Cluny Brown. Margery Sharp
El señor Porritt jamás, en toda su vida, le había levantado la mano a una mujer, pero casi lo hace entonces. Y Cluny se dio cuenta. Solo el regreso del señor Ames los salvó a los dos. Cluny cogió su abrigo y se lo puso, el señor Porritt recogió con un gesto automático su bolsa de herramientas y salieron juntos del estudio, ambos furiosos, ambos con ganas de bronca, sin prestar más atención al señor Ames que si hubiera sido… una ficha del juego de la pulga.
V
La bronca estalló en cuanto estuvieron fuera, se fue caldeando según bajaban por Carlyle Walk y llegó a su apogeo en el Embankment. Lo que más enfurecía a Cluny era haber perdido los seis chelines y seis peniques, el cambio del billete de una libra, y esta actitud, a su vez, exacerbaba la cólera del señor Porritt. Su tío estaba mucho más consternado de lo que Cluny era capaz de advertir, y la torpeza de la joven hizo que este abandonara su decoro natural a la hora de hablar y que le espetase, con estas mismas palabras, que se había librado por los pelos de que aquel tipo la sedujera y que, además, creía que ella misma se lo había buscado. Cluny se paró en seco en el Embankment y se puso primero roja como la grana y luego tan blanca que el señor Porritt creyó que iba a desmayarse. Estaba mareada, de hecho, pero era porque los cócteles, en un estómago vacío salvo por el zumo de naranja, empezaban al fin a hacer efecto. Lo que la abrumaba, sobre todo, era una arrolladora y desesperada sensación de rabia ante la estupidez del universo que representaba su tío. Era tan inmensa que resultaba casi impersonal —esa rabia generosa de la juventud ignorante— y Cluny tuvo que apoyarse en el muro según la invadía.
—Está bien, no te lo has buscado tú —se retractó el señor Porritt—. Te creo. Pero en cuanto a él…
—¡Tampoco! —protestó Cluny—. ¡Tú solo lo has visto un momento, yo he estado allí horas!
—¡No hacen falta horas para arreglar un fregadero! —gritó su tío.
—Tenía que lavarme un poco, ¿no? Casi me doy un baño.
—¿Que casi qué?
—Me doy un baño. Me ha dicho que podía, ha sido encantador.
—Si lo hubiera sabido… —bramó el señor Porritt, pero se detuvo porque la gente empezaba a mirarlos. Le hervía la sangre. A esas alturas ya había olvidado por completo el verdadero aspecto del señor Ames y solo veía una figura enorme henchida de perversa lujuria. Cluny veía a un amable caballero algo entrado en años. La verdad, a medio camino, se les escapaba a ambos, pero en conjunto el señor Porritt había actuado de la forma más prudente.
—¡Si no hubiera venido! —murmuraba sin cesar cuando volvieron a ponerse en marcha. La idea le horrorizaba. Fue pura casualidad que se marchara de casa de los Trumper varias horas antes de lo habitual; pura casualidad que echase un vistazo al libro de avisos y viera el apunte del puño y letra de Cluny. Luego, por supuesto, se vio obligado a ir allí para comprobar que no hacía ningún estropicio, pero si no hubiese ido…
—¿No podemos coger un autobús? —preguntó Cluny de pronto.
Tenía un aspecto espantoso, todo ojos y nariz, y una vez más cualquier sentimiento que ocupase el pecho del señor Porritt dejó paso a la mera estupefacción. ¿Qué veían en ella? ¿Qué podía ver nadie en ella? Floss, recordó, siempre salía en defensa de la muchacha y decía que no era tan fea como la gente daba a entender, pero Floss era así, amable. Y Cluny la había querido mucho; fue después de la muerte de su tía cuando la joven se había desmandado tanto. «No puedo con ella», se dijo apenado el señor Porritt. Había justificado a Cluny delante de los Trumper, pero en el fondo sabía que tenían razón: había que enseñarle cuál era su lugar.
Cuando llegaron a la parada del autobús, el señor Porritt ya había tomado una decisión. Se volvió hacia Cluny y la miró muy serio.
