Miradas sobre la reconciliación. Jorge Eliécer Martínez Posada

Miradas sobre la reconciliación - Jorge Eliécer Martínez Posada


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Boulder/London: Lynne Rienner Publishers.

      Reconciliación, sentido de la vida y comunicación

      ELISABET JUANOLA SORIA{*}

      Voy a plantear la reconciliación como un acto profundamente relacionado con la comunicación. Una experiencia que tomo a partir del conocimiento del realismo existencial, tesis de Alfredo Rubio que ustedes pueden conocer en el libro 22 historias clínicas de realismo existencial o en www.realismoexistencial.org y que plantea que la existencia concreta de cada uno de nosotros es única e irrepetible. El libro, a través de veintidós historias, de manera progresiva, propone un itinerario desde la experiencia de “sorpresa” de la propia existencia.

      Vivimos en un mundo hiperconectado a pesar de lo cual, vivimos en un mundo de muchas y profundas soledades. La más dura de ellas es la falta de sentido. La persona que experimenta la “sorpresa de existir”, es decir, que constata que la única posibilidad concreta de estar en este mundo es la que está teniendo, fortalece el sentido de su vida, o posiblemente lo encuentra si lo estaba buscando. El realismo existencial abraza, de manera ineludible, el límite de la vida: la nada en el principio u origen y la muerte en su final. Nadie existía antes de ser engendrado. Para cada uno de nosotros, el tiempo cronológico empieza a correr desde que somos, antes no corre nada. Sabemos también que el reloj se parará en algún momento y nos acontecerá la muerte, no sabemos cuándo.

      El sentido de la vida, el valor profundo de las cosas, se hace auténtico por cuanto pasa por el límite, por la fragilidad, es entonces cuando valoramos lo que tenemos en su plenitud, cuando reconocemos su plenitud, justamente porque sabemos que es eso y nada más. Un cuadro, una pintura, un paisaje, las personas a las que amamos están contenidas en un marco, tienen límites. La plenitud está contenida en límites. Empezamos a existir cuando a partir de un momento muy concreto, nuestros progenitores, en un acto que los trasciende, nos engendran. Vean algo: cualquiera de nosotros podría no haber existido nunca. Pero, no sólo eso, sino que también podríamos no haber existido nunca, si eso así fuera, no ocurriría nada. Si no hubiéramos existido nunca, el mundo seguiría siendo mundo. El día que faltemos, el mundo seguirá siendo mundo. Vivir esta experiencia es vivir una experiencia profundamente reconciliadora y liberadora.

      Todos tenemos una historia cero en la que es sumamente interesante zambullirse a investigar. La historia cero de cada uno es el abismo de nuestra existencia, el segundo antes de ser engendrados, la llamada telefónica que no llegó o la visita que se fue antes y le dio margen de tiempo a mi engendramiento. Ahí, en la historia cero, mi padre y mi madre no lo eran todavía. En la historia cero descubrimos un mundo que funciona y en el que las vidas se van tejiendo hasta concretarme. Siempre hay perplejidad en las historias cero, dolores y encuentros, alegría y desencuentros, ninguno es inmaculado.

      En el libro de las 22 historias de realismo existencial, el autor, Alfredo Rubio, nos relata su historia cero:

      Nombre: Alfredo. Yo. Un ser humano, según creo.

      Edad: la de empezar a mirar las cosas por segunda vez, con nuevas preguntas. Datos: barcelonés. Siglo XX. Vivo con pasión esperanzada, las últimas zancadas de este siglo (se refiere al siglo XX).

      Historia: mi padre, casi todavía adolescente, determinó ir a vivir a la ciudad. Tiempo más tarde, allí conoció a mi madre. Si él no hubiera tomado aquella decisión, habría continuado entre sus valles y cotos. No se habría encontrado con mi madre. Yo... no existiría.

      Antes de mi engendramiento, en efecto, si algunas cosas (aunque pudieran parecer irrelevantes) hubieran ocurrido distintamente de lo que en realidad aconteció, habrían impedido las condiciones precisas para que empezara a existir ese algo que sería yo. ¡Cualquier hecho por nimio que fuera! Que mi padre hubiera declinado, por apetecerle más ir a otro sitio, la invitación a la fiesta donde se le cruzó por primera vez mi madre... O luego hubieran fijado la boda para un tiempo más tarde... O después, aquel día, porque se hubieran enfurruñado, no hubieran hecho el amor…

      Cuando pienso, siento, que ciertamente podía yo no haber existido, un estremecimiento implacentero, me recorre la médula de mi ser.

