Cluny Brown. Margery Sharp
—dijo Cluny, y con gran diligencia fue a por el libro de avisos para apuntarlo.
II
El atuendo apropiado para que una joven señorita vaya a arreglar el fregadero de un hombre un domingo por la tarde nunca se ha definido con criterio de autoridad alguno. Cluny tenía que llevar la bolsa de herramientas de su tío, desde luego, pero para compensar se puso sus mejores galas. Iba toda de negro, pues seguía de luto por la señora Porritt, y aquella particularidad, en ese momento de su trayectoria vital, no carecía de importancia. Explicaba, por ejemplo, cómo había conseguido una mesa en el Ritz. Con su excepcional altura, delgada como un arenque ahumado y vestida con un sencillo abrigo negro, Cluny daba muy buena impresión. De espaldas parecía elegante, aunque su cara estropeaba el efecto si la mirabas de frente. En veinte años, sin embargo, Cluny se había acostumbrado a su rostro y ahora, mientras se daba unos toques de colorete, podía contemplarlo sin resentimiento: pómulos afilados, boca grande, nariz grande, ni pizca de color; achatado de la frente a la barbilla, de mandíbulas anchas y marcadas; el pelo espeso y oscuro, que se cortaba ella misma en cuanto le llegaba por debajo de los hombros y que llevaba recogido en la parte de arriba, lejos de la nuca, de modo que sobresalía como una cola de caballo. «Suerte que el tío Arn es miope», pensó Cluny con filosofía, y luego bajó a toda prisa las escaleras, riéndose porque de pronto se le había ocurrido que tal vez la Voz buscaba algo de diversión y, si era así, no se asustaría poco cuando la viera.
III
El diez A resultó no ser una casa, sino un estudio construido en el jardín de una mansión en los prósperos días del arte victoriano. Desde entonces, la mansión se había transformado en un bloque de pisos y el estudio en garaje, reconvertido ahora de nuevo en estudio por parte del señor Hilary Ames. Él no era artista, pero le gustaba dar fiestas. Esa noche daba una y por eso necesitaba desatascar el fregadero con urgencia. No obstante, la malicia de Cluny también estaba medio justificada: su voz grave y lo absurdo de sus pasatiempos habían despertado el gusanillo del señor Ames. No era algo difícil: el gusanillo del señor Ames se despertaba con bastante facilidad cuando se trataba de jovencitas, pero Cluny acertó además al prever un ligero sobresalto en el primer encuentro. Llegó, llamó a la puerta y al entrar descubrió en el rostro de aquel hombre una expresión sumamente confusa.
—Veamos, ¿cuál es el problema? —preguntó Cluny, benévola, observándolo casi con la actitud de un joven policía. Era, con mucho, la más alta de los dos, y lo primero que advirtió del señor Ames fue la pequeña calva que tenía en la coronilla. Por lo demás, debía de rondar la cincuentena, era tirando a rollizo y llevaba un jersey amarillo canario que le había costado seis libras y que Cluny pensó que le hacía parecer una ficha del juego de la pulga.
El señor Ames, por su parte, echó un vistazo a la nariz de Cluny y, descartando de inmediato cualquier pensamiento travieso, la condujo hasta una pequeña y maloliente trascocina. El fregadero rebosaba de agua grasienta y parte se había derramado sobre el suelo, pero no parecía que hubiera reventado nada y no olía a gas. Cluny dejó la bolsa con un ademán muy profesional, se quitó el abrigo y se lo dio al señor Ames. Podría haber sido Arnold Porritt en persona.
—¿Puede arreglarlo? —le preguntó inquieto el señor Ames (era lo que preguntaban todos)—. Espero a unos cuantos amigos sobre las seis y esto es un desastre.
—Lo olerían a un kilómetro de distancia —reconoció Cluny alegremente—. ¿Tiene un perchero?
—Por supuesto —dijo el señor Ames, que pareció sorprenderse—. ¿Necesita uno?
—Aquí no —repuso ella—, pero podría llevarse mi abrigo y colgarlo.
