El caballero escocés. Miranda Bouzo

El caballero escocés - Miranda Bouzo


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a Hugh de Rochester, el lord de su majestad. Las muchachas la habían felicitado, al igual que su hermana, y solo ella sabía que la entregaban al mismísimo demonio. Su padre creía que exageraba las maneras de Hugh para no casarse con él, refugiándose en lo arisca que era últimamente. La obligaron a firmar con su nombre bajo el de él ante testigos, y Thomas, el segundo de su padre, impuso el sello de la casa de Hay. Al día siguiente Hugh y ella acudirían a la capilla, sellarían sus votos ante el cielo una vez hechos los negocios de la dote en la tierra. Había perdido su libertad. Estaba casada con Hugh.

      Katherine observaba con envidia a sus amigas, que la habían acompañado desde niña. Eran de la aldea, pero nunca había sentido una diferencia tan grande entre ellas. Esas muchachas elegirían casarse por amor, tendrían la probabilidad de conocer a un buen hombre a quien entregar su corazón y ser felices.

      Katherine oteó una vez más la roca del Náufrago, como llamaban a aquel saliente hacia el mar lleno de riscos cortantes. Estaba decidida, era una gran nadadora. Mientras las muchachas chapoteaban cerca de la orilla, ella, amparada por la oscuridad, nadaría hacia las rocas. Allí había guardado una bolsa con ropas secas de sus días de labores, un pantalón de tela y una camisa, una chaqueta amplia que disimulara sus pechos y un sombrero de campesino. Le había quitado las botas a uno de los soldados, el cinturón y una daga pequeña, dejando a cambio su pulsera de oro en pago. No estaba bien robar, aunque fuera por una causa justa.

      Beth, su anciana aya escocesa, la había ayudado a esconder sus cosas, consciente del daño que Hugh podía hacerle. Le habló de su clan, al norte, donde quizá pudiera encontrar refugio después de su huida. La mujer lloró amargas lágrimas, prefería separarse de ella a verla casada con un monstruo, testigo como había sido de las largas lágrimas que Katherine había derramado.

      Katherine estaba decidida, echaría de menos a sus hermanos y quizá su padre jamás volviera a hablarle, nunca podría volver a Hay. Pasaría la vida escondida, sin poder ver a Jean y a los mellizos, y el pequeño John… Tenía que pensar que Beth lo cuidaría bien. Quizá ya ninguno la necesitaba, quizá era una egoísta y caprichosa por huir, pero estaba segura de no poder soportar la vida junto a Hugh, los abusos que prometía y ser una sombra abnegada en su oscuro castillo.

      —¿Qué te ocurre, Kathy?

      Jean le cogió la mano, que notó cálida en medio de sus fríos pensamientos. Habían llegado a la orilla y las otras muchachas se desprendían del sobrevestido.

      —Jean —pronunció tan bajo que el viento se llevó su tono lastimero—. Te quiero, hermana.

      —¡No utilizarás uno de tus viejos trucos para librarte de un baño! —Rio su hermana antes de quitarse el vestido y quedarse con la camisola. En un segundo siguió a las demás a las frías aguas del mar—. ¡No puedes echarte atrás, Katherine! —gritó Jean con fuerza para que la brisa no se llevara sus palabras.

      Sin querer, su hermana pequeña animó sus débiles fuerzas con ese grito antes de sumergirse en las olas. No había vuelta atrás, al fin y al cabo, Hugh la llevaría a su castillo, lejos de ellos, y no era probable que le dejara visitarlos. Siempre había sido una buena hija, obediente, jamás una queja había salido de su boca. Había rogado a su padre, suplicado, pero él lo había achacado a un capricho fruto todo de su invención.