      Y casi a la vez, en una oleada contraria, gozo la exultante alegría de ser, de existir... Jugó el aire conmigo por primera vez, en una casa-chaflán de Barcelona. Las dos calles a las que daban sus balcones, tenían nombres de ámbitos de lengua catalana: Mallorca, Girona.

      Al aprender a mirar, el mundo se me acababa en las solemnes y silenciosas casas de enfrente... y en un cercano solar que alcanzaba a ver desde mi terraza; un espacio para mí misterioso, lleno de hierba y zarzas, engastado (como aquella brillante piedra verde en el aro de un anillo de mi abuela), en el pavimento de la calle Girona y del Paseo Diagonal.

      Un día empezaron a construir allí un edificio. Muchas mañanas, entresacando mi cabeza por los balaustres de la baranda, miraba y miraba el prodigio de ver crecer nada menos que otra casa. Contemplaba el subir de su propia osamenta de hierro. Esa casa y yo estábamos allí, creciendo. Antes, ni ella ni yo, éramos.

      Ahora nos mirábamos. Yo, con los párpados abiertos asombrados, atentos. Ella, tranquila, a través de sus ventanas aún sin postigos.

      Sí. Hoy percibo que yo podía no haber nacido aunque se hubiera construido aquella u otra casa en el terreno que unos hombres desbrozaron presurosos de matorrales, pisando su hierba verde, verde.

      ¡Sí; qué gozo existir! Haber contemplado olorosamente una magnolia, haberme estremecido muchas miradas mirándome... rozarme una palabra amiga... esculpir unos proyectos. Haber visto en mi principio surgir una casa...

      Veo por mi piel, mi cuerpo todo, que tengo, sin embargo, que precaverme: que esta alegría de “estar” no me torne tan ebrio que me olvide por el hecho de vivir, que podía no haber sido.

      Soy algo que antes ni era. Que empezó a ser. Que ahora estoy siendo. Un día -¿una noche?- sé que cesará este modo de vivir.

      Lo recuerdo siempre, pero no me importa.

      Vivo.

      La existencia es un acto comunicativo. El ser humano, desde que empieza a existir empieza a comunicar. Comunica porque es. Una flor, una piedra son y comunican su ser a otro que le da significado. La comunicación es siempre en relación con otro. El tema de la comunicación es un tema profunda y esencialmente humano. Si bien una piedra comunica, ella no tiene idea de ello. Los humanos sí podemos conocer y significar esa comunicación. Más plena será, cuánto más conscientes de lo que somos. Más reconciliada entonces porque la reconciliación pasa por el corazón las aristas de los límites y las pacifica. La comunicación es un acto existencial y la existencia es un acto comunicativo. Pero, no es común detenerse a paladearlo. Somos objeto de comunicación desde que somos engendrados y todo en la vida, desde ese momento es comunicación. Por ende, todos somos comunicadores. Pero, muchos minutos de nuestra vida nos empeñamos en ser apariencia, en ser otra cosa. Ello, además de producir un desgaste feroz, porque nada hay más agotador que esforzarse en ser lo que uno no es, además, produce comunicaciones incoherentes, erróneas, poco veraces y vacías de sentido. La comunicación del sentido está llena de verdad.

      Curiosamente, muchas cosas fundantes de nuestra propia vida las tenemos muy a trasmano, enredadas y traspapeladas. No siempre elaboramos bien nuestras propias emociones, a veces las negamos o las exacerbamos. No siempre llevamos en la cartera, a mano, el hilo conductor de nuestra vida, ése que está profundamente vinculado con nuestra vocación. ¡Ah! La vocación, linda palabra. La vocación es lo que estamos llamados a ser, pero si no estamos conectados con el ser... ¿qué somos?

      Si hiciéramos el ejercicio de preguntar a las personas que más nos conocen sobre nosotros mismos, si les preguntáramos ¿ustedes quienes creen que soy yo, qué ven en mí?, quizá nos encontraríamos con algunas sorpresas. Ellos, los seres cercanos, son nuestro espejo, puede ser que nos digan cosas que no nos gustan, pero es una preciosa manera de hacernos un examen. La percepción que mis hijos, hermanos, compañeros tienen de mí, sin duda hablan de mí, ¿pero hablan de mi superficie, de mi apariencia o de mí? ¿Qué comunicamos?, ¿qué discursos


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