Diálogos de educación. Jose´ Manuel Arribas A´lvarez
que existe margen para la innovación porque hay centros que lo están haciendo. Hay algunos muy conocidos, como el de los jesuitas de Barcelona, pero hay otros que están rompiendo el espacio escolar o el modelo de organización de grupos, que pertenecen a un modelo de escuela graduada en España que se empieza a instaurar a final del siglo XIX. La primera escuela graduada se crea en 1900 y se termina de implantar después de la Guerra Civil. Pero, en cambio, el ámbito de la autonomía administrativa y laboral es más complicado. Seguramente hay que dar pasos en esa dirección, pero tampoco está demostrado por los estudios internacionales publicados hasta ahora que más autonomía en esos campos produzca necesariamente mejores resultados. Estoy de acuerdo con la necesidad de conceder más autonomía a los centros en términos generales, pero debemos analizar en qué aspectos falta autonomía, en cuáles no, en qué puede ser mejor, qué márgenes debe tener, etc.
Pero ¿esos ámbitos de autonomía pueden aislarse completamente? Quiero decir, ¿la autonomía curricular puede prescindir de la capacidad del centro para determinar de una manera flexible sus espacios, sus tiempos, para consolidar sus equipos, etc.?
Lógicamente hay una cierta conexión, lo cual no quiere decir que la interrelación sea total. Por ejemplo, yo creo que uno de los problemas que tiene el modelo actual de asignación de plazas del profesorado en España es que está exclusivamente basado en intereses personales: los docentes acuden a concursos de traslado con los méritos que individualmente han acumulado y que son los que les dan o no acceso a las plazas que piden. Las motivaciones de cada docente pueden ser muy diversas: desarrollar mejor su labor, estar más cerca de casa sin perder tiempo en desplazamientos, etc. Eso casa mal con que les pidamos a los centros que tengan un proyecto educativo propio, que se supone que el profesorado debería compartir. Si a la hora de asignar las plazas en los concursos de traslado no se considera el proyecto educativo, porque eso depende del profesor, de si lo asume o no lo asume, entonces ahí hay una cierta contradicción.
Nuestro sistema educativo ha realizado un extraordinario esfuerzo para elevar los niveles educativos de la población; sin embargo, tenemos elevadas tasas de fracaso escolar y abandono educativo temprano. ¿Qué políticas destacarías como más efectivas para superar estos malos resultados de nuestro sistema educativo? ¿Cómo valoras la posibilidad de extender la escolarización obligatoria hasta los 18 años?
Lo que genéricamente llamamos fracaso escolar contiene un conjunto de fenómenos diferentes. En su interior pueden en ocasiones identificarse problemas individuales de algunos estudiantes, que sin duda requieren un tratamiento diversificado, pero hay otro tipo de fracaso que es del propio sistema educativo, de cómo está concebido, de cómo se ha organizado. Por ejemplo, el hecho de que haya o no título al final de la Secundaria Obligatoria condiciona el fracaso escolar. España es uno de los pocos países que tienen ese título, la mayoría de los países no lo conceden, se limitan a dar un certificado que especifica qué se ha conseguido.
Con objeto de prestigiar la formación profesional, la LOGSE estableció que todos los estudiantes que quisieran cursarla debían tener el mismo título que para ir a Bachillerato. El profesorado muchas veces decía: “si yo le doy el título a un alumno y este no vale para hacer Bachillerato, entonces no puedo dárselo”. Pero no tenían en cuenta de que al no darle el título tampoco podría estudiar Formación Profesional, ni siquiera hacer unas oposiciones de auxiliar administrativo. Eso es un fracaso, por lo menos parcialmente, del sistema. Hay cosas que nuestro sistema debiera revisar, pues cierran las puertas a seguir estudiando y eso favorece el fracaso escolar y el abandono escolar temprano. Si pensamos que todos los estudiantes deberían alcanzar los objetivos establecidos para la etapa de escolarización obligatoria, hay que buscar sistemas de organización de la escuela, de organización del currículo, de grupos de apoyo, etc., que permitan llevar a todos los alumnos hasta el final de la Educación Secundaria Obligatoria habiendo alcanzado los objetivos que se supone que deben lograr.
