El escalón. Carmen Suero

El escalón - Carmen Suero


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pues dígame, señor Cavacar.

      —Nir, llámeme Nir, por favor.

      —Muy bien, dígame, Nir.

      —Estoy un poco nervioso, es que me inspira usted mucho respeto.

      —Gracias, pero el respeto no implica que uno tenga que estar nervioso, ¿por qué tendría que estarlo? Dígame, le escucho, no se preocupe.

      Parecía que no le salía el hilo por el que tirar, balbuceó un par de sílabas que no continuó. Se removía inquieto en su silla, apoyaba el brazo izquierdo sobre la mesa para acto seguido quitarlo, repetidamente, y se tocaba el pelo, la oreja, la nariz, la comisura de los labios, miraba a un lado y otro, y de vez en cuando a mí, pero nada salía por su boca.

      Yo le miraba expectante pero paciente. Aunque la paciencia no era precisamente mi punto fuerte, había aprendido a utilizarla en momentos así.

      —Tranquilo, tenemos tiempo, cuando pueda. —De pronto, se quedó muy quieto, me miró fijamente y rompió a llorar. Se puso la mano en la frente intentando que yo no lo viera—. Tranquilo —le dije de nuevo, en un tono aún más benevolente que segundos atrás—. ¿Qué ocurre?

      —He ido a muchos profesionales y ninguno me ha ayudado a estar mejor, y cuando la escuché en la conferencia, pensé que tal vez usted podría —dijo con la voz entrecortada, con el llanto ya calmado.

      —¿En qué conferencia me escuchó?

      —Una que dio en febrero en Barcelona, el tema era «La responsabilidad propia» —contestó con los ojos enrojecidos volviendo a la normalidad.

      —Ah, sí, y ¿qué es lo que le llamó la atención?, ¿por qué pensó que yo podría ayudarle?

      —Pues en general todo lo que habló, desde el título hasta la última palabra, pero en concreto, y seguramente le va a parecer una tontería, una frase que dijo en un momento dado.

      —¿Qué frase?, en las tonterías, precisamente, se suele concentrar lo importante —le comenté con aire distendido para animarlo a hablar. Dejé de lado mi curiosidad de investigadora para centrarme en conseguir averiguar el motivo de su demanda y, pacientemente, esperé a que hablara.

      Sentía el fresco de esa noche de abril, precisamente día 21; hacía siete años justos de aquella primera entrevista.

      Me arropé bien con la manta y seguí dormitando, sentada sobre el cojín, apoyada con la almohada en la pared, en estado semiinconsciente, casi de embriaguez, tal vez por la falta de alimento. Los recuerdos venían a su antojo y yo no los vedaba, dejaba paso a todos, incluso a los aparentemente nimios y faltos de valor.

      «Yo siempre estaré», me dijo en una conversación al año siguiente de aquella primera visita, «puedes contar conmigo siempre, pase lo que pase».

      Cuántas cosas decimos en un momento dado que luego pierden su valor. No es que mintamos, en ese instante lo sentimos así, pero no hay nada estático en esta vida, todo es cambiante, todo está en un movimiento continuo en el que nos balanceamos intentando no caer.

      Observé sus manos, sus uñas estaban descuidadas, sucias, y supe que yo no le interesaba demasiado como mujer. Me contaba lo mal que se sentía, y entendí que yo no era nadie que le diera bienestar y alegría, solo un ser que le escuchaba, sin esperar nada a cambio. ¿Quién podría valorar algo así?

      «Mi vida es muy diferente ahora, creo que es mejor dejarlo aquí, cuídate mucho, un beso y hasta siempre». Así se despidió cuatro años después de conocernos, cuando ya hacía dos que nuestro contacto era solo por escrito.

      «Hasta siempre», vaya manera de despedirse, solo es una forma amable de decir «hasta nunca», pero ni el «siempre» ni el «nunca» existen, solo existe el hoy, y cada hoy nos puede sorprender con lo nunca imaginado.

