Terroristas modernos. Cristina Morales

Terroristas modernos - Cristina Morales


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entre los grandes hombres de la Revolución. Pero eso sólo se hará visible para la Historia si es usted capaz de sacar de su pecho un último impulso de valor y audacia y unirse a la conspiración que desde nuestros bastiones en las capitales del exilio y en Madrid se está planeando para restablecer la Constitución, remover los parásitos del Gobierno y constituir uno mejor, de hombres más elevados. Me proponen a mí entre esos hombres, y aunque creo que soy el menos idóneo y que mis carencias son tan grandes como las de cualquier español nacido en estos tiempos, me congratularé en prestar mis humildes habilidades para servir al destino de la nave hispánica, si bien ese destino ya está marcado desde 1812 y es imparable.

      No le quepa duda que, si nuestra empresa llega a buen puerto, otro de esos nuevos gobernantes será usted. Se me asegura, y yo no lo niego, que es usted de espíritu armonioso y de una sensibilidad en asuntos de Estado comparables a los de un Pericles o un Cicerón, y eso es algo raro en este siglo que, a su corta edad, ya ha sido sometido a sátrapas y a lobos con piel de cordero que abundan en las naciones que se llaman democráticas. No es de extrañar, por tanto, que llegado a sus dieciséis años, el siglo diecinueve estalle en una voluptuosa y rebelde adolescencia, como el joven que ha sido maltratado por sus padres en la infancia y en cuanto alcanza raciocinio suficiente se rebela contra ellos, abandona el hogar y marcha en busca de los placeres que la vida le negó. Esas admirables ansias de libertad necesitan, no obstante, de unos buenos tutores que las encarrilen, porque si algo podemos decir en descargo de los franceses es que nos han enseñado que la fuerza de la libertad es tan grande que puede acabar con ella misma.

      Imagino que ya habrá abierto usted la talega que junto a esta misiva le adjunto. Van mil reales que ya son suyos, sin empréstitos ni más condiciones que la condición de liberal, patriota y mártir de la causa que honrosamente a usted me relaciona. Son suyos se una a los planes o no, pero se multiplicarán por tres en un plazo breve si se une. Así pues, si considera usted positivamente la propuesta que le hago, diga a mi emisario “sí” cuando termine de leer esta carta y él le dará una segunda.

      Llegados a este punto de mi narración me aventuro a leerle el pensamiento: no es de extrañar que usted dude de la autenticidad de mis palabras y de la propia identidad del que las escribe. Habrá pensado que esto bien puede ser una trampa que le tiende el Ministerio de Gracia y Justicia para obtener pruebas y acusarlo. Cómo me gustaría no comprender sus recelos, señor mío, pero los comprendo porque yo mismo los padezco de continuo. ¿Qué puedo decirle, amigo mío, para que confíe? Mire cómo pinta mi emisario, mire sus botas, sus ojeras, después de haber cabalgado de París a Madrid habiendo parado sólo dos noches en todo el camino. Pregúntele algo y comprobará que es alemán de Suiza. ¿Cree usted que Fernando puede tener algún suizo a sus servicios? ¿Cree usted que algún suizo va a Madrid si no es para dilapidar sus buenos francos en nuestras pobres tabernas, con nuestras pobres mujeres? Pero sobre todo, ¿cree que las arcas públicas tienen dinero para tenderle una trampa tan cara? ¿Y cree usted que la Corte hace negocios en reales, no ya de plata y de oro, como los que yo le mando, sino de vellón siquiera? Usted como hacendista

      Un hacendista, eso es, un hacendista es el único que puede proponer el artículo trescientos treinta y nueve.

      lo sabe mejor que nadie: la Corona es la primera que está traficando con los napoleones que nos dejaron los franceses, es la primera que quita de la circulación los reales, es la principal especuladora. ¡Apuesto que ni Alagón, ni Elío, ni Macanaz cobran su sueldo en reales, y se tienen que aguantar con Napoleón en los bolsillos por la avaricia de su deseado Fernando! Usted sabe mejor que yo que actualmente sólo hay numerario español en las colonias, y de ahí precisamente nos llega. Tenemos en Lima muchos adeptos a nuestro partido. No se me ocurren más avales, señor, para ganar su confianza.

      Yandiola asiente con flemática resignación: Desde luego que no le compensa al contable del absolutismo ponerme a mí una trampa tan cara.

