Pastillas rosas. Aitor Artetxe
contra el suelo. En noches así, la gravedad le pierde el pulso a la laca y los peinados imposibles se vuelven más que posibles. El highlighter brilla en mis pómulos con la intensidad de un chaleco reflectante y los vasos de gin-tonic siempre están medio vacíos, nunca medio llenos. Aquí se baila con poca luz. Aquí los cuerpos se rozan, las pieles se tocan y las manos se agarran entre sí.
Largas, enormes, colosales, de esas que crees que no vas a poder aguantar. Así son siempre las colas que llevan a los baños. La espera es interminable si no hay recompensa al final del camino.
Por suerte, siempre hay alguien dispuesto a ofrecerte media raya a cambio de lo que tú tengas que ofrecer. Esto es la puta revolución sexual en un metro cuadrado de servicio. Esperando me hago amigo de una chica con el pelo tan destrozado por la decoloración que parece que vaya a rompérsele en mil pedazos en cuanto vuelva a pasarse la mano para apartar su flequillo. No pregunto su nombre porque sé que en cinco minutos lo voy a olvidar, pero, hasta que estos pasen, la proclamo mi nueva mejor amiga. Dos bolleras discuten sobre si Dulceida las representa o no. Alguien dice que Amaia de España es la mejor ganadora en la historia de Operación Triunfo mientras los chicos de al lado opinan que Rosa es la única y verdadera merecedora del título “Reina de España”. Nadie entiende los resultados del último Eurovisión.
Unas maricas malas malmeten sobre una tercera que no deja de darlo todo encima de la tarima. Alguien tira un cubata y pide perdón. A alguien le tiran su cubata y perdona. Sin prejuicios. Sin juzgar. Con muchos rollos, pero ninguno malo.
Después de un par de tiros más, de una sesión entera de música house en la que han pinchado alguna que otra canción del momento que no consigo recordar, pero que sé que he cantado a pleno pulmón, y de unos cuantos vasos en los que solo quedan unos hielos que se derriten a la velocidad de la luz en esta sala inundada de sudor y calor humano, le descubro entre la multitud y veo que no me quita la vista de encima. Me acerco mientras no deja de mirarme. Me come la boca con gran descaro en cuanto llego. Me coge de la mano para llevarme fuera. Puede llevarme a donde quiera mientras sea con él. Esquivamos a la gente como podemos, nos chocamos con más de una, golpeamos a más de uno, pero los dos tenemos claro que nada nos va a impedir salir. Los dos sabemos a lo que hemos venido.
Empuja mi cuerpo contra la pared de un callejón. Saca una pastilla rosa del bolsillo trasero de su pantalón y se la pone en la lengua para que yo la recoja con la mía, como un cura que entrega la hostia en misa. Él se toma otra después. Drogas sintéticas y de diseño. Sensaciones que traspasan la realidad. En cuestión de minutos aparecen los primeros efectos. “Totó, tengo la sensación de que ya no estamos en Kansas”. Digievolución. My Little Pony y arcoíris por todos lados. Plenitud máxima, estado de lucidez absoluto. Éxtasis en nuestra sangre que llega veloz a nuestros circuitos neuronales.
Muerdo su boca, trago su saliva y deslizo mi mano hacia sitios prohibidos. Su mandíbula es firme, sus brazos me rodean como una enredadera que va trepando sin fin. Sus encías saben a cigarrillo y alcohol. Bebo sus besos y apuro hasta el último trago. Mastico cada palabra que me susurra en el oído cuando intenta ponerme más cerda que Pepa Pig. Su lengua corta como el cristal. En situaciones como esta todo es de cristal. Los bafles de 2000w marcan el ritmo de mis latidos y la música a todo volumen que viene de dentro esconde los gemidos que brotan de nuestras gargantas. Somos la neurotransmisión elevada a la máxima potencia. Serotonina y dopamina que brotan sin parar y hacen rebosar la fuente de Cibeles que hay dentro de nosotros.
No busco olvidar, tan solo busco no recordar y así evitar seguir acumulando decepciones. Pulso el botón de pause por unas horas y me quedo quieto, inmóvil, ajeno a todas esas guerras que estallan en el campo de batalla de mi materia gris. Alzo una bandera blanca que grita “Alto el fuego”. Persigo el fin de un conflicto bélico de 23 años de duración. Da igual cuanto tarde en apagarme de nuevo mientras aguante hasta que caiga el sol. Cambio mi porvenir por una noche más. No importa nada porque ya he conseguido encontrar lo que buscaba. Química y corazón. La más peligrosa combinación.
