Daguerrotipos. Juan Carlos Núñez Bustillos

Daguerrotipos - Juan Carlos Núñez Bustillos


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ni con la respiración; la dejaba hablar, que ella dijese lo que quería decir, mientras yo escuchaba el runrún tranquilizador del casete y de cuando en cuando miraba la ventanita de mi grabadora, para asegurarme de que la cinta siguiese corriendo; no fuera a suceder que el azar me jugara una mala pasada.

      El tiempo no se detenía y yo sabía que en cualquier momento entraría su asistente para ayudarla a prepararse para la siguiente coreografía —como de hecho sucedió. Al verla entrar, Alicia dijo, para concluir la entrevista: “Nunca dejaré la danza... tengo tanto aún por realizar, que no me alcanzaría la vida”. Y dando por concluida la charla, con toda amabilidad, se dispuso a vestirse para su siguiente caracterización. Yo murmuré un precipitado: “¡Gracias, maestra Alonso!”

      Ella se puso de pie y movió las manos en el aire, como buscando algo; su auxiliar la tomó del brazo para ayudarla. La edad le pesaba, y parecía aprisionarle el cuerpo. En ese momento me di cuenta, con estupor, de que Alicia Alonso... ¡casi no veía! Quedé impactada.

      Salí del camerino caminando despacio, preguntándome: ¿Cómo es que logra esta mujer desplazarse extraordinariamente en el escenario con la ligereza de la danza, si no puede ver y difícilmente camina por sí sola?

      Unos minutos permanecí entre las cortinas laterales de grueso terciopelo del teatro. Tenía que verla de nuevo; mirarla entrar a escena.

      La orquesta había iniciado los primeros acordes de la partitura.

      Miré al escenario a través de los pliegues del pesado cortinaje y vi en el foro, del lado izquierdo, un piano de cola blanco y las manos del pianista moviéndose como peces saltando sobre el teclado. Iniciaba la original coreografía dedicada a María Callas, que se estrenaba en Guadalajara, y que Alicia protagonizaría.

      Entonces la vi.

      Caminaba torpemente a tientas, en la penumbra de bambalinas, con un chal de lana cubriéndole la espalda, mientras su asistente la tomaba del brazo y la conducía hasta el borde mismo del escenario, allí, donde una línea delgadísima separaba la luminosidad de la escena de la sombra de la realidad. Ella se quedó allí unos instantes, respiró profundo... y se dispuso a entrar.

      Lo que a continuación sucedió fue algo tan extraordinario, tan fantástico, que yo misma, por momentos, dudo del prodigio que presencié.

      Como si no tuviese edad, como quien se despoja de los años como de un manto pesado y bromoso, la Alonso arrojó el chal que la cubría y saltó al escenario.

      Al conjuro de la música inició su danza y empezó a deslizarse en puntas, en cortos bourrées, suaves, ligeros, casi ensayando el movimiento, con una exquisitez digna de una libélula, hasta colocarse al lado del piano. Ahí se detuvo. Luego, hizo descansar su mano izquierda, blanca, blanquísima, sobre el instrumento, mientras con la otra dibujaba arabescos que salían de su corazón y continuaban en el aire hasta elevarse a la altura de su boca, para luego alcanzar el cielo. Sus dedos largos se movían como si cantara. No, corrijo: sus dedos largos cantaban. Sus manos interpretaban, como la Callas, magníficamente, arias de ópera: Casta Diva, Caro Nome, Un bel di... no importa qué. Verla cantar con las manos junto al piano, observarla jugar con el torso, doblarse, contraer los hombros, abrir luego el pecho, girar la cabeza... extender los brazos..., fue un alarde de expresividad creativa.

      Al fondo, del lado derecho del escenario, un grupo de figuras, moviéndose en perfecta sincronía, ejecutaba la danza coral, enmarcando la escena protagonizada por la Callas–Alonso.

      La coreografía transcurría, dolorosa y dramática, como fue la vida de María Callas. Poco a poco su danza empezó a envolver el escenario. Nunca vigorosa, pero sí profunda e intensa.

