Los huerfanitos. Santiago Lorenzo
a las ingenuas rutilancias de la propiedad, vivía cada uno en su piso, de mejor o peor empaque pero en arriendo en los tres casos. Un coche, tres ordenadores, dos teles, una bici, algunos muebles. Eso juntaban, en una lista de pertenencias de valor decreciente que acababa por gomas de borrar, calzadores de hoteles, pinzas para la ropa y la pelusa de los bolsillos.
Argi tenía sus ocho mil ahorrados, a base de dar clases de alemán a zopencos que apenas dominaban su lengua materna. Barto había reunido casi trece mil, tras aprobar su oposición a funcionario de la Junta de Castilla-La Mancha y tomar un donut en vez de dos en el rato de almuerzo de media mañana. Crispo, sin oficio ni beneficio, disponía de doscientos cincuenta y tres euros en una cuenta corriente exangüe. Que, sumados a los cuarenta y siete que llevaba en el bolsillo, dejaban una cifra hermosamente redonda.
Gran Damián no se decidía a hablar. Los hermanos prefirieron pensar que era otra manifestación del desgarro por la pérdida del amigo. No era sólo por eso. Era también por lo que tenía que decir. Que era, más bien, grave. El anciano puso coto a su implada y entró en materia.
—Trescientos sesenta mil euros. Con una rayita de negativo delante.
—Y de eso, cuánto nos toca pagar a nosotros.
—Trescientos sesenta mil euros. Vamos, todo.
4
En un principio, la hipoteca de 1971 se fue liquidando con puntualidad. Entró dinero durante lustros, mucho dinero, el de las taquillas reventonas y el de los patrocinios generosos. La hipoteca mamaba a lo bestia, no obstante, y el tren de vida de Ausias no ayudaba a cumplir con puntualidad. Las burbujas del champán trataban de tú a las burbujas inmobiliarias, de las que Ausias se comió tres o cuatro (muchas más se bebió de las otras). Jugaron los vaivenes de las inflaciones, las devaluaciones de moneda, los ipecés generales, los particulares del sector, todo el pifostio.
Hacia 1995, el empresario empezó a solapar unos créditos con otros. En 2001, cuando el préstamo tendría que haber quedado liquidado, Ausias tenía el asunto de su propiedad hecho un costurón, a base de zurcidos superpuestos para los que el banco no iba a soltar más hilo. En los albores de la segunda década del siglo, en plena crisis financiera, ni el encanto del promotor ni la paciencia del acreedor dieron más de sí. Se acabaron los favores y se exigió liquidar lo que restaba, bajo la voluntad firme del banco de quedarse con el Pigalle. Luego, Ausias tuvo a bien morirse. Con sus flecos colgando. Que, como quisieron los caprichos del mercado, importaban sesenta millones de los ciento veinte que valía en 1971. La mitad aritmética, con el tantísimo dinero que Ausias había metido en eso.
Argi habló de renovar el crédito. Pero no había nada que hacer, como explicó Gran Damián con su voz casi inaudible. Hacia 2005, el banco empezó a ver clara la posibilidad de quedarse con el teatro entero. Su intención era reabrirlo y explotarlo como sala cultural con el nombre de la entidad, en una práctica que empezaba entonces a ser muy común. Sólo tenían que esperar. Se adivinaba que el viejo Ausias, ya muy mermado de ilusiones y fuerzas, no reuniría los billetes —extremo en el que no se equivocaron—. Luego sólo restaría actuar por la vía de impagados y embargo.
—No quieren más moratorias. Ahora quieren el teatro. Ya no quieren el dinero. Han visto mucho más rentable esperar a que ustedes se vengan abajo. Ya no quieren el remiendo: casi tienen la cabeza, para qué pujar por la caspa. Nunca les van a conceder otro crédito. Ustedes ya no pueden aplazar el pago: sólo hacerlo de una santa vez. No van a seguir acumulando deudas con ustedes, y menos pudiendo quedarse con el Pigalle entero, que ya hay bases sobradas para que se lo queden. Ellos tienen muy fácil quedarse con el todo porque no traigan ustedes la parte.
—No es el único banco del mundo. Hay otros.
