La implementación de políticas públicas y la paz: reflexiones y estudios de casos en Colombia. Jenny Elisa López Rodríguez
objetivos planteados por Goggin han sido alcanzados por completo (Sætren, 2018). Por supuesto, uno podría cuestionar si esto es necesariamente malo, o si simplemente refleja la libertad con la que los estudiosos deciden impulsar sus agendas de investigación en función de sus propios intereses y no de las propuestas de sus colegas. En segundo lugar, algunos de los textos aquí incluidos (que cronológicamente formarían parte de esta tercera generación) en realidad replantean o sintetizan las discusiones que han cruzado a las otras dos generaciones. Es decir, no se trata de enfoques completamente nuevos. Esto podría reflejar, de nuevo, un genuino interés en acumular conocimientos más que una falta de creatividad de los académicos del área. Y, finalmente, porque resulta complicado definir no solo en qué momento inició esta generación, sino hasta cuándo podríamos decir que se extendió o se extiende. Por citar un ejemplo notorio, Michael Hill y Peter Hupe (2014) han escrito la tercera edición de su influyente texto sobre implementación en la segunda década del siglo XXI, es decir treinta años después de los escritos de Goggin. Sin embargo, ellos mismos ubican su esfuerzo intelectual como parte de esta tercera generación de afanes sintéticos. Søren Winter (2018), en cambio, afirma que lo interesante de estas generaciones es que en realidad uno puede formar parte de todas, según los temas explorados y las aproximaciones metodológicas empleadas. Por consiguiente, estamos frente a fronteras generacionales más bien difusas.
¿Hacia una cuarta generación?
Más allá de las cuestiones antes discutidas, en los últimos años se ha producido una serie de textos interesantes que parecieran estar dando un nuevo impulso al estudio de la implementación. Además, en las literaturas contemporáneas sobre administración, gestión y políticas públicas, los aspectos vinculados a la implementación han ido adquiriendo un lugar cada vez más central, aun cuando en muchos casos no se hable del tema usando los conceptos o los enfoques reseñados en este capítulo. Por todo ello, uno bien podría preguntarse si, como lo sugiere Michael Howlett (2018), estamos entrando en una cuarta generación de estudios en la materia. En realidad, es difícil identificar un común denominador en estas discusiones recientes y tampoco es posible ubicar un texto como el de Goggin, que haga un listado de propuestas sobre cómo avanzar en este campo de estudios. A pesar de ello, vale la pena ofrecer un breve recuento de esta literatura emergente, pues si algo demuestra es que la implementación sigue siendo un asunto de enorme importancia intelectual y práctica.
En el conjunto de nuevas aportaciones podrían destacarse, en primer lugar, los textos que proponen nuevos modelos analíticos. Stephanie Moulton y Jodi Sandfort (2017), por ejemplo, han propuesto usar el enfoque de los campos de acción estratégica. Esto implica pensar los procesos de implementación desde una perspectiva multinivel, en la cual se analizan las intervenciones de servicios públicos con la atención fija en cómo ciertas ideas/ propuestas introducen cambios en los públicos objetivo y cómo se van institucionalizando algunos procesos y métodos de coordinación en el proceso. Un elemento clave de todo esto tiene que ver con las interacciones de los participantes y, particularmente, con la forma en que le van dando sentido a sus acciones en cada uno de los campos de acción estratégica: nivel de la política pública, nivel organizacional y nivel de la provisión directa de servicios. Otra propuesta es la de Christopher Ansell, Eva Sørensen y Jacob Torfing (2017), quienes argumentan que la implementación puede tener mayor éxito al seguir un diseño colaborativo y adaptativo. Esto implica que los tomadores de decisiones estén en continua comunicación con los servidores públicos al nivel de la calle y con los actores sociales interesados en el programa o política pública en cuestión. A partir de ello, deben establecerse procesos de colaboración que permitan co-diseñar la política, siempre en función de las necesidades, las propuestas de solución y, en general, las ideas de todos los involucrados. Al mismo tiempo, el proceso debería traer consigo dinámicas de aprendizaje, formas de detectar oportunamente los problemas potenciales y, en general, procesos de implementación adaptativa en los cuales los bienes y servicios públicos en realidad acaben siendo co-producidos.