      Capítulo 4

      Una vez que estuvieron todas en el agua, Katherine aprovechó la oscuridad que le proporcionaban algunas nubes en torno a la luna y fue apartándose de los juegos de las otras, miró una última vez a su hermana para guardar el recuerdo de su rostro cubierto de pecas, su cabello pelirrojo pegado a la cara, y se hundió en el agua. La bahía de Morecambe, separada la larga playa en dos mitades por las rocas a las que se dirigiría, no tenía excesivo oleaje en esa época del año, y pretendía nadar hasta ellas con cierta facilidad. Mientras buceaba brazada a brazada bajo las frías aguas del mar del Irlanda, el que separaba Inglaterra de la otra isla, intentó no distraerse. Conocía aquella parte de la costa de memoria y la corriente debería ayudarla a llegar hasta las rocas. Tomó el aire justo, obligándose a no volver la vista atrás, y siguió nadando con los brazos y las piernas ya entumecidos. Sacó la cabeza para respirar cuando ya no pudo más y sonrió; estaba cerca. Con cuidado rodeó por el agua las rocas con ambas manos frenando la fuerza con que el mar la empujaba contra la dura superficie. Tras un tiempo que se le hizo demasiado largo, lo consiguió. Exhausta, con las manos llenas de arañazos y heridas que ardían por la sal del agua. Segura de estar al otro lado de la playa, donde ya no la veían, alcanzó la orilla casi arrastrándose y se escondió entre las piedras llenas de espuma. Suspiró al encontrar su bolsa con la ropa aún seca y se permitió el lujo de mirar al cielo cuajado de estrellas y sonreír. Se sentía afortunada. Pero no se podía confiar, debía vestirse y alejarse del castillo. En cuanto Jean saliera del agua y confirmaran que no estaba tampoco entre las hogueras de la playa, saldrían en su busca con los caballeros de su padre, los perros y los aldeanos.

      Un sonido atrajo su atención, un leve chapoteo en la orilla y la conversación de unos hombres. No esperaba encontrarse a nadie en aquella playa donde las corrientes, si no se conocían, podían arrastrar a un hombre a la muerte. Ni siquiera había arena fina, sino gravilla negra, por lo que casi nadie, excepto los pescadores de la mañana, se aventuraban a ir, y menos de noche. Por eso había elegido aquel lugar como punto de partida para escapar del castillo.

      Katherine caminó agachada entre las rocas y observó la orilla bajo la luz de la luna. Apenas a unos metros había un grupo de hombres, unos salían del agua y otros esperaban sentados al resto. Los observó calzar sus botas y colocar los cinturones de sus espadas. Katherine decidió esperar a que se marcharan, ahora no podía arriesgarse a que la vieran, se cambió como pudo entre la humedad de las piedras y esperó, contando los minutos. Oía las risas de los hombres y algunas chanzas sobre el castillo y las mujeres, pero su voz no se oía clara debido a la brisa entre los riscos. Las conversaciones empezaron a alejarse y se arriesgó a levantar la cabeza. Quedaban tan solo dos hombres, uno de ellos se vestía ya; otro salió completamente desnudo del agua. Katherine se había obligado a no mirar a los anteriores, pero esta vez fue tarde para ella, abrió los ojos ante la sorpresa y el rubor tiñó sus mejillas.

      —¡Alistair! —le gritaron al hombre. La voz llegó clara hasta ella, uno de los rezagados esperaba a su compañero al final de la playa—. Tienes el mismo amor por el agua que una mujer, te quedarás como un pescado frío si sigues nadando en esas corrientes heladas.

      No oyó la contestación del aludido, lo que sí vio fue su cuerpo desnudo. Tenía el cabello largo, quizá demasiado para la moda, con el agua no supo decir su color, rubio tal vez; su rostro era hermoso, de ángulos rectos; su complexión enorme, marcada por las bandas de su cuerpo con una fina línea desde el estómago hasta… Katherine se giró para no seguir viendo aquella parte desconocida para ella. De soslayo, alguna vez había visto a los soldados en algún viaje, ¡por el cielo! Sin embargo, nada la había preparado para semejante desnudez, la de un dios griego en pleno surgimiento del mar. Volvió a mirar con curiosa inocencia, deleitada con las formas masculinas y las marcas de sus músculos, para su propio bien él se había puesto ya los pantalones y pudo por fin suspirar tranquila antes de que el corazón se le saliera del pecho.

      No debería seguir mirando, algo la atraía a seguir cada movimiento del desconocido, algo quizá familiar en su forma de moverse o sus gestos. Katherine tuvo que ponerse la mano en la boca para no gemir de sorpresa cuando vio cómo se deslizaba la camisa por aquel cuerpo hecho de granito para después colocar una capa de monje sobre sus hombros. ¿Monje? Aquel no era el cuerpo de un monje, sino el de un guerrero, con cicatrices blancas sobre su piel bronceada, resaltando a la luz de la luna, músculos en los brazos y un andar peligroso.

      —¡Podemos irnos, Angus! ¿Y el resto?

      —Nos esperan en el sendero de arriba, ¿has visto? Algo ha debido pasar, porque se ven cientos de antorchas en la playa.

      —Es San Lorenzo, estarán de fiesta en la aldea. En el castillo no se hablaba de otra cosa. —Alistair había escuchado a las mujeres que servían la cena parlotear sobre los muchachos con los que se encontrarían,


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