La rotación de las cosas. Raúl Ariel Victoriano
quiso ponerse de pie hasta ver pasar a su lado —sobre los desvíos de los rieles— la cola del tren entrando despacio a la estación Retiro Mitre.
Trató de permanecer quieto, sin moverse. Aunque todavía estaba bajo el efecto de la pasta base conservaba un resto de sensatez y pudo advertir el peligro de estar tirado entre las vías.
Se puso a llorar.
Estaba emocionalmente impredecible.
Se dio vuelta con cautela y se irguió tambaleando como un borracho. Desde una de las ventanas de las casas apretujadas contra el alambrado llegó un aroma a verduras cocidas. Tenía hambre. Su última comida había sido la hamburguesa que le habían regalado al mediodía en la terminal del subte C.
Recordó la tarea pendiente de ir a la plaza a rescatar el colchón tirado debajo del olmo, cerca de la Torre de los Ingleses. Pero, además, no debía olvidar la frazada: las dos cosas eran importantes. Un pensamiento fugaz lo estremeció con rapidez: la distancia entre el olmo y el vagón era la misma que entre la vida y la muerte.
Imaginó un brote de espuma en su cerebro, diminuto como un gramo de felicidad. Empezaba a pensar a la velocidad de la luz, estaba bajando y tuvo la sospecha de la aparición repentina del mal humor. La aguja del tiempo lo pinchó y comenzó a asomar el dolor de su pasado. Dio un manotazo al aire como queriendo espantar los recuerdos.
Levantó del piso un recorte de diario: en Siria el hambre y los misiles elevaban los chicos al cielo. Sintió lástima: acá se los llevaban el hambre y el frío.
Se rascó la cabeza.
Una ráfaga de viento helado le encogió los hombros. Se tomó del muro con una mano y con la otra se cerró la campera. Dejó atrás el puente de hierro y ya sobre Mugica caminó apurado hacia la salida.
Empezó a anochecer y el Grencho recién estaba pisando el borde norte de la plaza, por el costado del quiosco de panchos.
Retuvo el bollo de miedo triste acumulado en la garganta. Daisy decía que sentía algo parecido al escuchar los blues de Snowy White. Pero esto fue diferente, las arañas desaparecieron y llegaron los cuervos negros a girar en círculos dentro de su cerebro.
Cuando estuvo al lado del colchón escuchó el estampido de un trueno y miró al cielo.
Si no conseguía más paco, esta noche iría a robar un poco de pegamento al galpón ferroviario de Saldías, donde, cuando era chico, junto a los pibes de la Villa 31, ensayaba los pasos de la murga.
Tuvo un brote de ternura.
Recordó a su maestra de primer grado. La señorita Matilde lo había visto entusiasmado en una clase de Historia Argentina y le había regalado la galera de cartón y el uniforme de soldado patricio hecho en papel crepé. Con ese disfraz bailaba en la comparsa y era feliz.
Hacía mucho que no recordaba esto, andando solo como ahora.
A Daisy la había conocido en el Pirovano cuando ella perdió el bebé y a partir de ese momento no se separaron más. Él salió de allá cosido y vendado porque le habían abierto la panza de un navajazo.
Ahora todo había cambiado.
Las arañas de su firmamento se fundieron y un destello de su memoria brilló en el nido de su conciencia para decirle que ella no iba a regresar más. Hacía una semana había sido atropellada por una formación del Belgrano Norte.
Todo eso lo pensó en el viaje de regreso. Le había costado mucho esfuerzo traer las cosas a la rastra desde la plaza hasta acá.
Acercó la colchoneta, la subió al furgón y pensó en la noche que —con Daisy— planearon el gran viaje. Pensaron salir desde Constitución, en esos trenes nuevos pintados de celeste y blanco, para ver el océano.
El Grencho dio vueltas y vueltas. Metió las manos en los bolsillos buscando la última dosis del día.
Aspiró.
Sintió culpa por no haber podido concretar el sueño del viaje en esos trenes nuevos.
Le pareció ver la figura de Daisy escondida detrás de una de las estrellas tristes de su mundo inalcanzable, pero por primera vez tuvo un gesto de entereza.
Y no lloró.
AMARU
Como de pena...
El hombre viejo se deja llevar por el movimiento del agua. Tiene las cicatrices blancas de los raspones de la tristeza y un susto oscuro le tiembla en el pulso. Los brazos clavan el remo y evitan el bamboleo; el pie contra la damajuana impide el derrame del vino tinto en el fondo de la canoa.
Y así va.
Mueve los ojos amarillos de reptil adormecido bajo el sol del invierno. Las arrugas de su rostro talladas en cobre lucen quietas como el cuero del yacaré. Debajo del sombrero apunta la cabeza hacia adelante en busca de la curva amplia del río, que se pierde entre los árboles del bosque, lejos aún de la desembocadura.
El hombre viejo se llama Amaru.
Ayer por la noche, Amambay, su mujer india, tumbada en el catre se entregó a la muerte. Soltó un humito de aire y se quedó dormida para siempre.
Él esperó hasta la aurora, le acarició las manos duras y frías y salió de la cabaña. Ya fuera, la vio ascender entre las hojas verdes de la selva misionera como un ovillo de arco iris. Los hilos de colores atravesaron las ramas más altas. Una parte del espíritu de Amambay se deshizo en lluvia y la otra, ceniza ágil, continuó su ascenso de la mano del viento con tanto ímpetu que él estuvo seguro de que su mujer alcanzaría el sol.
Y ahí quedó su choza de caña, aguas arriba, cerca de las cataratas del Iguazú, donde el estrépito de la caída del agua es un tigre que brama y el peso de la atmósfera de niebla sobre el cauce moja las paredes rojas de las barrancas.
Amaru partió de madrugada.
Ya no tenía sentido quedarse allí. Montó apurado en la piragua de alas delgadas y se lanzó a la superficie agitada del Paraná. El agua escapaba como un chorro marrón de espaldas arrugadas, a borbotones. Él aprovechó la huida de la correntada para alejarse cuanto antes sosteniendo la respiración, siguiendo el destino del río.
Y ahora va... a la deriva.
Navega en silencio como un pez que no sabe llorar. Todo es extraño sin el lenguaje de la selva. Sin embargo, algo lo encandila. A lo lejos relumbran mil millones de chapitas refulgentes sobre la piel del río. Del sol ha bajado el espíritu de Amambay con su vestido de fiesta a mostrarle el horizonte.
Amaru se ajusta el sombrero para disminuir el reflejo, endereza la piragua en busca del rumbo, como aquel navegante cautivado por el llamado del mar, y avanza perdido en la ensoñación, entero de ánimo, hasta donde haga falta.
LA MÁQUINA DE HACER GORRIONES
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