Los huerfanitos. Santiago Lorenzo
academia en la que impartía docencia el Instituto Goethe, pero el esfuerzo titánico que había tenido que desplegar para vencer tanta inseguridad inoculada por su padre le había acabado convenciendo de que él era un capitán con toda la barba, hecho a pulverizar dificultades a partir de recursos movedizos.
—No tenemos un duro, pero al menos tenemos el teatro. Están mucho peor los que lo tienen al revés.
Con el brazo escrupuloso de Crispo en torno al pescuezo, Gran Damián recogió el comentario del Susmozas grande.
—Dios me libre de aconsejarles nada. Pero de aquí al verano, ustedes no tienen más que dos opciones. O juntar el dinero o tirarse desde lo alto del telar.
Gran Damián supuso que, por «telar», los Susmozas entenderían algo de fabricar pantalones, o almohadones, o albornoces de rizo. Así que pasó a explicarse.
—Que es un sitio sobre el escenario que está muy alto. Decidan.
Para colmo de ridiculeces, el reloj de Gran Damián emitió un pitidito. El anciano explicó que eran las nueve, hora a partir de la cual ya se veía sin necesidad de gastar.
—Tengo que apagar luces, que si no nos clavan —declaró el pobre.
Y se dirigió a la puerta, a su tarea ahorrativa. Levantando sus huesos para ver de suavizar facturaciones, venciendo su malestar punzante para ponerse en pie y patearse como un alma en pena los pasillos inacabables del teatro amenazado, pulsando interruptores, luchando a base de buena voluntad contra una deuda invencible. Antes de salir se paró bajo el dintel de la puerta y pidió excusas por la cantidad de suciedad que lo inundaba todo. Recomendó a los tres tomar naranjas para refrescar las laringes de tanto polvo respirado. Y fresas en primavera, sandía en verano y uvas en otoño, cuando las naranjas faltaran. Porque el polvo nunca desaparecería, «inmanente al teatro como sus butacas o sus poleas». Les estaba augurando las estaciones, les estaba augurando su permanencia. Tampoco tenían mucho más donde elegir.
—Un día, sin que se den ustedes cuenta —continuó arrasado—, no necesitarán de la fruta para refrescar nada. Ese día ya no podrán vivir sin este polvo. Seréis —y aquí se puso a tutear— hombres de teatro, y el aire puro os producirá arcadas y vomiteras.
Luego ya se fue a economizar con la luz. Los tres pasmarotes, nuevos pobres, intentaban hacer acopio de energías. Le gritaron al anciano que tuviera cuidado con dónde pisaba y luego volvieron a sus reflexiones. Que no cabía hacer sino en voz alta: en tal trance, crear silencios acendraba el miedo.
—Pobre Damián —se compadeció el mayor—. Se le ve mal. Parece que fue ayer cuando le metieron al hijo en la cárcel por traerse un kilo de coca de Medellín.
—Lo sacó papá —recordó el mediano.
—A ver quién nos saca a nosotros —apuntó el pequeño.
Gran Damián recorrió las galerías del Pigalle pasando el índice por la pared según caminaba, como si hubiera vuelto a la edad pueril. Llevaba la yema del dedo negra de roña cuando comenzó a subir escalerillas. Los hermanos, en aquel despacho que les venía tan grande, seguían trayendo al presente los trozos del pasado. Al hijo de Gran Damián, el de los problemas de adicciones, le pagó Ausias la clínica de desintoxicación. «Un pedazo de balneario en Llanes que le debió de costar un riñón.» Luego pasaron a sospechar. Que a ver qué era ese tratarles de usted del albacea, con la de veces que vino a buscarles al colegio con el Bollycao de la mano. Que a ver si no iba a ser una trampa todo aquel sorpresón.
Crispo se fue a la cartera desgastada de Gran Damián, que yacía sobre la mesa como un bicho al que hubieran roto a golpes todos los huesos. Espoleado por la curiosidad, la toqueteó vigilante, desde sus cueros hasta sus cierres. Luego la abrió, poco hecho a resistir las tentaciones. Sólo había dentro una pequeña bolsa de plástico transparente, con unos pocos billetes y varias monedas.