VIENEN A BUSCARME
No hay Sábado Santo sin Domingo de Resurrección. La noche de ayer resuena en mi cabeza. Una resaca terrible empuja las olas de vuelta hacia el mar y anuncia que hoy habrá temporal. Cierren bien puertas y ventanas que el viento sopla fuerte. Mis neuronas se esfuerzan por recordar algo, pero fracasan en el intento. Solo hay vacío. Imágenes confusas y huecos donde la pintura está descascarillada, huecos que me encargaré de pintar como buenamente pueda para contar la historia que a mí me interese. Nada nuevo.
Me retuerzo entre almohadas y cojines y me coloco el edredón como un burka que solo deja entrever mis ojos todavía legañosos y sin desmaquillar. Nunca me siento con las piernas colgando del borde del colchón porque algo dentro de mí
todavía tiene miedo a ese monstruo que vive debajo de las camas de los niños para tirar de sus tobillos y devorarlos ante el más mínimo descuido. Si tuviese el valor y las ganas de levantarme de esta cama, de salir de este refugio donde las murallas no son más que sabanas arrugadas, cogería el ordenador y dedicaría el resto de mi día a ver documentales extraños en Netflix, esos que no tienes ni idea de lo que te están contando, pero que consiguen arrebatarte hora y media de tu vida. Pero como de costumbre, todo parece indicar que hoy la cama le ha ganado la partida a mi otro gran amor de suscripción mensual.
Joder, cómo me duele la cabeza. Alargo el brazo para alcanzar el móvil que está en la mesilla, compruebo con sorpresa que todavía tiene batería suficiente y pongo el modo aleatorio a ver si un poco de música me hace volver al mundo de los vivos. Alcanzo la cajetilla de tabaco, coloco el último cigarrillo entre mis labios y lo enciendo sin pensar, como un autómata que ejecuta su cometido con precisión. Inhalo. Exhalo. Floto. Una luz cegadora inunda mis recodos. Empiezo a nadar sumergido en una nube de nicotina. Siento como alguien susurra mi nombre. Bajito. Muy bajito. Casi no lo escucho. Los primeros acordes de Space Oddity de la Bowie empiezan a sonar.
Ground control to Major Tom... Ground control to Major Tom, take your protein pills and put your helmet on...
De pronto y sin previo aviso, estoy en una nave espacial, vistiendo uno de esos trajes plateados que siempre he visto en las películas de ciencia ficción. No, espera. Lo pienso mejor y me visto con un ajustado traje de látex rojo, uno como el de Britney en el videoclip de Oops!... I Did It Again. Ahora sí. Estoy preparado para esta aventura interestelar. Bajo mi cargo, un módulo de control con miles de botones de todos los colores y tamaños esperando a ser pulsados para efectuar su función. No tengo ni idea de para qué sirve cada uno y no hay tripulación a bordo que pueda indicármelo. Hay batallas que se libran solo y esta misión interplanetaria parece ser una de ellas. Por alguna extraña razón, esto no me preocupa lo más mínimo. Me siento seguro entre estas paredes de latón. Desde aquí arriba la tierra no es más que un minúsculo punto azul en medio de la negra inmensidad, una pelota de playa NIVEA en un gigantesco mar de petróleo.
Now it’s time to leave the capsule if you dare...
Asusta un poco, pero de algún modo consigue sacarme una sonrisa. Es una sensación extraña que recorre todo mi cuerpo, una corriente eléctrica que parece reavivar todo aquello que creía muerto. Puede que el universo me esté intentando decir algo, pero habla en un idioma raro y todavía no soy capaz de entenderlo. Siento ese cosquilleo en las puntas de los dedos, esas mariposas en el estómago, esa sensación de estar llegando a tu destino tras un largo viaje. Frente a mí, el espacio exterior. Un cielo libre de contaminación lumínica donde las estrellas brillan como nunca antes había imaginado y los cometas dejan estelas con forma de rayo (azul y rojo) a su paso. Se me pasa por la cabeza la idea de abrir las compuertas y lanzarme para agarrarme a ellas. Un imponente señor Ziggy Stardust saluda mientras baila enfundado en su mono tricolor de Yamamoto, hasta las cejas de polvo estelar y cocaína.
I’m stepping through the door, and I’m floating in a most peculiar way, and the stars look very different today...