Quetzalcóatl y otras leyendas de América. Bastidas Padilla Carlos
presente la envidia ni las rivalidades. Los hombres y sus cosas estaban en su justo sitio y en su justo precio. No conocían la guerra, ni las rivalidades, ni el egoísmo. Obedecían las leyes morales, lo mismo que los preceptos dictados por la comunidad para la convivencia social.
Estos hombres eran mandados por un joven cacique justo, sencillo y en perfecta afinidad con su pueblo, del cual no recibía sino aplausos, parabienes y festejos cuando había que celebrar alguna cosa suya. El joven cacique se llamaba Tundaro, y como ya estaba en edad de contraer matrimonio, fue a verlo el sacerdote de la tribu para recordárselo. Para que escogiera una mujer de entre la tribu.
—La escogeré mañana, en la fiesta de las conchas marinas con la que se honra al padre Sol, como es la costumbre —le contestó Tundaro.
Al otro día hubo música, cantos, danzas y alabanzas a los dioses primero y después al buen cacique que los gobernaba. Las doncellas, adornadas las cabezas con guirnaldas de flores blancas, ricamente ataviadas con bordados vestidos de colores y cintos de brillantes plumas de pájaros, después de hacer las ofrendas al Sol, fueron a presentarse a su señor, y él escogió a una muchacha esbelta, de grandes ojos negros y larga y fina cabellera, hija de un jefe y que dijo llamarse Yasuy. El cacique señaló la fecha para efectuar la ceremonia nupcial.
—Dentro de tres lunas, cuando bajen las lluvias, en el verano.
El sacerdote se preocupó por esa época, por cuanto los malos espíritus vienen con el tiempo seco; se guardó esa preocupación y, por no alarmarlo, no quiso comunicársela a su señor.
Pasaron las lluvias. El Orinoco redujo el caudal de sus aguas y los ríos calmaron sus ímpetus.
Una mañana, Orinoco abajo vino navegando una piragua conducida por una solitaria y espléndida mujer que, una vez desembarcada, se dirigió hacia el pueblo con paso presuroso. Un suave viento agitaba su vestido rojo y lo entornaba a su talle en ondulaciones gozosas que la hacían ver como si al caminar no pisara el suelo, sino que era llevada en vilo por el vaivén del viento en su cintura y en todo su contorno como hecho para la adoración, los besos y el placentero deambular del tacto y de los ojos.
El primer hombre que la encontró le preguntó que quién era, y ella dijo llamarse Corabá y que venía de oriente.
La rodearon los hombres maravillados y, cuando ella les preguntó que dónde podría vivir, embelesados, le ofrecieron sus casas.
—¿Quién cargará y me traerá las cosas que traigo en mi piragua? —preguntó, imperiosa.
No hubo quien no dijera que se encargaría.
Ya instalada en una casa, Corabá, con ademanes coquetos y risas, agradeció a esos hombres convertidos en adoradores suyos.
—Mañana —les dijo— los espero a todos. Traigan a sus amigos y a sus familiares. Voy a hacer una fiesta y a convidarles una bebida deliciosa, jamás probada por ustedes.
Los hombres se marcharon felices, y le prometieron volver al otro día, sin ver la maligna sonrisa que por un instante afeó el rostro de esa extranjera que los había hechizado.
De ahí en adelante, esos hombres empezaron a verse con malos ojos.
—Ella se fijó más en mí —decían unos.
Y otros que no fue así, que los prefirió a ellos. De esa manera, celosos, desavenidos, empezaron a verse con malos ojos. Por primera vez, sus rostros se volvieron torvos y ya no sonrieron al mirarse, sino que apretaron los labios y cada cual volvió a su casa a esperar ansiosos la llegada del nuevo día, que se anunciaba placentero.
Pasado el mediodía, los hombres acudieron a la cita con la misteriosa mujer, y ella, deliciosamente insolente, deleitosa y festiva, les ofreció una bebida que abrevaron en jarros de barro cocido, y se embriagaron todos; hasta las mujeres mayores y jóvenes, que habían ido por mera curiosidad, bebieron ese trago y anduvieron por ahí, ansiosas y ofrecidas, en medio de las peleas y las palabras injuriosas de los hombres quienes, antes que codiciarlas, parecían querer matarse entre ellos. Borrachos y ridículos, en fila y en tumulto, se acercaban a la bella extranjera para pedirle que se casara con uno de ellos, y ella se reía en sus narices, como loca, y los provocaba más con sus ademanes insinuantes y su desbordado y perverso coqueteo.
