Relatos de un viejo impertinente. Cristián Aguadé

Relatos de un viejo impertinente - Cristián Aguadé


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la tortura de los aeropuertos, pues hoteles como el que describo los hay ahora en muchas partes. Y uno por el estilo, reconozco que mucho más chico, queda cerca de mi casa en Santiago de Chile.

       Mercedes

      Y me dijo: Sí, es verdad, si hay algo inseparable de la senectud, es el olvido. Se olvidan nombres, fechas, encargos, citas… ¿para qué nombrar más, si se me olvida lo que olvido? Pero lo que más me molesta son las cosas que se pierden por su culpa. Si lo desaparecido tiene algún valor, nunca falta pensar mal de alguien, aunque te arrepientas cuando aparece. De todas maneras, es necesario que haya un culpable, pues la autoacusación hiere la autoestima y crea inseguridad. Una inseguridad que a la larga, invalida. Pero cuando son las cosas sin valor las que se esfuman, incluso bajo tus propias narices, no hay a quien atribuirlo. Fue entonces cuando empecé a creer en fantasmas, más bien en espíritus traviesos, no malignos, sólo empeñados en fastidiarme. El mío, que se pasa de la raya con sus jugarretas, por más que lo maldigo, pareciera no importarle, se abanica con mi disgusto y sigue haciendo de las suyas.

      Esto que voy a contar me sucedió en el estacionamiento de una clínica, cuando se me perdió el auto. Me dirán que esto le ha sucedido a todo el mundo, al haber estado distraído con otras preocupaciones, pero yo, escarmentado, hasta escribo las indicaciones para encontrarlo.

      Me tocaba revisión médica en una clínica que había adquirido considerables dimensiones, creciendo hacia arriba y hacia abajo. Estos establecimientos sufren todos de elefantiasis, no sólo por aumento de la población, sino por ser ésta cada vez más hipocondríaca. A la menor insignificancia, advertido sobre las nefastas consecuencias de no atajarla a tiempo, se recurre al médico. Esto genera hiperinflación de clínicas, laboratorios, enfermeras, ambulancias y derivados que tienen ocupada a mucha gente. Se sabe que hoy, cuando uno acude solo a que le vean una pequeña dolencia, la cantidad de exámenes que el médico solicitará lo convertirán en cliente frecuente de este establecimiento. Ya no existen los diagnósticos de antaño basados en el ojo clínico del galeno, lo que hacía ahorrar tiempo y dinero.

      Después de estacionar tomé el ascensor que, sobrepasando varias plantas, me introdujo a esta torre de Babel. La llamo así, no porque nadie se entendiera allí dentro, sino porque no había con quien entenderse. Grandes tableros indicaban las innumerables especialidades y servicios, pero había que llegar a ellos por laberínticos pasillos, todos iguales, sin ningún funcionario a quien poder preguntar, mientras deambulan otros seres tan perdidos como uno mismo. Al fin, casi por casualidad, topé con la sala de espera que me correspondía. Como de costumbre estaba llena de gente y no viendo dónde obtener el número de atención, me acerqué al mesón para preguntar. No alcancé a llegar, cuando fui prácticamente arrollado por un señor que blandía un papelito, estableciendo su derecho a ser atendido por riguroso turno. Considerándome un colado, sin dirigirme la palabra, me señaló con el dedo un extremo de la sala donde conseguirlo. No vi ningún aparato que lo librara y me costó descubrir en un rincón un elegante pedestal con una pantalla que, al parecer, tenía que ver con lo que estaba buscando. Nada indicaba su funcionamiento, pero recordando algo, acaricié el monitor y el dichoso papel salió a través de una invisible ranura existente a media altura del pedestal. Sé que son innovaciones que no sorprenden a nadie y que las pantallas son juegos de niños, pero no para los ancianos que jugábamos con otras cosas y a quienes nadie indica cómo desenvolverse en este mundo robotizado.

      Con el número en la mano, conseguí llegar al mesón donde me comunicaron que debía esperar y que sería llamado por el parlante. Me arrellané en un cómodo sillón, lo único nuevo de la renovada clínica, quizás por compasión hacia los pacientes que debían esperar, igual que antes, largo tiempo para ser atendidos, explicando el atochamiento de las salas de espera.