Los hermanos del violador de carteras iban recomponiendo el ánimo, azuzados en su amor propio. Qué otro remedio les quedaba que autorrestaurarse a sí mismos. Había motivos funcionales para salvar el desastre a base de las esperanzas que se les ofrecían. A bote pronto, resultaban posibles, viables, aconsejables. También es que no quedaba otra que intentarlo por ahí.
Las razones gordas para ponerse a la tarea, ahora bien, provenían de sus rencores. Esos eran los que les iban entonando. Estrenar era plantar réplica a papá, refutarle a las claras, darle en las narices, devolverle el golpe aunque sólo fuera ante ellos mismos. En sus cabezas, el odio construía.
—Yo no pienso dejar que me coman la merienda —se envalentonó Argi.
—Y mucho menos, dejar que nos la coma papá —secundó Barto.
—Ahora bien, si trabajamos aquí lo primero es echar a este manta —dijo Argi. Y señalaba con la barbilla a la puerta por la que había salido Gran Damián—. Si la industria del entretenimiento está en manos de mustios como ese, ya me explico yo tanta crisis.
El aludido ya estaba subido a lo alto del telar. Acariciaba la barandilla con más amor del que nunca sintió por nada. Se le vino a la memoria una oración que no había recordado en setenta años. La dijo de carrerilla, volvió a saborear el dolor inmenso que no le dejaba respirar, se alegró por la perspectiva de no tener que volver a padecerlo jamás, se metió las manos en los bolsillos para evitar el impulso reflejo de usarlas para frenar nada con ellas y se arrojó desde la galería: veintidós metros de caída en los que se vio bello y joven, inflado de un valor («soy audaz, soy arrojado») con el que podría acometer sin miedo cualquier empresa que se propusiera en el futuro. Chocó y murió en el acto.
Al despacho llegó el ruido seco de la caída. Les pareció a los Susmozas cascote en derrumbe, que ilustraba en la banda de audio la ruina general. Cuando a los diez minutos se les empezaron a hacer incómodos los silencios, porque no sabían de qué hablar, Barto mostró su extrañeza por que las luces de los pasillos continuaran encendidas. Todos ataron cabos. Se acordaron de lo alto del telar, el término que aprendieron aquel día, y salieron corriendo hacia el escenario, lugar del que provino el golpetazo.
Les costó encontrar su acceso, hasta tal punto habían olvidado la geografía de su país. Al fin ganaron el tablado desde entrecajas, y la platea se abrió ante ellos. El del Pigalle era un escenario a la italiana, de doce metros de embocadura por ocho de alto y catorce de fondo, con un proscenio fardón ante cuyo zócalo se abría el foso de orquesta. Cuatro pisos con palcos y un gallinero circundaban un patio de cuatrocientas cincuenta localidades. Es decir, un teatro con todas las letras. Dejado de la mano de Dios, pero hermoso sí que era.
Sobre las tablas, se diría que el cuerpecito molido de Gran Damián había menguado de volumen. Los miembros del anciano parecían los palillos de un mikado, así redujeron su tamaño y así quedaron de descoyuntados. Su postura imposible recordaba a aquel Gran Damián joven que se desmembraba literalmente a carcajadas con las ocurrencias de Ausias, a cuenta de reírse de todo durante los años de oro.
Los Susmozas no se atrevieron a acercarse. Sólo eran las nueve y veinte y ya habían asistido a todo tipo de eventos, con el bueno que hacía cuando llegaron. Crispo tenía aún entre las manos la bolsa de plástico sustraída al suicida. Ciento ocho euros en billetes y calderilla albardaban el aire con su olor a sebo. Era la contribución económica de Gran Damián, que hacía lo que podía por salvar la situación de deuda desbocada. En uno de los billetes, Crispo descubrió un escueto texto escrito a lápiz. Lo leyó en voz alta.
—«Prefiero irme. Que Dios les ampare.»
Argi habló, horrorizado.
—En efecto, como dijo antes, sólo nos quedan dos opciones.
1979. Habían pasado más de tres décadas. La situación actual no difería demasiado de la de entonces.
5
A la hora de hablar de los tres hermanos, hay que empezar diciendo que Ausias funcionaba según una dinámica en tripleta de la que ni él era consciente,