La letra escarlata. Nathaniel Hawthorne

La letra escarlata - Nathaniel Hawthorne


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fácilmente en dinero, ó si eran de aquellas que á ningún precio podrían venderse. Aquí igualmente se veía el germen del mercader de arrugado ceño, barba gris y rostro devorado de inquietud, en el joven dependiente, lleno de viveza, que va adquiriendo el gusto del comercio, como el lobezno el de la sangre, y que ya se aventura á remitir sus mercancías en los buques de su principal, cuando sería mejor que estuviera jugando con barquichuelos en el estanque del molino. Otra de las personas que se presenta en escena es el marinero enganchado para el extranjero, que viene en busca de un pasaporte; ó el que acaba de llegar de un largo viaje, todo pálido y débil, que busca un pase para el hospital. Ni debemos tampoco olvidar á los capitanes de las goletas que traen madera de las posesiones inglesas de la América del Norte; marinos de rudo aspecto, sin la viveza del yankee, pero que contribuyen con una suma no despreciable á mantener el decadente comercio de Salem.

      La reunión de estas individualidades en un grupo, lo que acontecía á veces, juntamente con la de otras personas de distinta clase, infundía á la Aduana cierta vida durante algunas horas convirtiéndola en teatro de escenas bastante animadas. Sin embargo, lo que con más frecuencia se veía á la entrada del edificio, si era en verano, ó en las habitaciones interiores, si era en invierno, ó reinaba mal tiempo, era una hilera de venerables figuras sentadas en sillones del tiempo antiguo cuyas patas posteriores estaban reclinadas contra la pared. Con frecuencia también se hallaban durmiendo; pero de vez en cuando se les veía departir unos con otros en una voz que participaba del habla y del ronquido, y con aquella carencia de energía peculiar á los internos de un asilo de pobres y á todos los que dependen de la caridad pública para su subsistencia, ó de un trabajo en que reina el monopolio, ó de cualquiera otra ocupación que no sea un trabajo personal é independiente. Todos estos ancianos caballeros,—sentados como San Mateo cuando cobraba las alcabalas, pero que de seguro no serán llamados como aquel á desempeñar una misión apostólica,—eran empleados de Aduana.

      Al entrar por la puerta principal del edificio se vé á mano izquierda un cuarto ú oficina de unos quince pies cuadrados de superficie, aunque de mucha altura, con dos ventanas en forma de arco, desde donde se domina el antedicho dilapidado muelle, y una tercera que da á una estrecha callejuela, desde donde se vé también una parte de la calle de Derby. De las tres ventanas se divisan igualmente tiendas de especieros, de fabricantes de garruchas, vendedores de bebidas malas, y de velas para embarcaciones. Delante de las puertas de dichas tiendas generalmente se ven grupos de viejos marineros y de otros frecuentadores de los muelles, personajes comunes á todos los puertos de mar, charlando, riendo y fumando. El cuarto de que hablo está cubierto de muchas telarañas y embadurnado con una mano de pintura vetustísima; su pavimento es de arena parduzca, de una clase que ya en ninguna parte se usa; y del desaseo general de la habitación bien puede inferirse que es un santuario en que la mujer, con sus instrumentos mágicos, la escoba y el estropajo, muy rara vez entra. En cuanto á mueblaje y utensilios, hay una estufa con un tubo ó cañón voluminoso; un viejo pupitre de pino con un taburete de tres pies; dos ó tres sillas con asientos de madera, excesivamente decrépitas y no muy seguras; y—para no olvidar la Biblioteca—unos treinta ó cuarenta volúmenes de las Sesiones del Congreso de los Estados Unidos y un ponderoso Digesto de las Leyes de Aduana, todo esparcido en algunos entrepaños. Hay, además, un tubo de hoja de lata que asciende hasta el cielo de la habitación, atravesándolo, y establece una comunicación vocal con otras partes del edificio. Y en el cuarto descrito, habrá de esto unos seis meses, paseándose de rincón á rincón, ó arrellanado en el taburete, de codos sobre el pupitre, recorriendo con la vista las columnas del periódico de la mañana, podrías haber reconocido, honrado lector, al mismo individuo que ya te invitó en otro libro[5] á su reducido estudio, donde los rayos del sol brillaban tan alegremente al través de las ramas de sauce, al costado occidental de la Antigua Mansión. Pero si se te ocurriera ahora ir allí á visitarle, en vano preguntarías por el Inspector de marras. La necesidad de reformas y cambios motivada por la política, barrió con su empleo, y un sucesor más meritorio se ha hecho cargo de su dignidad, y también de sus emolumentos.

