Los huerfanitos. Santiago Lorenzo
de Cuenca, las ganas de Crispo eran el resolí de dentro: así de bien se amoldaban las plantillas de su instinto a la forma, a la expresión y a las hechuras (ya comprobaría al acercarse que también al olor y a la borrachera feromónica) de ella. Y en cuanto al niño, Crispo, sencillamente, se creyó por un momento la barbaridad de que era suyo. De que la existencia de la criatura se le había olvidado durante algunos años, pero que era suyo.
—¿Quién es? —preguntó Crispo a Barto, intentando parecer natural.
—¿Esa? Mi mujer. Y el de al lado, el crío. El mío, vamos.
Ella levantó la vista y reparó muy sonriente en Crispo. Fue su saludo, que le supo a Crispo más rico que dos besos cualquiera.
—Laura, se llama. Dice que quiere actuar.
La mujer madre se levantó, y se fue a dar a Crispo dos besos que a él le supieron más rico que nada.
—¡Desde que era como este! —Y señalaba Laura a su hijito—. Me encanta lo del teatro. «¡Silencio, se actúa!»
De esta guisa presentó la esposa su dulce simpleza, con remoquete oído en váyase a saber qué tertulia cultural. A Crispo la fórmula le pareció entrañable e ingeniosa, así iba navegando en su alienación amorosa.
«Qué memez», pensó Barto, admirándose de la envergadura de tamaña bobaliconada.
Crispo besó a su cuñada, besó a su sobrino, aspiró el perfume del café de la melitta y sintió unas ganas tremendas de jugar al ping-pong con el chavalín. Contó que se llamaba Crispo y que era el pequeño de los hermanos. Tuvo que ser Laura quien presentara a su hijo, porque a Barto se le pasó.
—Este es Ismael.
—No veas para encontrarle plaza en un colegio a mitad de curso —se quejó Barto.
Ismael le preguntó a su madre al oído si ese sujeto que aparecía sonriente era lo que venían llamando en casa «un tío» desde hacía tres semanas escasas, y que si así tenía que llamarle al dirigirse a él. Laura le contestó que sí.
Crispo, urgido por parecer hombre abierto y amistoso, se arrancó a alabar la organización del nuevo hogar.
—Tenéis de todo, oye —dijo reparando en un tendedero de tijera para interior.
—Bueno, hay que amoldarse —respondió Laura, que no se percataba del efecto que su sonrisa estaba provocando en su cuñado—. Son ya casi las ocho —continuó—. Qué nervios, la primera reunión de la compañía.
Fascinada por la cosa de la escena, en contrapunto dramático y dramatúrgico con cómo lo veían su marido y sus cuñados, Laura relinchaba de entusiasmo por la nueva tesitura: la de la máscara, el arlequín, la candileja y otras varias cursiladas que a los Susmozas repugnaban. De apellido Perellón, Laura llegaba al Pigalle con los baúles de su cabeza repletos de una inexplicable veneración por todo lo que oliera a arte, expresión, creatividad, cultura y todas esas palabras manoseadas cuyo uso encomiástico en tantas ocasiones delata al sujeto de ortografía cómica y vergonzante nivel de conocimientos. Ilusión era lo que no le faltaba. Llamar «compañía» a aquella pobre familia desahuciada era, o no haber entendido lo que estaba pasando, o tener desbocados los mecanismos del empuje y la exultación.
—Esta tarde viene Argi. Que no nos vea aquí —pidió Barto con gestos de evacuación.
—¿Cuál es la casa de Argi? —Crispo se iba haciendo planes sobre su establecimiento en el Pigalle infinito y no quería un área cercana a la de su hermano mayor.
—Ninguna. Está en un hostal. No le hemos dicho nada sobre lo de vivir aquí. Ya sabes cómo es.
Argi caía mal, empeñado siempre en una rectitud que lo convertía en un recto pelma. En efecto, se había instalado en un hostal de la calle Príncipe, entendiendo que el hecho de que su padre y ellos moraran en el teatro durante años era tan ilegal como tantas otras cosas que viera.
