Quetzalcóatl y otras leyendas de América. Bastidas Padilla Carlos
materias del pénsum escolar, me alebrestaban la imaginación, los sueños y la inacabada sed de andar y andar por las historias tempranas que escuchaba por donde se abría y extendía mi mundo azul, como una pradera en donde me batía —casi siempre en retirada— contra esas formas de penar que se tiene cuando se es niño y que después, en la adolescencia, toman nombre de mujer y crecen a la manera de las cuitas del joven Werther: como una lanzada florida e insoportable al corazón. Otros amores no dolían entonces, los soñados, que eran una forma de escapada hacia el delirio poético de unos ojos imposibles: “Los ojos verdes”, de Bécquer o el otro delirio suyo: “El rayo de luna”; entonces, muy temprano, alma romántica, nos dio por soñar con otros ojos, unos de acá, los de las tres Pascualas de la leyenda chilena: los verdes, de Aurora; los negros, de Lucero, y los grises de Hortensia.
Sí, empezaron a escribirse, como dije, de oírlas contar y recontar a mis amigos, en un rincón de la calle oscura de mi barrio, al resguardo del hielo de la noche y del viento murmurador y ligero que va y viene cuando hay cuentos, noticias o consejas de por medio, o de leerlas, abiertamente en mi casa, en la pequeña biblioteca de mi pueblo, o a escondidas, debajo de la tapa del escritorio escolar, fingiendo estar atento a la voz del profesor, que ahora, al momento del recuento del tiempo perdido, pienso que debí haber sido más sincero, pues me habría sido de más utilidad porque habría aprendido más temprano a vivir con más seguridad y provecho. Con todo, no fue en vano haber vivido entonces, encantado con estas historias, en mi isla del tesoro adonde solo puedo retornar en sueños, como a un paraíso, o mientras me embebo en la escritura que me salva de mis ángeles y me entrega a mis demonios consentidos; pues de allí, de mi isla del tesoro, escarmenando entre mis recuerdos de antiguas lecturas y de voces, extraigo ahora estas leyendas olvidadas —aleccionadoras y didácticas—, colmadas de enseñanzas morales, poéticas y bellas, que más que traducir el alma de los pueblos que las inventaron, dan cuenta de mi fascinación ante las cosas que allí ocurren, como en una geografía de portentos y misterios propios de los cuentos de hadas; pues, como ellos, estas leyendas vienen siendo la reinvención de la realidad en otra dimensión: la del subconsciente regodeado en lo antiguo, en los embrujos y embrujamientos, en lo oculto y lo maravilloso. Maravillosa es, pues, la leyenda puertorriqueña de la sirena de barro que se recuenta en este libro, “La sirena de Humacao”, y que nos trae reminiscencias de las sirenas de Homero y otras, como la de la leyenda alemana que inspiró a Enrique Heine su famoso canto La Loreley, una ondina hermosa de las orillas del Rin; otra de esas sirenas que con sus cantos pierden a los marinos, les hacen estrellar sus barcos en los arrecifes donde han sentado sus reales y ya en sus dominios los devoran; solo que la nuestra, la criolla, la puertorriqueña, durante el día permanecía petrificada a la orilla de un río afluente del mar y durante la noche cobraba vida y por el océano salía en busca de marineros que convertía en manatíes. Los lugareños explican que de ahí viene la abundancia de esos mamíferos en Puerto Rico; vacas marinas —ahora en peligro de extinción— que Cristóbal Colón, habiéndolas avistado, el 9 de enero de 1493, en las costas de Florida, las tomó por sirenas; pero, como dijo: “No eran tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre en la cara”.
