Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. Lilia Ana Bertoni
estancamiento y el crecimiento de la población infantil formada en gran parte por hijos de extranjeros. A eso se sumaron los intentos de constituir a través de sus escuelas otras identidades nacionales y de cultivar lealtades hacia otras patrias. Pero además del problema específico que las escuelas de los extranjeros representaban, había una cuestión previa: ¿cómo podría ser la escuela pública formadora de la ciudadanía y la nacionalidad si no era capaz de captar, no sólo a la mayoría, sino a toda la población infantil? Era imprescindible trascender sus limitados alcances.
Se trataba de dos cuestiones vinculadas: se debía obtener la mayor matriculación posible y lograr una asistencia cotidiana regular. El lento crecimiento de la matrícula escolar era un problema antiguo,29 pero en estos años se advirtió un tono de alarma nuevo. El subinspector Bernabó, del V Distrito Escolar de la Capital (La Piedad), expuso en octubre de 1887 la grave situación que reflejaban las cifras de inscripción en los últimos años. En las escuelas del distrito se habían inscripto 1682 niños en 1884 y 1848 en 1885, con un crecimiento muy modesto en relación al de la población de la ciudad; pero en 1886 la matrícula se redujo a 1702 niños y en 1887 a 1724. “Si las cifras que he apuntado se repiten en la misma proporción en los demás distritos de la Capital acusarían un descenso en la educación tanto más notable en cuanto el aumento diario en la población es un hecho indiscutible”.30 Frente al notable crecimiento de la población, el número de escolares aumentaba muy poco, o incluso decrecía. “Se impone pues, la necesidad de que las autoridades se penetren de la importancia de este punto y aúnen sus esfuerzos para conseguir que la educación común obligatoria no esté solamente inscripta en la ley sino que se traduzca en un hecho normal, cualesquiera que sean los medios que se emplearan al efecto”.31
Además, el número de inscriptos dependía de la propia capacidad de recepción de las escuelas –edificios e instalaciones, amplitud del cuerpo docente y técnico, estructura administrativa–, factor que condicionaba estructuralmente la obligatoriedad y que debía crecer paralelamente con el crecimiento poblacional. Los recursos destinados a la educación nunca fueron demasiado abundantes, como lo evidencia la modestia de los sueldos, aunque en comparación con otras épocas se hicieron aportes notables que por sí solos revelan que la educación era una verdadera empresa de interés nacional.
Lo cierto es que también se necesitaba aumentar la capacidad de atracción de la escuela. Aún no se había formado, ni en los padres ni en sectores amplios de la sociedad, un sólido consenso acerca de la importancia de la asistencia a la escuela ni de la obligatoriedad establecida por la ley. Eventualmente, se debería recurrir a la coerción: “He aquí una enfermedad crónica cuyo tratamiento debe ser enérgico por parte de los consejos escolares. Es verdad que tenemos tarjetas de inasistencia, las cuales deben mandarse diariamente a casa de aquellos niños que hubieran faltado a clase, bien, pero de qué sirven?”. Los motivos de las ausencias “son frívolos y ridículos […] impóngaseles multas, oblígueseles a que envíen a sus hijos diariamente a clase y habremos dado un gran paso”.
El opinante, un profesor normal, recomendaba que todo director de escuela tuviera el deber de pasar cada mes al Consejo Escolar del distrito, juntamente con las planillas de estadística, la nómina de aquellos padres cuyos hijos hubieran faltado continuamente a clase sin justificación, a fin de que el Consejo aplicara la pena marcada por el Reglamento. Así se solucionaría el problema y “se haría conocer a los padres de familia el deber que tienen no sólo de enviar diariamente sus hijos a la escuela sino el de respetar y observar la ley que así lo manda”.32
Además, muchos niños solían trabajar desde los diez u once años pues sus familias necesitaban su aporte.33 La escolaridad demandaba algunos gastos, aunque mínimos, que creaban dificultades a las familias más modestas. Éstas y otras razones más específicas coincidían con la falta de una convicción definida acerca de la importancia de la escuela, consenso que sólo terminará formándose bastante tiempo después, apuntalado por la acción continua de la misma escuela. De momento, su ausencia obligaba a una tarea activa para conseguir una asistencia continua y regular.