—Sí, mejor que no nos pille —afirmó Crispo—. Supongo que si se entera de que estamos aquí metidos nos sale con que si la ley de bienes inmuebles prohíbe habilitar un teatro para uso residencial, etcétera, etcétera.
—Pues sí.
—Dice que tiene localizada una obra que podría funcionar —explicó Laura.
Crispo estaba tan fuera de todo que a la voz «obra» asoció los conceptos «reforma», «albañil», «retabicado», «bote sifónico», «enlucido enrasado», contingencias de esas.
—¿Un obra? ¿Tenemos dinero para eso?
—Una obra, Crispo. Una obra de teatro —dijo Laura.
—Ah. Claro. Se me olvida que tenemos que estrenar. Se me olvida todo el tiempo.
Le había llamado por su nombre por vez primera. Le sonó a gloria. Se acomodó en una inmensa estancia y encontró problemas con la lámpara, con la cama, con el cierre de la puerta, con el aseo. Pero Laura le había llamado por su nombre.
7
El escenario del Pigalle olía a catedral: a exudantes maderas de retablo añejo al olfato de cualquiera, pero a retestinadas babas de beata a las narices de los Susmozas. Toneladas de poleas en los altos de bambalinas se enmarañaban como los cables de una máquina inservible. Sogas y cabos descendían hasta el entarimado del piso, pidiendo cuellos que ajusticiar. Sobre el escenario, bastidores y paneles reproducían un muro con restos de hiedra, una chimenea calcinada, la línea de cielo de una ciudad... El ciclorama resistía, tan desgastado que parecía hecho de papel cebolla.
Y estaban los cachivaches, siempre cachivaches, inundándolo todo como en una planta de reciclaje, coincidentes en el absurdo: una bici con sidecar, un cristal negro, un cañón de papel, una rueda cuadrada. La guía telefónica de Belgrado, dos mil peines de un hotel de Sintra, muchos libros guardados en los electrodomésticos. Cientos de bolis Bic sin tinta, limpios de palabras. Una lata de sardinas sin abrir en el fondo de un acuario, los videojuegos Atari, una bañera hasta arriba de alfileres. Docenas de calendarios por las paredes, paralizados por el tiempo como un reloj de arena con su gravilla anegada en alquitrán.
Sobre el escenario, todos los hermanos, más Laura, celebraban su primera reunión. Combatían el frío en torno a una mesa de borriquetas, con los abrigos puestos, componiendo una desazonadora estampa de desubicados que andan a verlas venir. Se alumbraban con las luces de sala, porque de los mil poderosos focos de otrora no quedaban más que dos faroles con los filamentos de las lámparas a medio morir. Ausias había arramplado hasta con la luminotecnia, que había liquidado y derrochado por las mismas.
Argi dirigía como un sargento de reenganche, Barto pugnaba por hacer valer su experiencia de administrativo y Crispo desestabilizaba los ánimos de todos con su distanciamiento de escéptico de pacotilla, que lo es por inútil más que por propia convicción. Laura soltaba grititos de fe y poesía podrida. A la media hora de reunión, y tras sembrar ladinamente las dudas que su propuesta iba a despejar, Argi sacó a colación el tema del título a producir.
—Porque, claro, yo pensaba: ¿qué vamos a montar? ¿Una de Shakespeare, que todo el mundo sabe ya cómo acaba? Y me dije: pues no. Y os he traído esto.
Sacó de su macuto de nailon un libreto encuadernado en espiral, cuya contraportada exhibió ante la patulea de extraños que formaban su familia. Laura saltó entusiasta.
—Igual la he leído. ¿De qué va?
—El título lo dice todo —respondió Argi.
Argi giró la muñeca y mostró la portada. En grandes letras, el tal título se enseñoreaba gigante en el fondo y en la forma: LA VIDA, nada menos. Más abajo venía el nombre del autor, Klaus Falkenhayen, y el de su traductor, Argi Susmozas.
—Es apasionante.
—¿De dónde has sacado eso? —preguntó Crispo mirando el libreto con