La letra escarlata. Nathaniel Hawthorne

La letra escarlata - Nathaniel Hawthorne


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derecho ser un rascador de violín." ¡Tales son los elogios que me prodigan mis abuelos al través del océano de los años! Y á pesar de su desdén, es innegable que en mí hay muchos de los rasgos característicos de su naturaleza.

      Plantado, por decirlo así, con hondas raíces el árbol de mi familia por esos dos hombres serios y enérgicos en la infancia de la ciudad de Salem, ha subsistido ahí desde entonces; siempre digno de respeto; nunca, que yo sepa, deshonrado por ninguna acción indigna de alguno de sus miembros; pero, rara vez, ó nunca, habiendo tampoco realizado, después de las dos primeras generaciones, hecho alguno notable ó que por lo menos mereciere la atención del público. Gradualmente la familia se ha ido haciendo cada vez menos visible, á manera de las casas antiguas que van desapareciendo poco á poco merced á la lenta elevación del terreno, en que parece como que se van hundiendo. Durante más de cien años, padres é hijos buscaron su ocupación en el mar: en cada generación había un capitán de buque encanecido en el oficio, que abandonaba el alcázar del barco y se retiraba al antiguo hogar de la familia, mientras un muchacho de catorce años ocupaba el puesto hereditario junto al mástil, afrontando la ola salobre y la tormenta que ya habían azotado á su padre y á su abuelo. Andando el tiempo, el muchacho pasaba del castillo de proa á la cámara del buque: allí corrían entre tempestades y calmas los años de su juventud y de su edad viril, y regresaba de sus peregrinaciones por el mundo á envejecer, morir, y mezclar su polvo mortal con el de la tierra que le vió nacer. Esta prolongada asociación de la familia con un mismo lugar, á la vez su cuna y su sepultura, crea cierta especie de parentesco entre el hombre y la localidad, que nada tiene que ver con la belleza del paisaje ni con las condiciones morales que le rodean. Puede decirse que no es amor sino instinto. El nuevo habitante,—procedente de un país extranjero, ya fuere él, ó su padre, ó su abuelo,—no posee títulos á ser llamado Salemita; no tiene idea de esa tenacidad, parecida á la de la ostra, con que un antiguo morador se apega al sitio donde una generación tras otra generación se ha ido incrustando. Poco importa que el lugar le parezca triste; que esté aburrido de las viejas casas de madera, del fango y del polvo, del viento helado del Este y de la atmósfera social aun más helada,—todo esto, y cualesquiera otras faltas que vea ó imagine ver, nada tienen que hacer con el asunto. El encanto sobrevive, y tan poderoso como si el terruño natal fuera un paraíso terrestre. Eso es lo que ha pasado conmigo. Yo casi creía que el destino me forzaba á hacer de Salem mi hogar, para que los rasgos de las fisonomías y el temple del carácter que por tanto tiempo han sido familiares aquí,—pues cuando un representante de la raza descendía á su fosa, otro continuaba, por decirlo así, la acostumbrada facción de centinela en la calle principal,—aún se pudieran ver y reconocer en mi persona en la antigua población. Sin embargo, este sentimiento mismo viene á ser una prueba de que esa asociación ha adquirido un carácter enfermizo, y que por lo tanto debe, al fin, cesar por completo. La naturaleza humana, lo mismo que un árbol, no florecerá ni dará frutos si se planta y se vuelve á plantar durante una larga serie de generaciones en el mismo terreno ya cansado. Mis hijos han nacido en otros lugares, y hasta donde dependiere de mí, irán á echar raíces en terrenos distintos.

      Al salir de la Antigua Mansión, fué principalmente este extraño, apático y triste apego á mi ciudad natal, lo que me trajo á desempeñar un empleo oficial en el gran edificio de ladrillos que he descrito, y servía de Aduana, cuando hubiera podido ir, quizá con mejor fortuna, á otro punto cualquiera. Pero estaba escrito. No una vez, ni dos, sino muchas, había salido de Salem, al parecer para siempre, y de nuevo había regresado á la vieja población, como si Salem fuera para mí el centro del universo.

      Pues bien, una mañana, muy bella por cierto, subí los escalones de granito de que he hablado, llevando en el bolsillo mi nombramiento de Inspector de Aduana, firmado por el Presidente de los Estados Unidos, y fuí presentado al cuerpo de caballeros que tenían que ayudarme á sobrellevar la grave responsabilidad que sobre mis hombros arrojaba mi empleo.

