El caballero escocés. Miranda Bouzo
escocés…
—¿De dónde robasteis este anillo? Porque fuiste tú quien lo puso en mi bolsa, ¿verdad? Nos llevas siguiendo desde Hay.
Katherine retrocedió, asustada por la intensidad de su mirada, miró a los lados, pensando cómo podría escapar. Así que fue entre las cosas del extraño monje donde su anillo se perdió, si no hubiera curioseado, él jamás hubiera sospechado, ahora no la acusaría de ladrona y en mitad de toda clase de divagaciones se preguntó cómo sabía que había sido ella.
—¡No soy un ladrón! No había visto nunca ese anillo —gritó, viendo cómo él lo mantenía en alto con la mano izquierda y lo miraba pensativo.
—Pero si nos seguías…
—¡No! Voy hacia el norte nada más, hacia Escocia.
Aquel hombre se había acercado tanto a ella que agradeció tener la cara cubierta de mugre y sangre seca, sesgada por las zarzas. Si daba un paso más podía quedar envuelta por la anchura de sus hombros y sus enormes brazos. Katherine intentó no pestañear ni dar muestras del miedo que sentía en esos momentos. Él pareció pensar en sus palabras y apoyó su mano derecha sobre la empuñadura de su espada en actitud un tanto arrogante para Katherine.
—Está bien, no confío en ti, pero puedes venir con nuestro grupo, nos dirigimos a Escocia, pero ante la menor duda de tus intenciones, te partiré en dos con mi espada.
Katherine abrió los ojos sorprendida, no dudaría en aceptar su oferta, ya sabía lo duro que podía ser estar sola, y si había engañado a ese hombre con lo cerca que había estado de él en el castillo, podía seguir haciéndolo, seguir siendo un muchacho sin que sospechara.
—Tu nombre —ordenó él, con el acero apuntando a la cara de Katherine.
—Kyle —contestó Katherine rápidamente, recordando el nombre del viejo caballo de su padre—. ¿Y vos, señor?
—Alistair Murray.
—¿Solo Murray?
—¿Solo Kyle?
Katherine no pudo evitar sonreír, era un arrogante, arqueaba la ceja con evidente superioridad, como si se tratara del rey del mundo. Su postura la invitaba a sentirse amenazada y sin embargo se encontraba a gusto en presencia de ese hombre. Era curioso, cómo se había percatado en mitad de su cautela de cómo la barba le oscurecía la mandíbula, dándole un aspecto peligroso. No se había fijado antes en lo triste que era su mirada ni en la belleza de sus ojos o su hermoso perfil. Resultaba extraño lo delicado y perfecto en un rostro que dejaba ver la dureza de sus cicatrices y un pasado difícil. ¿Y aquel nombre? Seguro que era un bulo, que solo era un nombre falso pero bueno… El suyo también.
—¿Qué te ha pasado en la cara, Kyle? Tienes que aprender a defenderte, ¿es que no tienes padre o hermano que te enseñe a usar un arma?
Ella perdió el hilo de lo que aquel enorme hombre de acento escocés le preguntaba al ver cómo él guardaba el anillo con cuidado y sacaba un paño con una hogaza de pan.
—No me lo ha hecho nadie, al huir caí en unas zarzas. Yo… ahora no tengo a nadie —atinó a decir Katherine mientras la boca se le hacía agua y apretaba los dientes—. ¿Vais a coméroslo?
Alistair la miró con la ceja arqueada y le tendió el pan.
—Come, Kyle, después tendrás tiempo de contarme —farfulló, resignado a no obtener más respuestas hasta que el chico comiera. Fue hasta su nuevo caballo, que lo esperaba pastando tan tranquilo después de haber estado a punto de morir.
Katherine sorteó el desastre que él dejaba atrás, rodeada de los cuerpos de aquellos hombres que habían tenido su merecido, la habrían matado y quién sabe qué más si hubieran descubierto que era una mujer.
—¡Vamos, puedes comer a lomos del caballo! —le grito Alistair.
Katherine levantó la cabeza mientras movía las mandíbulas masticando el pan duro como una piedra.
—¿Vamos a montar juntos? —preguntó inocente con la boca llena.
—Si quieres puedes seguirme a pie.
