Un soltero difícil. Charlotte Maclay

Un soltero difícil - Charlotte Maclay


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Asintiendo, Loretta dio un sorbo a su té.

      –Muchas veces. Trabajo con ellos desde que empecé la universidad.

      –¿Universidad?

      Ella alzó la barbilla con determinación.

      En algún momento, el pelo largo que se había recogido en una coleta se le había soltado y los mechones sedosos besaban la fina columna de su cuello.

      –Voy a ser la primera persona de toda mi familia que se gradúe en la universidad. He completado 136 unidades en la Universidad de California de Los Angeles.

      –Esas son muchas unidades.

      Más de las que Griffin tenía y él ya había conseguido su graduación.

      –Me hubiera graduado ya, pero he cambiado varias veces de especialidad. Y ellos no dejan de cambiar los requisitos.

      –Sí, eso te puede retrasar.

      –Así que todavía me falta un año o así para acabar y ahora con lo del bebé… –se encogió de hombros–, puede que tarde un poco más.

      Quizá debería haber pensado en ello antes de aceptar tener el hijo de otra mujer. Griffin no quería tener nada que ver con Loretta y su historia melodramática. Desde luego, no la quería como su mayordomo.

      Pero no podía precisamente echarla a la calle en mitad de la noche.

      –Mire, señorita Santana…

      –Puede llamarme Loretta si quiere. En las clases aceleradas para mayordomo me dijeron que estaba bien si a mi jefe le resultaba más cómodo.

      –Sí, bueno… –Maldición, ya le costaba bastante despedir a la gente incluso aunque fuera incompetente y, hasta el momento, Loretta no había hecho nada mal–. La verdad es que actualmente no necesito ningún mayordomo.

      –¡Por supuesto que lo necesita! Rodgers me aseguró, en confianza, que usted lo entendería, que había días en los que no conseguía arreglárselas sin él. Supongo que no será usted terriblemente organizado.

      Griffin frunció el ceño.

      –¿Ha dicho eso Rodgers?

      –¡Oh, sí! Pero no debe preocuparse de que lo decepcione. Yo soy la persona más organizada que conozco.

      Parecía muy segura de sí misma, pero Griffin no estaba seguro.

      –Sigo pensando que no creo…

      Entonces sonó el timbre de la puerta.

      –Yo abriré –Loretta se levantó tropezando contra la mesa con la enorme tripa y tirando la taza de té–. ¡Oh, Dios! Lo limpiaré en un minuto. No lo toque.

      –¿Por qué no abro yo la puerta mientras tú…?

      –No, no, abrir la puerta es mi trabajo. Me han enseñado bien lo que tengo que hacer.

      ¿Enseñarle a abrir la puerta? ¿Era eso lo que aprendía en las clases aceleradas? Griffin apenas podía imaginarse lo que podría incluir un curso tan corto.

      Oyó a Loretta abrir la puerta y recibir al visitante.

      –Siento terriblemente que no haya llamado antes, señorita. El señor Jones tiene un fuerte resfriado y sería más prudente para él no tener visitas esta tarde.

       Una voz femenina que Griffin no pudo reconocer del todo contestó:

      –No, espera un minuto –murmuró él dirigiéndose a la puerta principal.

      Tampoco tenía un resfriado tan fuerte.

      –Estoy segura de que entenderá que el señor Jones solo piensa en su bienestar. No quiere exponerla a un virus al que su sistema inmunológico tardaría semanas en combatir.

      Griffin divisó a una pelirroja en la puerta, una actriz de opereta que estaba causando gran atención en la escena social. Griffin llevaba semanas intentando salir con ella.

      –Hola, Aileen. Me alegro de verte. Pasa.

      Intentó apartar a Loretta a un lado, pero esta no se movió de su puesto en la puerta.

      Aileen lo miró con desdén aristocrático antes de dirigirle a Loretta una mirada cortante como una cuchilla.

      –No recuerdo que me hayan despedido nunca de una forma tan interesante, Griffin.

      –No, no lo entiendes. Es mi mayordomo.

      –¿De verdad? ¡Qué conveniente para ti!

      Dándose la vuelta, bajó airosa los escalones desapareciendo de la escena como una artista.

      Griffin maldijo para sus adentros y la siguió hasta el brillante Porsche. Intentó hablar con Aileen y hacerla entender, pero solo recibió una fría respuesta:

      –Llámame cuando tu mayordomo vuelva de Inglaterra. Si es que lo hace alguna vez.

      El coche arrancó con un rugido y cruzó con estruendo las planchas del puente de madera hasta llegar al pie de la colina.

      Griffin volvió enfurecido a las escaleras y miró a Loretta con irritación.

      –¿Sabes lo que acabas de hacer? Llevo semanas intentando conseguir una cita con esa mujer.

      –Bueno, desde luego no querrá darle una mala impresión contagiándole el resfriado. Eso sería terrible. Se sentiría atacada por esos desagradables antioxidantes, su yin y su yang tendrían una batalla terrible, y ¿cómo quedaría usted?

      Griffin no encontró una buena respuesta para aquello mientras ella se apresuraba a ir a la cocina para limpiar el té.

      Definitivamente, tener a Loretta Santana como mayordomo iba a ser duro para su vida amorosa.

      Maldición, se había jurado años atrás, en el funeral de su madre, que nunca pondría en riesgo la vida de una mujer dejándola embarazada. Por muy irracional que le pudiera parecer a todo el mundo, así era como se sentía él. Y había sido especialmente cuidadoso. Siempre había dejado muy claro a las mujeres que él no era de tipo de los que buscan matrimonio e hijos.

      Y ahora, para su desmayo, tenía a una mujer embarazada en sus manos. Griffin no quería aquella responsabilidad, pero que lo ahorcaran si sabía cómo quitársela de encima.

      Capítulo 2

      GRIFFIN se estiró y se desembarazó de las sábanas revueltas. Para su sorpresa, se sentía muchísimo mejor que la noche anterior. El dolor de la garganta había desaparecido y tenía la cabeza mucho más despejada. Ni por un minuto atribuyó el milagro al té de hierbas o a la sopa de pollo que había tomado por la noche.

      Frunció el ceño al recordar la escena en la puerta principal y cómo su nueva mayordomo había despedido a Aileen Roquette. Si no hubiera sido por Loretta Santana, esa mañana no se habría despertado solo.

      Poniéndose en pie, se acercó a la ventana. El sol del sur de California dibujaba unas sombras matinales entre los robles y los pinos que rodeaban su propiedad tiñendo el césped agostado de un brillo dorado. Aunque estaba a menos de una hora del centro de Los Angeles, el Cañón de Tapanga tenía cierto aire rural. A lo largo de la serpenteante carretera de montaña se alineaban casas que variaban desde modestos hogares hasta opulentas mansiones de hasta mil metros de planta. La suya estaba en lo alto de la escala.

      Se pasó los dedos por el pelo revuelto y bajó la vista hacia la terraza de madera que rodeaba tres cuartas partes de la casa y se cernía sobre el cañón. En una columna de fría luz invernal, vio a Loretta cruzada de piernas mirando hacia las colinas en la distancia.

      Los labios de Griffin se arquearon en un atisbo de sonrisa. Bajo aquella luz, parecía un cruce entre una delicada ninfa de los bosques y una rechoncha imagen de Buda. Sombrío, recordó que tendría que buscar la forma de devolverla de donde había llegado.

      Agarró


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