Tal vez hubo un tiempo en que no había leyendas, ni cuentos populares, ni consejas, y las cosas se contaban en lenguaje torvo o en gestos y ademanes que quizá solo servían para separar o mostrar; la mente del hombre no estaría sino ocupada en la consecución del albergue, la comida y en aparejarse, como los pájaros y los otros animales que encontraba a cada paso y que tampoco podían vivir en soledad; el mundo no era aún el mosaico de caminos sólidos, móviles y aéreos que ahora es; pero como el hombre es un ser transeúnte, se fue yendo por donde los ojos y las necesidades le mostraron que debía irse. Se fue haciendo grande, un gigante en su mundo de creaciones que surgían a medida que lo iba descubriendo. Él mismo iba y venía de caminar los caminos y en ese ir y venir regresaba con sartales de historias maravillosas que distinguían a unos pueblos de otros y que hablaban de sus héroes andantes, astutos y valientes, que habían estado a punto de perder la vida por salvarse a sí mismos o por salvar a una doncella o a un pueblo, por haber entregado su corazón a un mal amor, por haberse enfrentado a los misteriosos seres del cielo, de la tierra, de las profundidades de la tierra y de los mares, y por ello haber probado el polvo del fracaso o el regodeo en la superación de lo que parecía imposible; venía el transeúnte iluminado, y para el recuento de sus hazañas lo rodeaban sus congéneres, que también tenían cosas que contarle, en un intercambio de historias extrañas y mágicas, tal vez a la lumbre de unos leños ardientes, tal vez al calor del espíritu del vino, al calor del fraternal encuentro después de los afanes de las faenas diarias. Por ejemplo, que habían auscultado en los misterios de la naturaleza para buscar el origen de los volcanes, los ríos, las extrañas formas de rocas y montañas, los caprichosos fenómenos de la tierra y de los cielos; que habían indagado en las estrellas el misterio de sus orígenes y constatado la supremacía que de allá, de la región donde moran las divinidades, les venía para distinguirse de los demás pueblos (como los iroqueses de “Los ancestros estelares de los verdaderos hombres”, una de las leyendas de este libro) como descendientes que eran de los dioses, como los primeros hombres, como los privilegiados por ellos y de quienes les llegaba la vida, la protección, los sustentos, los premios por ser buenos y los castigos implacables por ser malos, como en el caso doloroso y aleccionador de la leyenda ecuatoriana de este espigueo de maravillas nuestras, “El hombre que deseó tener muchos pies”, a quien el dios Sol le cambió su altanera personalidad de hombre por la mísera condición de un bicho.
Decía don Ramón D. Perés: “La leyenda tradicional y aún el humilde cuento popular, eran como el granillo de mostaza que, germinando lentamente en la secreta entraña de la tierra, trocábase, al fin, en espléndido árbol de frondoso ramaje. Desde él volaban, en alas de los vientos, las inspiraciones que posándose en bien cultivados cerebros, convertíanse en poemas, en obras teatrales, en grandes novelas”, y cómo no, el dramatismo de las historias y pasiones de algunas leyendas, como las de este libro, son como para ser escenificadas en el ilusorio tablado de un teatro o en la mágica ilusión del cine o en el artificio impune de una novela; hermosas, misteriosas y dramáticas se nos presentan como brotadas del “espléndido árbol” del imaginario de los pueblos, para repetir el drama de la creación del mundo y de los seres vivos y de las cosas que parecen provenir de las mismas alturas de los cielos; y cómo no van a inspirar poemas a “bien cultivados cerebros” si reproducen los sueños de los soñadores de universos abiertos a todas las posibilidades, relativistas y discontinuos, si se prestan al regodeo voluptuoso de los hombres en lo que el mundo tiene de imposible, misterioso, lejano y triste, porque en su horizonte se ha perdido un largo pasado al que se vuelve al conjuro de añosos mitos y leyendas, como las de este libro que recrea las de 18 países de la América maravillosa, ya no contadas aquí por los anónimos autores que les dieron vida para ser divulgadas de viva voz, sino elevadas a un nivel literario, sin que por ello dejen de tener el aroma, el color y el encanto de lo antiguo que no ha dejado de inspirar a los cantores, poetas y narradores de siempre. En todas estas leyendas viajeras, a más de los simbolismos, la tradición, la imaginación y fantasía populares, subyacen la inacabada lucha entre el bien y el mal, la sed de libertad, y las ansias de amor, poder y gloria, derivadas en pasiones exaltadas e indecibles que deciden sobre la suerte de pueblos y personas que, desde un pasado legendario, aún nos alcanzan, ganan nuestros sueños y colman de asombros nuestra inacabada búsqueda de sueños, libertad y fantasía.
Viracocha talló en piedra a nuestros primeros padres: hombres y mujeres. Y no les dio vida desde el comienzo, sino que los fue dejando en distintas partes del mundo que aún estaban en tinieblas; solo un jaguar en llamas daba luz desde lo alto de la Tierra…; pero no, querido lector, abre mejor este pequeño libro de maravillas de América, y lee…
Los ancestros estelares de los verdaderos hombres
(Leyenda iroquesa)
Los iroqueses, llamados a sí mismos “los verdaderos hombres”, cuentan que antes de que existiera la Tierra, antes de que aparecieran el Sol, la Luna y las estrellas, mucho más antes, solo