—No para ustedes. Aparte de que el nombre del Pigalle figura en todos los registros de impagados, y aparte de que no hay ninguna voluntad entre los bancos de entrar en conflicto con sus acreedores sólo por ayudarles a ustedes, y aparte de que la situación prestataria es la que es; aparte de todo eso, es que ustedes no tienen nada con lo que avalar sus solicitudes de crédito.
Gran Damián estaba muy al tanto de los posibles de los herederos.
—Sólo este teatro. Pero vayan a contarle a los bancos que no podrán devolverles el préstamo hasta 2035. Yo ya lo he hecho. Igual tienen ustedes más suerte.
—No busquemos en los bancos. Tiene que haber particulares dispuestos a prestarnos el dinero.
—Ya lo he intentado. Quedé con siete empresarios.
—¿Y no les ha encantado la idea?
—Cuando a los seis primeros les dije lo de 2035, me dijeron lo mismo que los de los bancos. Al séptimo ya ni fui.
Inmersos en la crisis financiera del cambio de década, conseguir un crédito era poco menos que imposible. Pero la situación era tan fiera que ni siquiera en coyuntura boyante habría sido viable.
—¡Alquilarlo a compañías!
Gran Damián también lo había probado: ofrecer el Pigalle a compañías teatrales, las únicas empresas a las que, por culpa de la declaración de bien de interés cultural, les podían arrendar el teatro. En enero había fijado un precio de alquiler de 60.000 euros mes, el cociente necesario para saldar la deuda en seis meses. Las gestiones habían sido nefastas. La renta resultaba prohibitiva, por lo que ni las compañías grandes lo consideraron (casi todas tenían, de hecho, su propio coto en arriendo). Tanteó la rebaja, y lo mismo. Bajo todo ello subyacía la evidencia de que ninguna empresa quería indisponerse con la entidad acreedora, de la que casi todos eran feudatarios. Gran Damián sólo había conseguido que se corriera la voz del desastre del Pigalle, haciéndolo público y notorio.
El 27 de julio se les figuró a todos como rotulado en un inmenso paredón de fusilamiento. Argi se sonrió medio ido. Barto se aflojaba la corbata. Crispo se levantó a dar dos pasos.
—¿Y quién ha sido el contable en esta casa de putas? —Argi aguantaba la cólera.
—Ya lo saben. Ausias aquí lo ha sido todo: el director, el autor, el escenógrafo, el promotor, el tramoyista y, desde luego, el contable, el tesorero y el administrador único. Hubiera sido su propio albacea, si hubiera podido.
Gran Damián, hecho un pingajo con patas que parecía venirse al suelo a cada gesto, tensaba los músculos de la cara. Por pena, pero también por prevención. Él no tenía la culpa de nada, pero habría encontrado muy justificable que cualquiera de los tres quisiera desahogarse con el de fuerzas más mermadas y partirle el hocico por estar dando estas nuevas.
El anciano sabía que Argi daba clases de alemán y que Crispo vivía a salto de mata sin oficio ni beneficio. También que Barto se había ido por el sector administrativo. Dejó que fuera él quien diera curso al consiguiente desarrollo del drama. Le pareció menos violento que fuera uno de los hermanos (el letrado, mejor) quien verbalizara la verdad que él no se atrevía a pronunciar. Barto dijo:
—¡Nos vamos a quedar sin esto! —Y abarcaba el aire con los brazos.
No podía ser. Había que lanzar propuestas, tirando por donde fuera.
—¿Y la casa de papá? —inquirió el mayor—. Esa en la que se murió. La de las Vascongadas. —Así llamó Argi a Las Arenas.
—Llevaba un año embargada cuando murió —respondió Gran Damián—. Estaban a punto de lanzarle cuando se fue por propio pie. Nadie consiguió echarle nunca de ningún sitio.
Gran Damián seguía previendo agrios repartos de sagradas obleas si los herederos caían en el depresivo silencio. Para ganar la situación por la mano, se aprestó a intervenir.
—Piensen en algo, por favor —pidió con la mirada arrasada.
Los Susmozas iban haciendo en sus cabezas el repaso de las amistades a las que pedir ayuda. Buscaban candidatos para el sablazo. Pero flacos álbumes, los de este casting.