El escalón. Carmen Suero
las escuche y me valore.
—¿Hacerse famoso?
—Sí —dijo, sin añadir nada, con una expresión apocada pero retadora.
—Ajá, ¿y con qué le parece que eso es incompatible?
—Con tener una familia.
—¿Hum? —Volví a hacer un sonido alentando la continuación de su discurso, al mismo tiempo que mi expresión facial se tornaba interrogadora.
—Todas mis parejas me han dejado por dedicarme a la música.
—¿Ah, sí?
—Y luego, ¿cómo voy a tener hijos y dejarlos ahí mientras yo me voy de gira?
—¿Ajá? —Seguí animando a que continuara, acompañando mi breve expresión verbal con gestos interrogantes.
—La música es mi vida, pero no soporto la soledad.
—Pero hay músicos famosos y con familia… —señalé, interrogando sobre su dilema. Me miró como atrapado, se frotó las manos en el pantalón, recorriendo sus muslos de arriba abajo.
—No, claro, sí, no sé —fue toda su respuesta, esbozando una mirada de incomprensión.
Quedamos para una segunda visita a la semana siguiente, le dije que entonces le cobraría.
8
Cuando abrí los ojos ya había luz, un magnífico amanecer me dio los buenos días. El cielo estaba azul, rojo y amarillo, y el sol empezaba a despuntar. Entré a la habitación. Era domingo, y no había hablado con mis padres para ir a comer; supuse su preocupación y malestar y me sentí impotente. Retiré la manta, la almohada y los cojines del escalón. Necesitaba ir al baño, había podido aguantar todo un día, supongo que la falta de comida y bebida me ayudó, pero ya me encontraba en estado de urgencia. Tenía un paquete de pañuelos en la mesita, y también un par de libros. Eché de menos no tener alguna revista o periódico que me sirviera de retrete. Usé hojas de uno de los libros, que ya había acabado de leer, para hacer una especie de recipiente donde satisfice mi necesidad primaria. Sentí horror al romperlo, pero me consolé pensando que lo podía volver a comprar. Nada es tan grave ni difícil como a primera vista pueda parecer, y ninguna solución es definitiva, siempre se puede encontrar una opción mejor, pero en ese momento es la que encontré.
Ordené los enseres y me dispuse a leer el libro que tenía a medias, hacía meses que lo había empezado, me lo habían regalado por Navidad, y me encantaba, pero no encontraba los momentos para dedicarme a él; estaba en una etapa de pobreza lectora, y mira por dónde ahora tenía ocasión. Salí con él y un cojín al escalón, y allí estuve durante horas acompañada de Dostoievski y los hermanos Karamázov, dormitando de tanto en tanto. Me llevé la almohada también para ponerla entre mi cabeza y la pared, y así estuve, leyendo, durmiendo, soñando, pensando y recordando por tiempo indefinido pero limitado. Me llevé la botella de agua y un puñado de caramelos, y solo me levantaba para estirar un poco las piernas, a ratos, apoyarme en la barandilla, asomarme al descampado, y respirar.
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