Sociedad, cultura y esfera civil. Liliana Martínez Pérez

Sociedad, cultura y esfera civil - Liliana Martínez Pérez


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detrás de la Catedral, tuvieron problemas para ingresar al Zócalo (Arvizu, 2013). La revisión rigurosa en los cinturones de seguridad incluía el decomiso de paraguas, botellas, palos, pilas, llaveros y hasta elotes (Jiménez, 2013). Se estima que, por dificultades de acceso, ocho mil personas no pudieron llegar al Zócalo (Sierra, 2013; Servín, 2013). El saldo fue una asistencia de cincuenta mil visitantes, casi un 50% menos que la registrada en años anteriores (Sierra, 2013; Servín, 2013).

      En un ambiente desangelado, en el que ni la promesa de la presencia de artistas de mucha convocatoria, como Juan Gabriel, logró levantar los ánimos (D’Artigues, 2013), en punto de las 23:00 hrs., como establece el protocolo, Peña Nieto procedió a oficiar la ceremonia de acuerdo con el canon: apareció en el balcón acompañado exclusivamente por su mujer en un evidente segundo plano, hizo tañer la campana nueve veces y pronunció los nombres de Hidalgo, Josefa Ortiz de Domínguez, Allende, Aldama, Galeana y Matamoros ayudado por un “acordeón” al que recurrió, al menos, en cuatro ocasiones y sin improvisar una sola palabra (Núñez, 2013a; Cano y Vargas, 2013). Luego entonó el himno nacional y, ya acompañado también por los hijos del matrimonio presidencial, presenció el espectáculo de fuegos pirotécnicos (Jiménez, 2013; Reséndiz, 2013).

      Al interior del Palacio Nacional 740 invitados especiales8 asistían a la otra parte del evento político y atestiguaban “el regreso del PRI a los protocolos de las fiestas patrias” (Núñez, 2013b), aunque un evento extraordinario lo obligará a alterar sobre el final el guion. A las 22:00 hrs. descendió de un helicóptero y se dirigió a su despacho “donde se ajustó la banda presidencial y realizó un ajuste de tiempo” (Reséndiz, 2013). Acompañado de su esposa, “salió por la Biblioteca Presidencial, y cruzó los salones Verde, Azul y Morado hasta llegar al salón de Recepciones” (Reséndiz, 2013), a unos pasos del balcón recibió de una escolta de cadetes del Heroico Colegio Militar la bandera nacional y se asomó a oficiar el Grito. “Todo aquí [funcionó] conforme a un guión preestablecido: los invitados [ocuparon] los salones alrededor del balcón presidencial, para presenciar desde ahí el Grito de Peña Nieto y la pirotecnia” (Núñez, 2013b). A las 23:30 horas los invitados comenzaron a bajar hacia el patio central al que habría de acudir el presidente después de la ceremonia propiamente dicha y tras una reunión urgente con el gabinete en su despacho. “Un prolongado aplauso [coronaba] su entrada al patio central, al son del Huapango de Moncayo” (Cano y Vargas, 2013). Frente a los invitados agradeció “su presencia y se [excusó], además de expresar su solidaridad con las familias de los fallecidos a causa de fenómenos naturales” (Cano y Vargas, 2013).

      Las circunstancias específicas en las que se desarrolló la ceremonia del Grito de 2013 promovieron que los discursos que se estructuraron en los días posteriores pusieran en duda —tal vez por primera vez— su autenticidad. Si bien en las crónicas del día siguiente no faltaron las descripciones tradicionales de la “gala” y la “verbena popular”, los medios no soslayaron que se trataba de un montaje. Si bien aquellos que denunciaron la calidad de los autobuses y los costos de movilización de los maestros no se pronunciaron en cuanto a los de los “simpatizantes”, pareció evidente que se trataba de expulsar a unos para acarrear a otros. No hubiese sido la primera vez en la que un presidente hubiese tenido que enfrentar consignas contrarias a su persona, tampoco lo fue el hecho de que la movilización no haya sido espontánea, sabido es que en los tiempos de oro del sistema posrevolucionario las estructuras de las organizaciones corporativas de masas eran movilizadas de manera obligatoria, pero nunca había sido tan evidente el contraste entre quienes querían permanecer en el Zócalo y los que debieron ser “invitados” para llegar.