      Estaba medio adormilado cuando me pareció escuchar mi nombre por la carrasposa voz que salía de un parlante. No estaba muy seguro, pues mis audífonos, “de última generación”, como me dijeron cuando los adquirí, tampoco funcionaban mucho mejor que los anteriores, a pesar del precio exorbitante que tuve que pagar por ellos. Me dirigí indeciso a la puerta del consultorio, cuyo número me pareció escuchar. No sería la primera vez que me equivocaba, a pesar de que también me hubiera servido para atender cualquiera de mis múltiples males, sólo que no tenía el maldito numerito… Pero no, esta vez había acertado y el doctor me esperaba con una cara de malas pulgas que emergía de su inmaculada bata blanca.

      Una vez en la consulta, me preguntó con cierta frialdad cómo me había sentido y yo, entrando de lleno al ataque, le dije que bien, si no hubiera sido por aquellas tres inmensas grageas amarillas, tomadas cada día en inoportunas horas, cuando uno no está en casa y, si se acuerda, no hay ningún vaso de agua a mano para ingerirlas. Además, teñían todo de amarillo, dejándome mi ropa íntima hecha un asco. Veía cómo sus labios se iban entreabriendo para entrar al contraataque tan pronto terminara mi queja, lo que hizo inmediatamente para decirme que dejara de luchar contra los medicamentos que me mantenían en buen estado; que ya me había hecho caso cuando reclamé contra aquellas hormonas que me hacían crecer las pechugas y dije que no tenía ningún derecho a cambiarme de sexo y que quería morir con el que había llegado al mundo.

      Como las pastillas amarillas no habían surtido el efecto esperado para contener el alza de mi antígeno prostático, quizás por la irregularidad en que las había tomado y que no me había atrevido a confesar, me recetó otras más cómodas, pero nunca tan seguras como aquellas primeras que yo había proscrito. Siguió perorando sobre su obligación de mantenerme vivo, cualquiera fueran los inconvenientes. Pregunté si no le interesaba saber qué le pasaba al propio vivo con los malestares y si, a fin de cuentas, no era partidario de la eutanasia. Reaccionó casi peor que un cura, diciendo que la vida le pertenecía a Dios, y que nadie tenía derecho a abandonar este mundo sin su permiso. La conversación entró en un terreno demasiado manido como para llegar a acuerdo y fue entonces cuando saqué a relucir mi arma secreta: un buen día tirar todos los remedios a la basura y dejar que el tumor hiciera su camino.

      Salí reflexionando que, no obstante mi envanecimiento, tenía bastante miedo a este cáncer arrastrado por años y que, en realidad, no tenía ganas de morirme por ahora y que ya encontraría el momento. Mientras tanto, unas moderadas pechugas en mi cuerpo, bien podrían mantenerse a raya con ajustados sostenes.

      Con estas preocupaciones en la cabeza, llegué al tercer subterráneo a buscar mi coche. Tenía bien clara la ubicación: saliendo del ascensor, a mano izquierda, en el extremo de una pared recorrida por un ancho ducto de ventilación, sin ninguna numeración, bien apegado a una columna y con una estrechez de espacio que me había hecho difícil el estacionamiento. Todo perfecto, allí estaba mi Mercedes Benz 180, gris metálico, sólo que al apretar el abridor de puertas, no me saludó con su habitual juego de luces. Me acerqué y vi una persona sentada dentro. Pensé que justo en ese momento me lo estaban robando. Entonces abrí bruscamente la puerta y me encontré cara a cara con una señora que me miraba extrañada. El auto por dentro era exactamente igual al mío. Le dije que era de mi propiedad y pregunté qué estaba haciendo ella dentro. Me respondió que el coche era suyo, y para demostrármelo me señaló un arsenal de frascos y otros elementos de maquillaje, propios de un auto femenino, lo cual no era muy convincente, porque podía haberlos puesto un momento antes. Mientras tanto, yo rebuscaba entre los innumerables documentos que se requieren para circular en este país, el número que nunca recuerdo de la patente. Efectivamente, no coincidía, lo cual tampoco me conformó, porque podría haberla cambiado. Al ver mi turbación, la señora se ofreció acompañarme a recorrer el lugar para buscar mi esfumado vehículo. Acepté, pensando que mientras me acompañaba no podría llevárselo. No podía concebir tal desaparición. Dimos una vuelta completa por la planta menos tres, pues estaba seguro de que era en esta donde había estacionado, para regresar al lugar de donde habíamos partido. Me negaba a aceptar la infidelidad de mi Mercedes y volví a pulsar el abridor, cuando vi arrastrarse por debajo de los autos vecinos, una lejana luz que se encendía y apagaba. Efectivamente, unos cuantos coches más allá y oculto detrás de una columna exactamente igual, estaba el otro Mercedes, el mío… La señora se acercó para comprobar el milagro, pues los dos estábamos convencidos de haber transitado por ese lugar. Nos abrazamos emocionados


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