Hay, además, un tercer tipo de factores de fracaso, fundamentalmente del abandono escolar temprano, que no son achacables al sistema educativo, pues muchos de ellos tienen que ver, por ejemplo, con las características de nuestro sistema productivo o incluso con el sistema social. Ha habido años en que los jóvenes de 16 años con muy baja cualificación o sin titulación podían acceder al empleo, obteniendo además unos sueldos atractivos. Muchos jóvenes simplemente accedían al empleo y abandonaban sus estudios, pero esto frenaba su desarrollo profesional a largo plazo. ¿Por qué ahora está mejorando tanto el abandono escolar temprano? Sencillamente, porque no resulta fácil encontrar ese tipo de empleo y, en consecuencia, los jóvenes están más incentivados a seguir estudiando y, si el sistema les da posibilidades, seguirán en él.
Tengo mis dudas sobre la propuesta de extender la escolaridad obligatoria hasta los 18 años. No he sido nunca un defensor ferviente de esa ampliación de la escolarización obligatoria que exigiría perseguir a quienes no cumpliesen con la norma. Lo que sí creo es que debería estar universalizada la posibilidad de continuar ampliando la formación hasta los 18 años. Puede haber personas que a los 16 años tengan interés en trabajar, es una edad razonable y similar a otros muchos países de nuestro entorno, y habría que diseñar sistemas que les permitiesen compaginar estudio y trabajo. Por tanto, si llamamos escolaridad obligatoria a que haya una atención educativa hasta los 18 años, me parece bien, si nos referimos a la extensión del modelo de escolarización actual hasta los 18 años, tengo muchas dudas.
¿Podría resultar positivo que no hubiese al final de la Educación Secundaria Obligatoria una decisión en el sentido de certificar o no la titulación?
Sí, y menos, como plantea la LOMCE, con dos reválidas alternativas. He defendido en otros lugares la conveniencia de evolucionar hacia un modelo de certificación final en el que se certifiquen las competencias y los conocimientos adquiridos, así como los niveles alcanzados en cada uno de ellos. Sería algo parecido a los diplomas que da el sistema inglés, en el que unas materias están calificadas como A, otras como B, otras como C, etc. Si uno quiere ir al Bachillerato o a otra formación, se le piden determinadas condiciones mínimas, pero se rompe esa idea de que se obtiene o no el título, aceptando a cambio que se han conseguido logros diferentes en diferentes ámbitos y materias.
Además, así se deja el camino más abierto para quien, incluso después de terminar su escolarización obligatoria, quiere seguir formándose o revalidar conocimientos que le puedan abrir otras vías. Ir a un modelo de diploma o de certificación más abierto que el puramente dicotómico, o pasa o no pasa, seguramente nos podría ayudar. Es verdad que ese modelo alternativo va en contra de nuestra cultura, pues llevamos ya muchos años, muchas décadas, en que el sistema es otro, pero también se puede pensar que podría cambiarse. No digo que se implante de un día para otro, pero al menos que se pueda analizar y valorar como alternativa a la vigente repetición de curso entendida como sistema fundamental de control del aprendizaje. Hay sistemas educativos que no actúan como nosotros y funcionan muy bien, luego algo más podrá hacerse que no sea simplemente repetir o no repetir curso. En los últimos años percibo que empieza a haber un debate en nuestro país sobre este asunto y se va extendiendo una opinión distinta, debido, entre otras cosas, a que algunos organismos internacionales han puesto de relieve la repetición de curso como una debilidad de nuestro sistema. Creo que con el título habría que abrir un proceso similar para que, antes o después, pudiéramos reflexionar sobre ello, porque de otro modo será muy difícil eliminar la parte del fracaso que se deriva de ahí.
¿Habría, por tanto, un componente cultural en nuestra práctica de la evaluación como parte de la explicación del fenómeno de por qué tenemos tasas de repetición de curso por encima del doble de la media de la OCDE?
Sí, porque además se comprueba que se recurre a argumentos científicamente endebles. Alguien podría decir: “¿por qué nosotros tenemos un porcentaje de estudiantes más o menos similar a la media de la OCDE, con lo que PISA considera un nivel de habilidades o competencias insuficientes, y tenemos, en cambio, un porcentaje de repetición de curso que es el doble o más que el de la OCDE? Hay una cierta discordancia y, aunque no se puede hacer un análisis estadístico riguroso de la discrepancia, por lo menos nos obliga a pensar sobre ello. Si los malos resultados no son tan alejados de la media de la OCDE, ¿por qué la tasa de repetición de curso está tan alejada? ¿Acaso no