En cuanto se fue, Cluny se desabrochó las ligas y se enrolló las medias por debajo de la rodilla (era su mejor par). Luego se arremangó la blusa, se subió la falda y se puso manos a la obra. No era difícil: solo había que aflojar una tuerca, desenroscar la junta y dejar que el agua sucia se vaciase en un cubo. En este caso el atasco era considerable, pero con la ayuda de una caña de bambú Cluny sacó hasta el último resto de porquería. Luego abrió los grifos al máximo y dejó que corriera el agua y, para rematar la faena, fregó la pila con Vim. Además, abrió la puerta trasera, vació el cubo al pie de un macizo de arbustos bastante desastrado y cogió un par de botellas de leche que había en el escalón. En ese momento volvió el señor Ames y resultó un instante de peculiar relevancia. La silueta de Cluny, alta y delgada, oscura a contraluz, exhibía un equilibrio admirable entre el cubo que llevaba en una mano y las botellas en la otra, y, cuando volvió la cabeza, la ridícula coleta trazó una llamativa floritura en el aire. No se parecía a nadie en el mundo salvo a Cluny Brown y, al mismo tiempo, cuando entró con la leche, daba la impresión de pertenecer íntimamente a aquel entorno. Por alguna razón que no alcanzaba a entender, el señor Ames se imaginó de pronto un mirlo en la ventana.
—¡Pues ya lo tiene! —exclamó Cluny—. ¡Liquidado!
Dejó el cubo y las botellas y se quedó mirándolo. El señor Ames le devolvió la mirada y hubo un breve silencio.
—Si no cree que valga diez chelines… —añadió Cluny vacilante.
—Por supuesto que sí…
—Y el taxi han sido tres chelines y seis peniques, pero no necesito coger otro para volver.
—Digamos entonces que una libra y estamos en paz —concluyó el señor Ames.
Pero Cluny no quiso. Cogió el billete, le dio el cambio de seis chelines y seis peniques y empezó a recoger sus cosas. En unos minutos se habría ido; el señor Ames era consciente de cada segundo que pasaba, pero la creciente y acelerada presión de sus deshonrosas intenciones, como si fuera una leve conmoción cerebral, lo había dejado sin palabras. Por primera vez en la vida, no sabía cómo empezar. Y, sin embargo, había una jugada tan simple, tan obvia, que la propia Cluny la planteó de la forma más natural.
—¿Podría lavarme un poco?
—¡Por Dios, claro que sí! —exclamó el señor Ames.
Mientras la acompañaba al cuarto de baño, recuperó todo su aplomo. Era el lugar perfecto para despertar en ella, como ya deseaba con urgencia, un sentimiento de asombro y admiración. Confiaba en su cuarto de baño y no le decepcionó. Ante la inmensa bañera de color ámbar, los espejos tintados del mismo tono, las cortinas de seda impermeable y los innumerables y relucientes artilugios, esta vez fue Cluny la que se quedó sin habla. No hacía más que mirar y mirar a todas partes, hasta que sus ojos se convirtieron en dos charcos de tinta.
—¿Bonito? —apuntó el propietario.
—¡Cielos! —resolló Cluny.
—A mí también me gusta —dijo el señor Ames—, aunque mis amigos creen que parece un nidito de amor.
Tenía la costumbre de introducir este término en la conversación con las jovencitas a las que acababa de conocer, para observar su reacción. La de Cluny fue inesperada.
—¡Ojalá el tío Arn estuviera aquí!
Algo chafado, el señor Ames preguntó por qué el tío Arn.
—Porque es fontanero —le explicó Cluny.
Con aire profesional, examinó los grifos, los desagües y la serpenteante manguera de la ducha de mano. La estera de goma amarilla y el cenicero en forma de pez le provocaron una emoción puramente estética, y, al contacto de las suaves cortinas contra sus mejillas, estuvo a punto de ronronear como un gato.
—¡Es tan bonito como en las películas! —suspiró al fin—. ¿De verdad puedo lavarme aquí?
—Por supuesto. Dese un baño —sugirió el señor Ames.
Se encendió un cigarrillo mientras Cluny consideraba la propuesta. Era una situación poco corriente, ya que la joven necesitaba un baño de verdad, y el señor Ames, que tenía más experiencia, estaba sin duda más sorprendido