En segundo lugar, en años recientes se han desarrollado esfuerzos por entender la influencia que algunos factores y actores novedosos pudieran llegar a tener sobre los procesos de implementación. Aurélien Buffat (2018; Bovens y Zouridis, 2002) ha discutido cómo las nuevas tecnologías de la información y la comunicación pueden llevar, por un lado, a facilitar trámites y servicios, a quitar puntos de contacto innecesarios entre servidores públicos y ciudadanos, y a aumentar la cantidad y calidad de información para tomar mejores decisiones. Con ello, la implementación se vuelve claramente más eficaz y eficiente. Pero, por otro lado, estas nuevas tecnologías pudieran también estar reduciendo los ámbitos de discrecionalidad de los burócratas en el nivel de la calle, lo que da más información y control a sus superiores, pero al mismo tiempo afecta la capacidad de aquellos para adaptar los programas públicos a las necesidades de los usuarios. Por otra parte, en un texto reciente, Eva Thomann, Peter Hupe y Fritz Zager (2018) han explorado cómo los esquemas de rendición de cuentas que rodean a los procesos de implementación se han complejizado con la participación de nuevos actores privados. En ámbitos como la regulación, donde los procesos de inspección en ocasiones se apoyan en equipos de supervisores integrados por servidores públicos y expertos privados, estos últimos parecieran enfrentarse con importantes dilemas al tratar de conciliar la lógica de mercado y sus relaciones con sus clientes, con la lógica de las normas públicas.
En tercer lugar, en esta nueva oleada de estudios sobre implementación también han surgido nuevas aproximaciones téoricoconceptuales. En una serie de trabajos interesantes, Lars Tummers (2011; 2012) ha buscado reconceptualizar el término alienación de políticas para entender cómo y por qué algunos servidores públicos en el nivel de la calle dejan de sentirse comprometidos y se alejan mentalmente de los programas públicos de los que son responsables. Dependiendo de si se sienten empoderados, de si consideran que la política pública tiene sentido, de su relación con la clientela que deben atender, entre otros elementos, los burócratas podrán sentirse más o menos interesados en desempeñar bien sus actividades y, por lo tanto, se preocuparán (o no) de garantizar que los objetivos de dicha política se cumplan. Michael Howlett (2018), por su parte, ha sugerido teorizar la implementación como algo que sea capaz de combinar la literatura tradicional sobre el tema con otros enfoques de la literatura sobre políticas públicas, como el enfoque de coaliciones promotoras o el enfoque de corrientes múltiples. Howlett argumenta que, al sumar las aportaciones analíticas de estas tres discusiones, sería posible dar más contenido teórico a los estudios de implementación, por ejemplo, al entenderla como un proceso con coyunturas críticas y puntos de entrelazamiento de diversas corrientes.
Por otra parte, en lo que toca a la implementación como un tema de actualidad discutido bajo otros términos, valdría la pena citar por lo menos dos áreas de estudio. La primera tiene que ver con la implementación como monitoreo, es decir como esa parte de la gestión que da seguimiento al desarrollo de los programas públicos. Este es un tema que suele vincularse más bien a la etapa de evaluación dentro del ciclo de las políticas públicas, pues la información arrojada por el monitoreo permite generar ciertos juicios de valor sobre el estado de los programas (Dussauge, 2016). Sin embargo, el proceso de definir metas y objetivos a alcanzar, la construcción de indicadores de tiempo/costo/cobertura o el diseño de esquemas de información periódica son claramente actividades relacionadas con la marcha cotidiana, es decir con la implementación de los programas públicos (Majone y Wildavsky, 1998). De hecho, el monitoreo es claramente tanto una forma de controlar mejor el funcionamiento los programas públicos (visión top-down), como un mecanismo para ajustar oportunamente los mecanismos del programa de cara a las situaciones particulares que se van enfrentando en la práctica (visión bottom-up).
Una segunda área que también tiene que ver directamente con la implementación, aunque parte de otros términos, es la del delivery o entrega de servicios públicos. Este concepto se ha empleado durante los últimos años en dos sentidos y niveles de análisis. El primero, y quizás el más conocido, es el de las delivery units, es decir las llamadas unidades de ejecución/gestión del cumplimiento o centros de gobierno (Lafuente y González, 2018). Este tipo de oficinas gubernamentales se han creado en diversas partes del mundo a partir de la pionera Prime Minister’s Delivery Unit, del gobierno británico de los 2000. La intención de dichas