo claramente a su madre?
Se echó a reír.
–Mi madre no atiende a razones –Meg no se podía imaginar qué tipo de mujer era la señora Forrest, para ponerle a su hijo en una situación tan ridículamente tortuosa.
–La única idea que se me ha ocurrido es una que usted tuvo ayer.
–¿Yo?
Asintió.
–Algo que comentó ayer.
Meg frunció el ceño y trató de recordar.
–Lo siento, pero no puede ser algo más especí…. –justo cuando