El sacerdote, dolido del estado lamentable de su pueblo, fue a ver a Tundaro y le contó lo que pasaba con sus súbditos. Extrañado, Tundaro se encaminó al lugar del desenfreno y, viendo cómo estaba su gente, les llamó la atención, con moderación y prudentemente, para no provocarlos en ese estado en que serían capaces de cualquier cosa. No lo escucharon y, en respuesta a su llamado a la cordura, recibió injurias de palabras y gestos. Muchos de ellos estaban tendidos miserablemente por el suelo, perdidos en su borrachera. Tundaro preguntó por la mujer que había causado tanto daño a su pueblo. Fue a buscarla y la encontró, sentada en una especie de trono, riendo a carcajadas mientras recibía, entre despectiva y halagada, la adoración de los borrachos.
Se paró frente a ella con soberano ademán y la miró: bella como la más bella flor salvaje, voluptuosa y perfumada. Como era inocente y puro todavía, Tundaro no reparó en que esa belleza tenía demasiado carmín en las mejillas y en los labios demasiado colorete. Solo bastó que ella fijara en él sus oscuros y misteriosos ojos para que el cacique quedara descentrado y perdido. Ella le ofreció su bebida, Tundaro, tras beberla apresuradamente, la colmó de alabanzas y terminó diciéndole que ya la amaba y que deseaba desde ya, allí mismo, hacerla su esposa.
—Pero sé que tienes una promesa de matrimonio con una mujer de tu tribu —le replicó ella.
—A mí nadie me obliga —dijo Tundaro—. Soy el soberano y puedo escoger con quien casarme.
Y ella, de nuevo:
—Pero el pueblo te lo reprochará.
El joven cacique se puso furioso por primera vez y dijo que él era el soberano y señor y que nadie osaría oponerse a su voluntad y, al final, se impuso.
—¡Sea, pues, y te escojo como esposa!
Los hombres que lo vieron tan cerca de la extranjera y que supieron de su propuesta matrimonial se pusieron celosos y lo insultaron. Provocado Tundaro, y para no quedar desairado ante Corabá, llamó a los guardias y mandó a azotar un grupo de hombres, borrachos todavía. El jefe de los guardias, llamado Guabacú, cumplió la orden, y como estaba también enamorado de Corabá, se propuso disputársela a su señor.
Así estaban las cosas, cuando el sacerdote invocó al dios Sol para que salvara a su pueblo. Se le presentó el Sol con figura humana, resplandeciente; oyó la súplica del sacerdote y con él se dirigió a la playa donde encontró a los hombres pervertidos y entregados a los más desmedidos e inicuos actos. Ante su presencia, cayeron de rodillas, y él, tras amonestarlos con dureza, los mandó a sus casas y les advirtió lo que sería de ellos si volvían a cometer semejantes bajezas. Al cacique le reprochó su abuso por mandar a azotar a sus hombres, y a Corabá —que era la encarnación del mal— le ordenó que se marchara por donde había venido, y la mujer desapareció, Orinoco arriba.
El Sol dijo que, para ver si era obedecido, se quedaría a vivir unos días en la Tierra.
Reconciliado y contrito, Tundaro le ofreció al dios su casa. Allí lo alojó cómodamente, lo colmó de alabanzas y, dejándolo al cuidado del sacerdote, se fue presuroso a la orilla del río, buscó los mejores remeros, remontó el Orinoco en una piragua a todo remo y logró alcanzar a Corabá.
Le pidió que regresara. Ella dijo que sí, y alabó en el joven cacique su espíritu de independencia, aun frente al dios, para hacer su voluntad. El cacique buscó un lugar escondido en la floresta y allí le hizo construir una cabaña, y le dijo que en ese lugar escondido no los vería el padre Sol; que allí se verían hasta cuando se fuera el dios y que, entonces, la llevaría a la aldea y se casaría con ella. Regresó junto al Sol y, con cara de sumisión, le contó que todo estaba bien. El Sol asintió y volvió a acostarse en la hamaca.
Y Tundaro se fue a buscar a Corabá. En el camino lo esperaba el celoso Guabacú, armado de un hacha. Iba a matar a su señor;