Paprika Johnson y otros relatos. Djuna Barnes
Joyce buscaba convertir en extraordinario lo común, lo anodino; mientras Barnes, derivado de su constante atracción por el abismo, buscaba lo opaco, lo grotesco incluso.
En 1928, además de su aclamada novela Ryder, publicó El almanaque de las mujeres, un roman á clef que describía un círculo social lésbico que tomaba como centro el salón literario de Natalie Clifford Barney. De nuevo, Barnes dio rienda suelta a la sátira a través de un lenguaje oscuro. En dicho libro se pueden reconocer a personajes claves del París de aquellos años como Alice Toklas o Gertrude Stein. Tal vez por lo descarnado de su retrato, en un principio publicó el libro de forma anónima, aunque se jactaba al final de su vida de haber vendido ejemplares «pateando las calles parisinas». Solo años después reconoció lo que era un secreto a voces, tras esa obra irreverente estaba, cómo no, la pluma mordaz e implacable de Djuna Barnes.
París le dio a Djuna sus mejores años, allí se creó el mito de la que, como ella misma decía, era «la escritora desconocida más famosa del mundo», y también le dio la mayor pasión de su vida, la escultora Thelma Wood, protagonista de su gran novela, El bosque de la noche, que contó con prólogo de T. S. Eliot, quien, además, ayudó a Barnes a acortar el texto para que pudiera ser aprobado por la censura. En su prólogo, Eliot afirmaba que pretendía «dejar al lector en disposición de descubrir la excelencia de un estilo, la belleza de la frase, la brillantez del ingenio y de la caracterización y un sentido del horror y de la fatalidad digno de la tragedia isabelina».
La constante innovación en su estilo en El bosque de la noche va acompañada de una inmersión dolorosa en sus personajes. Eliot afirmaba: «Las penas que sufren las personas por sus particulares anormalidades de temperamento son visibles en la superficie: el significado más profundo es que la desgracia y la esclavitud humanas son universales». Dylan Thomas, admirador de la prosa de Barnes, repetía que esta no era una prosa fatua «porque trata de lo que algunos seres humanos sienten, piensan y hacen». Djuna trazó en ese libro un mapa hacia un oscuro bosque lleno de dolor y, aunque no lo pareciera, de profundo realismo, no apto para todos los lectores.
A pesar de las alabanzas de la crítica y de otros escritores, la obra no encontró el favor del público. Este fracaso comercial agudizó su alcoholismo y las crisis depresivas que sufría tras su ruptura con Thelma Wood, a pesar de que a ojos de todos seguía disfrutando de la electrizante vida parisina, acompañada de artistas como Charles Chaplin, Marcel Duchamp y un joven Samuel Beckett, de las fiestas en la mansión inglesa de Peggy Guggenheim y de sus viajes al norte de África. Tras un intento de suicidio en un hotel londinense en 1939, su gran amiga y protectora, Peggy Guggenheim, la embarcó rumbo a Nueva York. Al llegar a la ciudad veinte años después, Barnes regresó al Village, y allí durante cuatro décadas abandonó el alcohol y se entregó a la poesía. Sin embargo, su producción literaria pareció haberse detenido en el viejo continente. En su pequeño apartamento la rodeaban infinitos papeles, piezas inconclusas en recibos, tarjetas de visitas, viejos periódicos.
Djuna Barnes se sintió opacada por los hombres de su generación, «la generación perdida». De nada sirvieron las súplicas de admiradoras como Carson McCullers o Anaïs Nin, a quienes nunca quiso recibir, ni de nada tampoco sirvieron los pequeños homenajes de los neoyorquinos. Llegó incluso a exigir bajo amenazas que retiraran su nombre a una pequeña librería.
Las décadas pasan por Nueva York, pero su leyenda sigue siendo la misma. Una ciudad implacable con sus habitantes, a los que abandona en la soledad y en la locura. Muchos dicen recordar a Djuna Barnes gritándose a sí misma a través de las ventanas de su casa.
Tras su muerte, en 1982, T. S. Eliot siguió velando por su memoria, y consiguió que se publicara su última obra, la pieza teatral La antífona, en la que Barnes relata su propia violación. Solo el paso del tiempo ha recompensado a Djuna como merecía reconociendo no solo su imprescindible contribución a la literatura modernista, sino también al feminismo, la sexualidad y la moralidad de un país cambiante que Barnes tuvo que dejar atrás para lograr la libertad que tanto ansiaba en su vida y en su creación artística.