      Dudo mucho, ó mejor dicho, creo firmemente, que ningún funcionario público de los Estados Unidos, civil ó militar, haya tenido bajo sus órdenes un cuerpo de veteranos tan patriarcales como el que me cupo en suerte. Cuando los ví por vez primera, quedó resuelta para mí la cuestión de saber dónde se hallaba el vecino más antiguo de la ciudad. Durante más de veinte años, antes de la época de que hablo, la posición independiente del Administrador había conservado la Aduana de Salem al abrigo del torbellino de las vicisitudes políticas que hacen generalmente tan precario todo destino del Gobierno. Un militar,—uno de los soldados más distinguidos de la Nueva Inglaterra,—se mantenía firmemente sobre el pedestal de sus heroicos servicios; y, considerándose seguro en su puesto, merced á la sabia liberalidad de los Gobiernos sucesivos bajo los cuales había mantenido su empleo, había sido también el áncora de salvación de sus subordinados en más de una hora de peligro. El general Miller no era, por naturaleza, amigo de variaciones: era un hombre de benévola disposición en quien la costumbre ejercía no poco influjo, apegándose fuertemente á las personas cuyo rostro le era familiar, y con dificultad se decidía á hacer un cambio, aun cuando éste trajera aparejada una mejora incuestionable. Así es que al tomar posesión de mi destino, hallé no pocos empleados ancianos. Eran, en su mayor parte, antiguos capitanes de buque, que después de haber rodado por todos los mares y haber resistido firmemente los huracanes de la vida, habían al fin echado el ancla en este tranquilo rincón del mundo, en donde con muy poco que los perturbara, excepto los terrores periódicos de una elección presidencial, que podría dejarlos cesantes, tenían asegurada la subsistencia y hasta casi una prolongación de la vida; porque si bien tan expuestos como los otros mortales á los achaques de los años y sus enfermedades, tenían evidentemente algún talismán, amuleto ó algo por el estilo, que parecía demorar la catástrofe inevitable. Se me dijo que dos ó tres de los empleados que padecían de gota y reumatismo, ó quizá estaban clavados en sus lechos, ni por casualidad se dejaban ver en la Aduana durante una gran parte del año; pero una vez pasado el invierno, se arrastraban perezosamente al calor de los rayos de Mayo ó Junio, desempeñando lo que ellos llamaban su deber, y tomando de nuevo cama cuando mejor les parecía. Tengo que confesar que abrevié la existencia oficial de más de uno de estos venerables servidores de la República. Á petición mía, se les permitió que descansaran de sus arduas labores; y poco después,—como si el único objeto de su vida hubiera sido su celo por el servicio del país,—pasaron á un mundo mejor. No deja sin embargo de servirme de piadoso consuelo la idea de que, gracias á mi intervención, se les concedió tiempo suficiente para que se arrepintieran de las malas y corruptas costumbres en que, como cosa corriente, se supone que tarde ó temprano cae todo empleado de Aduana, pues sabido es que de dicha institución no arranca senda alguna que nos lleve derechamente al Paraíso.

      La mayor parte de mis subordinados pertenecía á un partido político distinto del mío. Y no fué poca fortuna para aquella venerable fraternidad, que el nuevo Inspector no fuera lo que se llama un politicastro, ni hubiera recibido su empleo en recompensa de servicios prestados en el terreno de la política. De lo contrario, al cabo de un mes de haber subido el ángel exterminador las escaleras de la Aduana, ni un solo hombre del antiguo personal de funcionarios hubiera quedado en pie. Y en remate de cuentas, no habría hecho ni más ni menos que conformarse á la costumbre establecida en casos semejantes por la política. Bien visible era que aquellos viejos lobos marinos temían que yo hiciera algo parecido; y no poca pena, mezclada con cierta risa, produjeron en mí los terrores á que dió origen mi llegada, al notar cómo aquellos rostros curtidos por medio siglo de exposición á las tempestades del mar, palidecían al ver á un individuo tan inofensivo como yo; ó al percibir, cuando alguno me hablaba, el temblor de una vez que, en años ya remotos, acostumbraba resonar en la bocina del buque tan ronca y vigorosa que habría causado espanto al mismísimo Bóreas. Muy bien sabían aquellos excelentes ancianos que, según las prácticas usuales, y, respecto de algunos de ellos en razón de su falta de aptitud para los negocios, deberían haber cedido sus puestos á hombres más jóvenes, de distinto credo político, y más adecuados para el servicio de nuestro Gobierno. Yo también lo sabía, pero no pude resolverme á proceder de acuerdo con ese conocimiento. Por lo tanto, con grande y merecido descrédito mío, y considerable detrimento de mi conciencia oficial, continuaron, durante mi época de mando arrastrándose, como quien dice, por los muelles, y subiendo y bajando las escaleras de la Aduana. Una parte del tiempo,


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