Diálogos de educación. Jose´ Manuel Arribas A´lvarez
se resume en hacer de las escuelas unas organizaciones para el aprendizaje.
¿Cómo debería desarrollarse la rendición de cuentas para que pudiera alentar la innovación y la mejora de los centros? ¿Es posible promover la reflexión, la responsabilidad profesional y el compromiso de los docentes mediante la rendición de cuentas a través de las evaluaciones externas, o es necesario promover procesos internos de rendición de cuentas en los propios centros, como sugiere Elmore?
La autonomía tiene como contrapartida la responsabilidad por los resultados. Mejor que rendimiento de cuentas, hablando de este tema con Juan Carlos Tedesco, coincidíamos en que en español era mejor decir responsabilidad por los resultados. Quiere decir: al tiempo que adopto las decisiones que considero más adecuadas, me comprometo a responder de que han dado mejores resultados y, si no lo han sido, estoy dispuesto a retirarlas o a reformular su aplicación.
En primer lugar, contra lo que defienden algunos, no es posible asegurar el derecho a una buena educación para todos en todos los lugares, si no contamos con dispositivos externos que posibiliten evidenciar en qué grado está asegurado, y a las escuelas, dar cuentas de los niveles de educación ofrecida. La cuestión es, más bien, cómo hacerlo para que, en lugar de abocar a una competencia entre escuelas o a proporcionar criterios en la elección de los clientes, potencien la mejora interna con los recursos oportunos. La responsabilización o prestación de cuentas debiera tener como finalidad primera la capacitación para la mejora y no tanto los rankings o un sentido penalizador.
En lugar, pues, de oponerse a cualquier tipo de evaluación externa en un servicio público, se trata de rediseñar los sistemas de evaluación institucional vigentes, de modo que puedan capacitar a las escuelas para promover una mejor educación al servicio de la equidad de la ciudadanía. Sin embargo, las evaluaciones externas de las escuelas o del desempeño docente están sometidas a discusión, como ha sucedido en Portugal o en México, especialmente por cómo puedan servir para motivar a los docentes que ya lo hacen bien y, a la vez, contribuir a mejorar aquellas escuelas y docentes que consiguen bajos niveles en su alumnado.
En un trabajo excelente de Richard Elmore12, cuya traducción promoví en la revista que dirijo (Profesorado, 7, 1-2), plantea que, si no existen previamente procesos de autoevaluación, los datos de la evaluación externa difícilmente pueden contribuir a la mejora. Desde esta perspectiva, una política sobre la prestación de cuentas bien conducida exige paralelamente (quid pro quo), crear dispositivos o, mejor, crear capacidades, y apoyar a la escuela para que los datos externos sobre su situación puedan ser procesados por medio de reflexiones de la propia escuela para que puedan contribuir a la mejora.
¿La concepción de la innovación y de la mejora escolar es coherente con nuestro modelo de formación para los profesores? ¿Cómo debería ser una formación del profesorado orientada a la innovación para la mejora y el aprendizaje de todos los alumnos? ¿Se pueden hacer coincidir las necesidades de desarrollo individual del profesor con las de la propia escuela? ¿Dónde debemos poner el acento en la innovación, hacia la mejora de la escuela, en el profesor individualmente considerado y en el desarrollo de sus competencias, o en el centro como organización capaz de aprender? ¿Podría la escuela contemplar la formación dentro de su modelo organizativo?
También tenemos pendiente, sin retocar, la formación del profesorado, particularmente grave en Secundaria. Un amplio movimiento a nivel internacional (desde el primer informe McKinsey) destaca la importancia de la formación inicial del profesorado para mejorar la calidad de la educación. Contamos con un amplio corpus de conocimientos y experiencias para diseñar programas eficaces de formación. En España, la falta continuada de una formación pedagógica inicial, integrada en la propia carrera, ha dado lugar a una identidad profesional disciplinar inadecuada para la Educación Obligatoria.
Si la formación inicial del profesorado es relevante, porque —entre otros motivos— marca una primera identidad profesional, resulta insuficiente para asegurar una calidad de la docencia si no se conjunta con una formación en servicio en el establecimiento escolar en torno a un proyecto de trabajo conjunto. El desarrollo profesional se ve potenciado cuando la escuela construye la capacidad para organizarse como una comunidad profesional de aprendizaje, como hemos aprendido tanto de las “organizaciones que aprenden” como de las llamadas “culturas de colaboración” o “comunidades de práctica”. Desde luego, en otro contexto organizativo es la propia escuela la que debiera contemplar la formación en el contexto de trabajo, como lo hacen —de modo natural— otras organizaciones.
Si queremos —como se demanda— una calidad de educación, un factor determinante —junto a otros estructurales— de los niveles de consecución de los estudiantes es la cualificación y el compromiso de su profesorado. Por tanto, precisamos potenciar, con una buena formación inicial, los conocimientos y competencias de los docentes que conduzcan a una “profesionalización” del profesorado. La formación debiera dirigirse, prioritariamente, a generar procesos de mejora que conviertan al establecimiento escolar en un lugar donde el aprendizaje no solo es una meta, sino una práctica capaz de asegurar unos niveles educativos deseables para todos los alumnos.
La innovación es necesaria para mejorar la educación y los resultados de los alumnos, pero ¿no crees que donde resulta imprescindible es en los contextos de especial necesidad, donde mayor es la desmotivación y menores las expectativas educativas? ¿Qué podríamos hacer para alentar la innovación hacia la mejora en estos contextos de urgencia educativa?
Sin duda, son los contextos vulnerables, con graves déficits, los que precisan la mejor acción educativa. Sin embargo, todo lo tenemos organizado para que no sea así, excepto determinadas medidas paliativas. Así, pareciera que debiéramos primar (con incentivos al respecto) que los mejores directivos y profesorado los dedicamos a dichos colegios. En la práctica, todo queda a merced del arbitrio del concurso de traslados en el que, por pura micropolítica, se prima —al revés— al que tiene mayor puntuación. Desde luego, se pueden hacer muchas cosas, en lugar de abandonar el azar, por una política activa de reconocimiento y apoyo (incluidos los complementos económicos) de los mejores docentes para contextos más problemáticos.
En el escenario social y educativo actual, con una sociedad informacional que divide, unos contextos familiares desestructurados y una población inmigrante con capitales culturales diferenciados, la innovación resulta imprescindible. Una escuela que pretenda ser inclusiva lucha decididamente contra las barreras culturales, sociales y educativas que están en la base de prácticas, dinámicas y estructuras que impiden a los alumnos de contextos más desfavorecidos progresar en su proceso de aprendizaje. En fin, lograr unas escuelas inclusivas no es solo una tarea escolar, dado que la reducción de las desigualdades no se limita al ámbito escolar, sino que se extiende al social (familia, barrio, municipio). No cabe inclusión educativa al margen de una inclusión social.
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