      Para terminar le ruego que no se demore mucho en tomar una decisión, dos días a lo sumo, ya que el tiempo apremia y el emisario sólo lleva dinero para pasar dos noches en la villa. No tema por el aprecio y las nóminas que de usted hago si al final resuelve negativamente, porque estoy seguro de que sus buenas razones tendrá, si bien me entristecería porque no encontraré en todo Madrid aliado mejor preparado que usted y, además, porque si yo gozara del triunfo de esta trama y no lo hiciera usted habiendo tenido la oportunidad, no me perdonaría jamás a mí mismo no haber sido lo suficientemente persuasivo.

      Reciba los respetos y los mejores deseos de

      Francisco Espoz y Mina

      Se quitó las lentes, se frotó los ojos, parpadeó con toda la cara y dio un sí afónico. Juan Antonio Yandiola y el emisario estaban frente a frente en el umbral de la puerta. El emisario extrajo del zurrón otra carta con olor a cuero. Aún cerrada Yandiola la levantó por encima de la cabeza para ponerla al trasluz, se la acercó y alejó varias veces calibrando la distancia apropiada para su miopía. Observó el dibujo del lacre, lo memorizó y lo rompió. Un papel el doble de largo que el anterior se desplegó como un biombo. Yandiola se puso las lentes y el emisario resopló.

      Me alegra que haya dicho sí, diputado Yandiola. Sé que está de más recordárselo, pero desde este momento le ruego la más absoluta discreción con respecto a lo que enseguida le anuncio. Por extremar las precauciones le recomiendo también que se deshaga de este papel nada más leerlo y comprenderlo.

      En la última semana del mes de febrero procederemos a un cambio de Gobierno con el respaldo de la Constitución. Se hará sin recurrir al ejército más que lo imprescindible, pues bastante escarmentado ha salido ya uno, viéndome traicionado por algunos de mis hombres más allegados. Pero me miro y tengo que alegrarme porque peor suerte corrió mi camarada el Marquesito Porlier, Dios lo tenga en Su Gloria, depositando en la soldadesca unas responsabilidades que, por su natural tendencia al exabrupto, necesaria no obstante para el oficio de la guerra y la guerrilla, fueron incapaces de desempeñar sin dejarse llevar por fanatismos. En cambio, para esta ocasión nos estamos dotando de personalidades bendecidas con el don de la intriga y el disimulo. Esto no es un pronunciamiento sino una conspiración, y conspirar es un arte, y como arte que es nace tanto del talento natural del artista como de su afán de superación.

      La conspiración que tenemos entre manos trata del encadenamiento de los conjurados mediante una estructura triangular en virtud de la cual cada uno solamente conoce a otros tres: su superior, del que recibe órdenes e información, y dos subordinados, a los que transmite las mismas órdenes y la misma información. Así pues, cobra sentido la metáfora de que cada conjurado es el vértice de un triángulo. El entendimiento entre todos los participantes, aun sin conocernos, es perfecto en virtud de la siguiente figura.

Triangulos

      Yo soy B1, usted es C1, y C2 es una persona que está exactamente en la misma posición que usted con respecto a mí. E1 y E2 serán dos personas nombradas por usted para que se constituyan en ángulos de su triángulo. B1 y B2 no se conocen entre sí, ni tampoco C1 conoce a C2, y así con todas las parejas de letras. Las muchas ventajas y los escasos inconvenientes nos

      El mensajero tosió por tercera vez y especialmente fuerte. Esperó a que Yandiola levantara la vista para decirle señor, ¿le parece bien que vuelva mañana a la misma hora por si quiere enviar usted algún mensaje al remitente? Yandiola agitó la mano sí, sí, márchese, y cerró la puerta cuando todavía el emisario se estaba despidiendo. Aprovechó que Domingo Torres no estaba para sentarse en su sillón, poner las piernas sobre su banqueta y liarse un cigarro con su tabaco. Los velones que robaron de la iglesia de la esquina volvían naranja la pieza. El fuerte olor a cera viciaba tanto el pequeño espacio, fingía tan bien el calor, que momentáneamente dejaban de necesitar una estufa.

      La bolsa con los mil reales se le clavaba en un muslo. Miró nuevamente los triángulos, revisó el esquema y continuó. Las muchas ventajas y escasos inconvenientes de los que le hablaba el remitente le molestaron. Le ofendió que le instruyera en nociones tan básicas de masonería y por eso las pasó rápido, viajó en el papel rastreando el final de la enumeración o el principio de algo nuevo, alguna palabra clave, hasta que localizó Dinero. Retrocedió


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