      El cuestionamiento de la autenticidad del Grito se hizo evidente en la medida en que revitalizó los posicionamientos discursivos binarios entre quienes a) consideraban la recuperación del Zócalo como una prueba de que el gobierno tenía la capacidad y la voluntad para recuperar el espacio central de producción simbólica del poder político, y b) quienes reclamaban el uso del Zócalo como el lugar privilegiado para hacer escuchar demandas que consideraban legítimas. Entre los primeros, continuó exaltándose la calidad y necesidad del operativo policial. Se decía que “el DF no [era] la ciudad de Oaxaca” (Periodistas de El Universal, 2013), que se utilizó la “fuerza pública sin excesos” (Fuerza pública sin excesos, 2013) y que “Peña y Mancera acabaron con ‘el mito’ y la ‘tara’ —políticas y sociales— de la represión brutal y hasta criminal de 1968” (Alemán, 2013f). Si bien los partidarios del desalojo no hicieron mayores comentarios respecto de la ceremonia del Grito, antes bien la obviaron, reconocieron, de manera irónica, que “no cabe duda que los priístas del Estado de México quieren mucho a Enrique Peña Nieto, pues ahora resulta que ellos solitos se organizaron para ir a apoyarlo en su primer Grito de Independencia” (Bartolomé, 2013), aunque compensaron la crítica indirecta con un reconocimiento al presidente por haber cancelado la cena en Palacio Nacional para atender la emergencia de las lluvias (Bartolomé, 2013). Entre los segundos se reclamaba que “tras enviar contingentes de policías antidisturbios y columnas de provocadores a desmantelar el campamento magisterial, Peña organizó un espectáculo de autoexaltación con miles de acarreados mexiquenses” (Miguel, 2013) y que el “peñismo violentó derechos y garantías para satisfacer necesidades ceremoniales” (Hernández, 2013).

      Conclusiones

      El conflicto magisterial debe ser analizado a la luz del proyecto de restauración política, pero fundamentalmente simbólica, puesta en marcha por el PRI y el presidente Peña Nieto y su equipo. La recuperación de la figura presidencial a partir de la idea de eficacia gubernamental era la piedra angular de ese proyecto. Frente a un escenario de pluralidad partidista y gobiernos divididos, la Presidencia se propuso demostrar que era posible poner en marcha un amplio proceso de reformas estructurales que los gobiernos panistas de los dos sexenios anteriores habían sido incapaces de lograr en escenarios de complejidad política similares y aun gozando del bono democrático producido por la alternancia. La educativa era la primera de un paquete de reformas respecto de las cuales, se sabía, se habrían de generar múltiples resistencias. El panismo había consumido en los doce años posteriores a la alternancia todo su capital político tratando de impulsar infructuosamente las reformas fiscal, hacendaria y energética. El nuevo gobierno asumía el desafío de impulsarlas y agregar a la agenda las reformas educativa y de telecomunicaciones. Todas implicaban consecuencias distributivas de alto impacto. Todas, por lo tanto, eran controvertidas.

      Por ser la primera, la reforma educativa debía superar no solo su tratamiento legislativo, que estaba garantizado por el Pacto por México, sino la batalla simbólica que habría de producirse a partir de la resistencia. El nuevo gobierno podía presumir que, a diferencia de sus predecesores, lograba la aprobación legislativa de las reformas sin mayor trámite, pero el proceso de restauración de la Presidencia imperial requería además la demostración de la capacidad de gestionar los conflictos sin tener que hacer concesiones. Desde la presentación de la propuesta de reforma educativa el gobierno sabía dos cosas: que habría conflicto y resistencia y que no podía retroceder en sus decisiones. La firma del Pacto por México había sido un arma de dos filos para el proyecto restaurador: si bien garantizaba al gobierno un tratamiento legislativo similar al que tenían los gobiernos priistas de la época clásica, le dejaba toda la responsabilidad argumentativa y de gestión política.

      El conflicto, aunque esperado, resultó mucho más duro y costoso de lo presupuestado. A lo largo del mismo, el gobierno evidenció que el proyecto restaurador presentaba grietas. La búsqueda por recuperar la sacralidad del régimen priista posrevolucionario mediante la reinstalación y adecuación de su abanico performativo chocó con una sociedad que ya no se disciplinaba fácilmente mediante el encuadramiento que ofrecían entonces las organizaciones de masas. La prolongación del conflicto le permitió al gobierno apelar, para alcanzar su conclusión, al más sagrado de los performances o rituales republicanos: el Grito de Independencia.

      La disputa de la CNTE y el gobierno federal por el uso del Zócalo puso en escena una serie de códigos representacionales del poder político en México. Ciertamente, el conflicto por la reforma educativa de alguna forma está detrás de esa disputa, pero no la condiciona en su desarrollo. Las discusiones sobre quién y cómo


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