      Esta antigua ciudad de Salem,—mi ciudad natal,—y no obstante haber vivido mucho tiempo lejos de ella, tanto en mi infancia como más entrado en años, es, ó fué objeto de un cariño de parte mía de cuya intensidad jamás pude darme cuenta en las temporadas que en ella residí. Porque, en honor de la verdad, si se considera el aspecto físico de Salem, con su suelo llano y monótono, con sus casas casi todas de madera, con muy pocos ó casi ningún edificio que aspire á la belleza arquitectónica,—con una irregularidad que no es ni pintoresca, ni rara, sino simplemente común,—con su larga y soñolienta calle que se prolonga en toda la longitud de la península donde está edificada,—y que estos son los rasgos característicos de mi ciudad natal, tanto valdría experimentar un cariño sentimental hacia un tablero de ajedrez en desorden. Y sin embargo, aunque más feliz indudablemente en cualquiera otra parte, allá en lo íntimo de mi sér existe un sentimiento respecto de la vieja ciudad de Salem, al que, por carecer de otra expresión mejor, me contentaré con llamarlo apego, y que acaso tiene su origen en las antiguas y profundas raíces que puede decirse ha echado mi familia en su suelo. En efecto, hace ya cerca de dos siglos y cuarto que el primer emigrante británico de mi apellido hizo su aparición en el agreste establecimiento rodeado de selvas, que posteriormente se convirtió en una ciudad. Y aquí han nacido y han muerto sus descendientes, y han mezclado su parte terrenal con el suelo, hasta que una porción no pequeña del mismo debe de tener estrecho parentesco con esta envoltura mortal en que, durante un corto espacio de tiempo, me paseo por sus calles. De consiguiente, el apego y cariño de que hablo, viene á ser simplemente una simpatía sensual del polvo hacia el polvo.

      Pero sea de ello lo que fuere, ese sentimiento mío tiene su lado moral. La imagen de aquel primer antepasado, al que la tradición de la familia llegó á dotar de cierta grandeza vaga y tenebrosa, se apoderó por completo de mi imaginación infantil, y aún puedo decir que no me ha abandonado enteramente, y que mantiene vivo en mí una especie de sentimiento doméstico y de amor á lo pasado, en que por cierto no entra por nada el aspecto presente de la población. Se me figura que tengo mucho más derecho á residir aquí, á causa de este progenitor barbudo, serio, vestido de negra capa y sombrero puntiagudo, que vino ha tanto tiempo con su Biblia y su espada, y holló esta tierra con su porte majestuoso, é hizo tanto papel como hombre de guerra y hombre de paz,—tengo mucho más derecho, repito, merced á él, que el que podría reclamar por mí mismo, de quien nadie apenas oye el nombre ni vé el rostro. Ese antepasado mío era soldado, legislador, juez: su voz se obedecía en la iglesia; tenía todas las cualidades características de los puritanos, tanto las buenas como las malas. Era también un inflexible enemigo, de que dan buen testimonio los cuákeros en sus historias, en las que, al hablar de él, recuerdan un incidente de su dura severidad para con una mujer de su secta, suceso que es de temerse durará más tiempo en la memoria de los hombres que cualquiera otra de sus buenas acciones, con ser estas no pocas. Su hijo heredó igualmente el espíritu de persecución, y se hizo tan conspícuo en el martirio de las brujas,[6] que bien puede decirse que la sangre de éstas ha dejado una mancha en su nombre. Ignoro si estos antepasados míos pensaron al fin en arrepentirse y pedir al cielo que les perdonara sus crueldades; ó si aún gimen padeciendo las graves consecuencias de sus culpas, en otro estado. De todos modos, el que estas líneas escribe, en su calidad de representante de esos hombres, se avergüenza, en su nombre, de sus hechos, y ruega que cualquiera maldición en que pudieran haber incurrido,—de que ha oído hablar, y de que parece dar testimonio la triste y poco próspera condición de la familia durante muchas generaciones,—desaparezca de ahora en adelante y para siempre.

      No hay, sin embargo, duda de que cualquiera de esos sombríos y severos puritanos habría creído que era ya suficiente expiación de sus pecados, ver que el antiguo tronco del árbol de la familia, después de transcurridos tantos y tantos años que lo han cubierto de venerable musgo, haya venido á producir, como fruto que adorna su cima, un ocioso de mi categoría. Ninguno de los objetos que más caros me han sido, lo considerarían laudable; cualquiera que fuese el buen éxito obtenido por mí,—si es que en la vida, excepto en el círculo de mis afectos domésticos, me ha sonreído alguna vez el buen éxito,—habría sido juzgado por ellos como cosa sin valor alguno, si no lo creían realmente deshonroso. "¿Qué es él?"—pregunta con una especie de murmullo una de las dos graves sombras


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