      Llegó el momento del pas de deux y Alicia ya no tenía edad. La danza había encarnado en ella, convocada por su mística y su pasión; ella danzaba entre los brazos de su partenaire, quien apoyaba sus giros, la tomaba por la cintura, la elevaba, en un juego estético de vuelos y misterios. Ella misma, Alicia... era la danza. Y hasta en los silencios de la música bailaba su espíritu ensanchado.

      Llegó la escena del sacrificio, momento culminante de la coreografía. Como María Callas, quien sacrificó su canto por retener a su desleal amante, ofrendándole todo, incluso su carrera, a aquel amor que la destruyó y la llevó a la muerte, Alicia Alonso también realizó en escena su simbólica ofrenda final: tirada en la mitad del escenario, se retira una zapatilla, la toma con ambas manos, y, mirando hacia la figura masculina de pie frente a ella, se la entrega; es el momento de la renuncia final. Pero él, Onassis–bailarín, lejos de tomar la zapatilla, símbolo de su sacrificio, la desprecia, y con manifiesto desdén mira a la figura yaciente en escena... da un salto y... la abandona.

      Instantes dolorosos de una coreografía intensa, representando la tortuosa vida de la Callas hasta su dramático final. Un homenaje de una gran diva, la Alonso, a otra gran diva, la Callas. El público, conmovido, guardaba un silencio denso en la sala ante la grave profundidad de la escena.

      Mientras la veía danzar, profundamente conmovida, pensé en otra heroína del ballet, también traicionada por su amor: la joven aldeana Giselle, quien, ante el engaño de Albrecht se volvió loca de dolor. Murió de decepción y... regresó, por amor, de la misma tumba para defender, a pesar de todo, a su amado. Esa “Giselle” que Alicia Alonso interpretó como nadie jamás lo ha hecho en la historia del ballet, junto a Nureyev, papel que la colocó en la cúspide del ballet internacional de su tiempo.

      Pensé también en Aura, el misterioso personaje de la novela de Carlos Fuentes, convocada por la anciana Consuelo, quien por la alquimia del amor y la pasión logra encarnar de nuevo su juventud.

      Y pensé en “Alicia”... en Alicia Alonso, sí, a la que vi transformarse fantásticamente frente a mí, convocando su fuerza de una manera misteriosa, mágica... por amor al ballet.

      “¡Qué no harías por mantenerte eternamente joven!”, escribió Carlos Fuentes en su entrañable novela Aura. Entonces pensé: “Alicia Alonso no envejecerá jamás. Su fuente de vida es el ballet, es la danza, y ha dicho que jamás se retirará. ¡Cómo podría retirarse, si la danza es ella misma!”

      La volví a ver años después, en diciembre de 2002, cuando la Universidad de Guadalajara le otorgó el doctorado honoris causa en el Paraninfo de esta casa de estudios. Ahí estaba ella, sobriamente vestida con un traje color champagne y su ya clásico turbante, lentes oscuros, y sus manos... esas manos blanquísimas, que por momentos colocaba estéticamente bajo su barbilla levantada, de bailarina, mientras el orador hablaba de su brillante carrera balletística. Ella y la bailarina, inseparables ya.

      Era Alicia Alonso, “la sin edad”.

      Era Aura, era Giselle, era Alicia... era la mujer que encarnará siempre, una y otra vez, en un instante, en el eterno segundo en que dura, suspendido en el aire, un grand jeté: la eterna juventud.

      La miré de lejos. No me atreví en esa ocasión a acercarme. No quise hacerlo. Los mitos deben mirarse y admirarse así, desde lejos. Hay territorios que son sólo de ellos, y en ellos se encuentran sin tiempo... suspendidos en el misterio.

      JAVIER ARÉVALO

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      Yo conocí a Clemente Orozco arriba de un andamio. Pero no un andamio como los de ahora que son eléctricos, no, no, no, de vil albañil, de tablas y vigas y cosas que siempre me quedó la impresión de que estaba arriba de un árbol viejo, y lo vi como un tecolote, porque cuando nos volteó a ver tenía unos lentesotes de fondo de botella.

      Entrevista realizada en los estudios del Sistema Jalisciense de Radio y Televisión el 18 de julio de 2014.

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      Javier Arévalo es tapatío de nacimiento, pintor y, sobre todo... ¡aventurero!

      Nació en Guadalajara en 1937, estudió inicialmente en esta ciudad con maestros como Jorge Martínez


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