      Una de las cosas que he aprendido, y quizá de las más relevantes, es que al final de todas las cuentas solo nos tenemos a nosotros mismos. Por eso es tan importante encontrarnos, encontrar nuestro verdadero ser, liberarlo de imposiciones, culpas y miedos, y mantenerlo junto a nosotros siempre, no renegar nunca de él, defenderlo por encima de todo, incluso en aquellas situaciones donde los juicios externos solo nos dejen un lugar indeseable para el mundo.

      Lo verdadero persiste. Pensé en mi amiga de la infancia; tantos años sin vernos y cuando por fin nos reencontramos, pareció que hubiera sido ayer el último día que hablamos.

      Seguro que si pudiera comunicarme con ella, tardaría nada en hacer lo posible por sacarme de allí. Seguro que si ella supiera de mi situación, haría lo que fuera para ayudarme. Sin embargo, hacía ya otra vez varios años que no nos veíamos, que poco o nada sabíamos la una de la otra, y, a pesar de todo, yo sabía que ella estaba. ¿No es extraño?, separadas en lo común, pero unidas en lo esencial, sin importar el tiempo cronológico, como un texto siempre dispuesto a continuar. Algo así había pasado con Nir, solo que Nir decidió poner el punto final.

      Oí tocar las dos en el campanario, aún faltaban horas para que amaneciera, pero ya pocas, el alba iba llegando, como todo llega. Los árboles en el parque de la izquierda, como grandes sombras tapando los edificios a lo lejos, disfrutaban de sus sueños, delatados por la luz de las farolas. Esa luz me hizo sentir como una especie de esperanza en el mundo, que tan absurdo y tonto me parecía a veces.

      En el frente, la oscuridad iluminada por la luna llena dejaba ver las siluetas de las montañas y la gran explanada hasta llegar a ellas. Podía reconocer el paisaje que había visto con la luz del día, y sentí que me protegían.

      Llevaba poco tiempo viviendo allí, pero todas las mañanas tomaba mi café en la terraza. Había un árbol solitario con el que me identificaba, y otros dos árboles que para mí significaban la pareja; me lo parecían. Aparte de que realmente fueran una pareja de árboles, porque eran dos, lo cierto es que parecían amarse; daba la impresión de que se estuvieran dando la mano y vivieran una vida apartada de las arboledas en las laderas. Pero era el árbol solitario el que me representaba, y le tenía un cariño especial. En cambio, había una arboleda en la ladera a la que le tenía cierta tirria, porque pareciera que miraran al arbolito con altivez y prepotencia, como diciendo «pobre desgraciado, tan solo, sin nadie al lado».

      Ante aquel paisaje, me sentí en lo infinito, como si el hoy se detuviera, y el tiempo estuviera a punto de morir. Desvié mi vista hacia el parque, las sombras de los árboles y la luz de las farolas, y regresé a Luis, a mis padres, a mis compañeras de trabajo, y al universo.

      —Bueno, en un momento dado usted dijo. «No hay que esperar, hay que hacer». —Me miró expectante.

      —Ajá, sí, lo digo mucho, es muy probable que también en esa conferencia lo dijera, claro. ¿Y bien?

      —No, no es eso exactamente, sino lo que dijo después. —Volvió a mirarme como a la espera, pero esta vez no dije nada, fui yo la que esperé, y dio resultado, siguió—. «Lo que uno hace definirá su camino; lo que no hace, también».

      —Bien… —asentí, aún a la espera, mientras pensaba que no lo recordaba, aunque se ajustaba del todo a lo que podría decir. Me solía pasar en las conferencias: expresar las inspiraciones del momento más allá del texto preparado, y ese debió de ser el caso.

      —Bueno, ya le he dicho que todo en general, pero concretamente ese comentario me afectó.

      —¿De qué modo?

      —Me dio esperanza. Me siento fracasado y sin salida, y lo que dijo me hizo pensar que, aunque tardara, aún podía encontrar el sendero que me lleve hacia donde quiero ir.

      —El sendero se va haciendo —le señalé con suavidad calculada.

      —Sí, eso, hacerlo.

      —¿A dónde quiere ir?


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