La batalla de placilla. Marcelo Mellado
obligada y porque casi todos son el subproducto de la división de viejas casonas, tiene otras características.
Magda se preocupa de presentarle a las personas que no conoce y luego le instala a René para que se entretengan conversando y desarrollen un posible plan de cooperación. Su objetivo o pretensión en dicho evento es crear una especie de equilibrio o proporcionalidad, una obsesión muy típica de ella. La muy bestia, dice Cancino, quiere que nos acompañemos como abandonados. Su dudosa ingenuidad lo deja en el límite entre putearla o reírse cariñosamente de su candor perverso. Además de las parejas, que suman exactamente cuatro, con René y Cancino, suman diez personas, aunque puede que me equivoque. Y están las dos hijas de Magda y Oscar, y un niño y una niña muy bien comportaditos, hijos de Gabi y Raúl, que juegan en un rincón del patio con las niñas de Magda a decir trabalenguas (Magda estimula a sus hijas a practicar juegos tradicionales). Tienen entre siete y once años. No mucho rato después se ponen a jugar al luche, y René los sigue. Se nota demasiado que está a contrapelo y que se siente poco menos que obligado a realizar el rol de payasito con los niños. Obviamente Magda, obsesionada por administrar la normalidad, lo sacó del grupo de los niños, que ya empezaba a manipularlo humillantemente; lo puso al lado de Cancino y lo obligó a conversar de lo conversable. Era un tipo mandado a hacer para la obediencia, un milico de tomo y lomo. ¿Cómo Magda era capaz de hacerse cargo, incluso, de especímenes como éste, que en otra época podían hasta habernos torturado y tirado al mar?, se preguntó Cancino. La odió y se lo dijo cuando pasó por su lado camino a buscar más vino. Ella solo se limitó a apuntarlo con el dedo índice, apelando a su buena conducta.
Cancino tiene que contarle sobre su trabajo con lujo de detalles. Eso le sirvió, después de unos tragos del muy buen vino que le habían regalado al marido de Magda en la pega, para planificar un trabajo que una parte de él no quería realizar. Más que simpatizarle René le dio algo de lástima, lo que mucho más tarde lamentaría. Parece el típico chileno que jamás creció, infantil y con escasa habilidad social. Es, a su juicio, igual a mucho chileno anterior al proyecto neoliberal: un abandonable, un impresentable, sin perfil, sin política comunicacional o diseño de visibilidad. No se lo imagina casado o viviendo en pareja. Eso lo hace levemente soportable, porque la nueva oferta del chileno exitoso lo tiene enfermo. Son dos estilos muy distintos de fracaso.
Según la lectura de Magda se trata de dos sufridos y abandonados individuos que están en peligro y que hay que atender y ayudar. En el caso de René hay algo en él, además de su infantilismo, que lo vuelve demasiado vulnerable, probablemente su vocación de dependencia. Eso es chocante para Cancino y acentúa su fobia. Magda le cuenta que su separación fue muy triste y llena de conflictos, relato que a él no le interesa para nada. Lo importante es que Magda, prácticamente, se lo asignó como su ordenanza y su responsabilidad era clara. En un mundo tan inmensamente irregular se imponía ser más tolerante, por eso decidió ser más acogedor con él y contarle todo su estúpido proyecto, y aprovechó de solicitarle, como quería Magda, su colaboración y ayuda.
La cuestión no es fácil, toman varias copas de vino y se relajan. René le cuenta que él se dedica al modelismo militar desde pequeño, que un tío milico tenía esa afición y se la enseñó, pero que ha incursionado también en el aeromodelismo y en el ferromodelismo, pero que le interesa más el modelismo militar, porque le apasiona la infantería de la segunda guerra mundial y en particular los uniformes. En ese punto tienen mucho en común, pero Cancino no se atreve a abrir esa complicidad, al menos no todavía. La guerra de uno no es la guerra de los otros, aunque las batallas sean las mismas o muy parecidas.
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