Qué habría dicho la Barnes («The Barnes», como a ella le gustaba que la llamaran), que tanto luchó contra las convenciones sociales, al ver que su obituario en The New York Times sobre todo resaltaba que vivía sola en un minúsculo apartamento de una habitación en Greenwich Village y que la sobrevivían, no su obra, sino tan solo «un hermano, Saxton, de Bethlehem, Pennsilvania, y dos hermanastros, Duane y Muriel, ambos de Philadelphia».
Pero ningún obituario anticuado puede borrar el alma de la verdadera Djuna Barnes. En este libro podemos sentir las ganas de vivir de una joven dispuesta a comerse al mundo, al mismo tiempo que lo observa con detenimiento desde una mentalidad de otro siglo, desde el futuro. Aun así, veinte años después de su exilio, como anunciaba T. S. Eliot, Djuna regresó «al punto de partida y a conocer el lugar por primera vez». Regresó al territorio de estos relatos.
Un toque de comedia
Era un hombre alto –con unas manos largas y pálidas que oscilaban en sus muñecas como flores en finos tallos–. Tenía los ojos alargados, afilados y azules, y los recorría un curioso ramillete de venas, como si los propios globos oculares fuesen pequeñas bayas colocadas en el centro de una parra. Caminaba de una forma peculiar, apoltronado a medias, y pese a no dar nunca la impresión de ir con prisas, de algún modo se las arreglaba para desplazarse un poco más rápido que cualquiera de sus tres amigos. Las caderas se le aplanaban en la base de sus delgadas piernas, y los bolsillos abultados del traje de tweed los llevaba siempre medio llenos de trozos de papel. Un puro solía colgarle de la comisura de la boca y de cuando en cuando mandaba una espiral de humo por encima de la cabeza, la cual había comenzado a perder pelo. Producía la misma impresión que una imagen de una montaña alta sobre la que hubiera descendido una nube. Cuando hablaba lo hacía de un modo breve y tajante que enfatizaba de vez en cuando arrastrando una «y», un «los» o un «si».
Había hecho muchas cosas durante su vida, sobre las que no hablaba con nadie. Le gustaba pensar que era sin embargo capaz de maravillar a esos pocos amigos a los que ni siquiera había interesado jamás. Una y otra vez, cuando podría haber contado su historia sacándole un rédito considerable, no había alcanzado a hacerlo. ¿Por qué? Probablemente porque, al fin y al cabo, esta era deprimente, ordinaria, insustancial.
Los amigos de este hombre eran de los que en un instante descendían de «amigos» a «pandilla».
Bastan las circunstancias para que se vuelvan amigos, amantes, enemigos, ladrones, camorristas, lo que sea. Puede ser una mano en el hombro, una palabra susurrada al oído, cierta combinación de incidentes en apariencia insignificantes.
Este hombre, Roger, lo sabía muy bien. Pese a sus andares reticentes, pese a su calma y pese a su habla en ocasiones apresurada, hasta el momento no les había permitido tomar conciencia del hecho de que él era su maestro. Se sentaba entre ellos, frotándose el mentón, fumando su puro, tosiendo y nunca decía palabra. A veces bebía con ellos, reía cuando ellos no reían, permanecía impasible cuando ellos aullaban. Era únicamente en momentos como aquellos cuando ellos se detenían en seco, y, mirándolo, estallaban en medias risas o en toses fingidas. Él entendía muy bien el motivo. Nunca decía nada.
Este hombre tenía esposa y un hijo. Nunca hablaba de ellos, excepto una o dos veces cuando mencionaba a su chico con una pizca de orgullo poco disimulada.
Su esposa, aunque corpulenta y taciturna, era de esa clase de mujeres que siempre aparece en fiestas y bailes con un abanico de plumas de delicada frondosidad, o es vista saliendo de los salones de té con una larga rosa entre los dientes –algo que probablemente han hecho todas las mujeres del mundo.
Llevaba su pasión por las flores hasta su propio dormitorio y desde allí a los alféizares de cada ventana del apartamento. Maceteros verdes alojaban pensamientos y violetas de temporada, y las regaba con tanta frecuencia que las mataba.
Sus flores iban justo después de la pasión por su hijo. Para su marido ella tenía ese tipo