Sin embargo, precisamente en estos años, cuando la formación de la nacionalidad aparecía como un tema urgente, la constitución de un hábito de asistencia regular se dificultó por la epidemia de cólera de 1886: las escuelas se despoblaron y cerraron, truncando el año escolar; la situación se agravó con las epidemias de difteria y de viruela de comienzos de 1887. “El descenso de asistencia que hago notar –decía un informe escolar de fines de 1887– se puede atribuir como en las demás escuelas del Distrito I a la epidemia de difteria que apareció en los primeros meses del año, seguida de cerca por la viruela”.34 Los efectos negativos, sin embargo, se prolongaron por el temor que despertaban los lugares que habían sido centros de contagio. El CNE debió buscar cómo superar esta difícil situación y contrarrestar la imagen negativa que dejaron las epidemias.
La escuela, la enfermedad y la vacuna
Lo primero fue establecer y publicitar las excelentes condiciones higiénicas de las escuelas. El presidente Juárez Celman inauguró los nuevos edificios escolares mientras el CNE sostenía que las escuelas eran ámbitos sanos, ventilados e higiénicos, a los que confiadamente podían concurrir los niños, más seguros allí que en cualquier otro lugar de la ciudad. El médico escolar Carlos L. Villar informó en 1887 al CNE sobre la situación de las escuelas que inspeccionaba asiduamente: “Los edificios completamente nuevos y en perfecto estado higiénico ofrecen una verdadera garantía para la salud de los niños por la capacidad de sus salones, fácil ventilación e iluminación y sus espaciosos patios”. Hoy “menos que nunca podrían señalarse las escuelas como causas productoras del mal que indico y que se propaga en la población con un carácter alarmante”.35
Esto se debía a que, como explicaba el doctor Villar, “el germen de la difteria se encuentra esparcido en toda la población”; “de la casa del pobre, del conventillo, que sirve de combustible para la preparación del mal, pasa a la del rico, el que a su vez por vecindad se encarga de transportarlo a otra parte”. Los síntomas aparecían en las escuelas, pues allí se reunían los niños de toda la población, pero la enfermedad se originaba en otra parte, en sitios peligrosos por el hacinamiento, como los conventillos. Sugería un duro programa de emergencia:
No siendo posible clausurar las escuelas en las cuales no existe peligro alguno, es de todo punto urgente que la Municipalidad intervenga por medio de la Asistencia Pública […] para evitar en lo posible la propagación […] el Director de cada escuela anota el domicilio del niño que sale enfermo sospechado de difteria, esta nota servirá para trasmitirla al médico municipal de la sección o al inspector para que inspeccione el domicilio, si es casa de inquilinato, aísle al enfermo, pida su desalojo si se encuentra en malas condiciones higiénicas, desinfecte el local e impida la concurrencia de los demás niños de la misma casa a las escuelas […] [que] no llevarían consigo el mal ni serían agentes conductores del mismo para sus compañeros como sucede actualmente.
Esta campaña podía tener resultados contrarios a los buscados y alejar aún más a los niños de la escuela. Debido a este seguimiento y control, que podía culminar en el desalojo de la familia, y a los métodos compulsivos de higienización que empleaba la Asistencia Pública, los niños y los padres prefirieron eludir la escuela. El informe de diciembre de 1887 del Distrito I da algunos indicios: “La vacunación también ha contribuido, y más que nada la negligencia de los padres, todo reunido ha influido en la disminución y en la irregularidad de las asistencias”.36 El miedo al contagio ahuyentaba a los niños y a los padres de las escuelas