—Después de esto lo tengo claro —le dijo—. Entrarás a servir.
CAPÍTULO 3
I
Nada más fácil para una muchacha, en aquel año de 1938, que entrar a servir en una buena casa. Las mansiones solariegas de Inglaterra esperaban con las puertas abiertas. Cluny Brown, además, tenía ciertas ventajas: era alta, desprovista de atractivo (aunque de piel clara) y absolutamente inexpresiva. Esta última cualidad no era algo constante, pero la mujer de la oficina de colocación no lo sabía y veía en Cluny el arquetipo de aquella especie tan preciada y que tan rápido estaba desapareciendo: la Doncella de Altura. Addie Trumper también conocía el paño; ella misma había servido con una buena familia y, ahora que los lacayos estaban casi extintos, le daba la impresión de que no habría en todo el país una casa tan principal que Cluny no pudiese aspirar a colocarse en ella. La señora Trumper estaba en la gloria: no solo habían seguido su consejo, además habían dejado todo el asunto en sus manos. Se sentó junto a Cluny, en la oficina de colocación, como quien exhibe el ejemplar que se ha llevado el primer premio en una feria de ganado.
—Hay que ser conscientes —dijo la señorita Postgate en tono de reproche— de que su sobrina carece por completo de experiencia.
—Como casi todas hoy en día —replicó Addie.
Las dos mujeres se tomaron la medida: la señorita Postgate, propietaria y directora de un célebre establecimiento que, cuando muriese, dejaría una suma de veintidós mil libras, y Addie Trumper, de Portobello Road.
—Eso es cierto —concedió la señorita Postgate—. Veamos, hay un sitio en Devonshire…
Cluny Brown no hizo ningún comentario. Tras dos días de continuas y clamorosas protestas, había aceptado la derrota, aunque aún seguía desconcertada por todo aquello. Que su tío Arn ya no la quisiera con él era increíble y, de hecho, el señor Porritt admitió, apurado, que le daría pena verla marchar. («En cierto sentido», añadió enseguida.) ¿Quién iba a atender el teléfono cuando no estuviera en casa?, le preguntó Cluny. El señor Porritt, al recordar lo que había ocurrido cuando la joven cogió la llamada del domingo, dijo que ya se las apañaría. ¿Y quién iba a remendarle los calcetines? Addie Trumper se encargaría. Addie también iba a buscar una mujer respetable que le llevase la casa y, además, podía ir a comer a Portobello Road siempre que quisiera. Addie Trumper, pensó Cluny, estaba echando bien la zarpa, y le dirigió una mirada de odio tan evidente que fue una suerte que la señorita Postgate no lo viera.
—Dos criadas más —estaba diciendo la señorita Postgate— y una excelente gobernanta. Un servicio reducido, pero de la mejor clase. La conozco personalmente y, como ella me conoce a mí, no habrá problema con las referencias. Friars Carmel, por supuesto, está en el campo…
—Tanto mejor —terció la señora Trumper.
—Pero el sueldo es bueno. Y si quiere para su sobrina una disciplina rigurosa, en ningún sitio aprenderá más que con la señora Maile. Le escribiré de inmediato. —La señorita Postgate recogió unos cuantos papeles para dar a entender que la entrevista había concluido y se volvió hacia Cluny con una agradable sonrisa—. No voy a decir que espero volver a verla, señorita Brown, porque no es así. Espero que vaya a Devonshire y que se quede allí muchos muchos años.
—¡Venga! —voceó la señora Trumper—. Cluny, ¡da las gracias!
Cluny se humedeció los labios. Solo había hablado una vez en todo ese tiempo, para decir su edad, y la señorita Postgate se había llevado una buena impresión tanto por su voz grave como por el hecho de que después hubiera permanecido en silencio.
—¿Ha leído usted La cabaña del tío Tom? —le preguntó Cluny alto y claro.
—No, creo que no —dijo sorprendida la señorita Postgate.
—Pues debería —repuso Cluny.
II
Las gestiones siguieron avanzando con espantosa