Miró a Alistair Murray como si tuviera dos cabezas. ¿En serio? ¿Compartir caballo? Bueno, tampoco había comido nunca pan duro ni había hecho sus necesidades en el bosque y nunca había visto un muerto. En ese momento observó a los tres bandidos y se dio cuenta de que Alistair no los había matado, uno de ellos se revolvió, aunque seguía sangrando. Katherine se encogió de hombros, metió con dificultad el resto de la hogaza en el bolsillo, ¡ni en broma iba a soltar el pan! Fue hasta el escocés, que ya estaba a lomos del caballo, y alzó la mano. Él la miró un poco extrañado y le tendió en vez de la mano derecha la izquierda, más alejada de ella. La ayudó a alzarse y Katherine se mantuvo lo más erguida posible para que sus pechos no rozaran la espalda de Alistair, temerosa de que la descubriera como mujer. No pudo evitar agarrarse a la silla y entonces supo, al mirar las riendas, por qué él había evitado darle la mano: la tenía llena de cicatrices hasta ocultarse bajo la manga de la camisa, el dedo índice retorcido en una forma extraña. Alistair se giró y se dio cuenta de dónde se dirigía la mirada de Katherine. No dijo nada, solo apartó su mano derecha y la escondió en su regazo entre los pliegues del tartán, en un gesto silencioso ante el cual ella encogió los hombros de nuevo y sacó su pan.
—Suenas como un lobo hambriento —dijo Alistair al cabo de un rato. Había pasado más de una hora desde que montaron a caballo y los ruidos del bosque no amortiguaban el sonido que le llegaba desde el estómago de su nuevo compañero de viaje.
—Creo que voy a vomitar.
Katherine se había llenado demasiado, ansiada por no haber comido tanto en días, y ahora se retorcía incómoda por el traqueteo del caballo.
—¡Si me vomitas encima te mataré!
Katherine hundió la barbilla en su propia capa y aguantó, no quería por nada del mundo que Alistair se enfadara con ella y sentirse de nuevo sola en aquellos bosques cuando la noche cayera.
Capítulo 9
Alistair sintió cómo su cuerpo se rendía tras él y la cabeza se apoyaba en su espalda, se había dormido al fin. Preocupado porque cayera del caballo se giró del lado izquierdo maldiciendo que aún ese brazo no fuera suficientemente fuerte para compensar la escasa movilidad de su mano. Hizo un esfuerzo enorme y deslizó el menudo cuerpo hasta colocarlo delante suyo en la cruz del animal. Bajó la cabeza despacio y observó el rostro dormido de su nuevo compañero de viaje. Debía haberlo pasado mal en los últimos días, tenía el rostro arañado y algún que otro cardenal en la mejilla. Sonrió al ver el ceño fruncido que permanecía en su frente y sus ojos negros cerrados. Había perdido el gorro calado y llevaba el pelo metido entre las prendas, la posición le impedía ver bien su cuerpo, pero parecía haber perdido mucho peso.
Podía ocultarse bajo harapos, ocultar su cabello negro del color de la turba e incluso forzar su voz para parecer la de un muchacho imberbe. Katherine Gray, la hija de Hay, podía reconocer esa barbilla altiva y esos ojos en cualquier lugar, habían ocupado su mente desde que entró en aquel salón y la vio sentada, erguida en la cabecera de la mesa mirando con recelo a su alrededor a aquellos que buscaban su ya escasa fortuna y su nombre. Nadie tenía sus labios llenos y rojos por el vino, siempre entreabiertos, enmarcados por unos pómulos que daban a su rostro forma de corazón. Aún saboreaba su aliento cuando ella le dio las gracias al salvarle de aquel estúpido de Hugh. Tampoco había ayudado que fuera él, precisamente él, al que despreciaba por cómo trataba a sus soldados y las mujeres, con el que tuvo más de un desencuentro al servicio de la reina.
¿Cómo había sabido que era ella quien los seguía? Quizá fuera por el anillo o por la torpeza de aquel muchacho que no sabía ni encender un fuego para calentarse por la noche. Estuvo seguro al encontrar el anillo y ver aquel cuerpo menudo echar a correr en la aldea, los hombres de Hugh la perseguían sin tregua. Había sido su corta estatura, el color negro de